Opinión
Más allá del voto y del miedo a la derecha
Por Miquel Ramos
Periodista
-Actualizado a
El votante de izquierdas en España, instalado desde hace años en una constante calma tensa, observa desde la ventana como el mundo se precipita por el barranco de la extrema derecha. Piensa que aquí, de momento, estamos a salvo, con todos los defectos que pueda tener este Gobierno. Ahí está Pedro resistiendo el embate. La derecha española tampoco es que brille por su astucia —y Sánchez parece caer siempre de pie—, pero la suerte no es ningún valor seguro, ni a la derecha se la vota por su brillantez.
Lo único que parecen temer hoy algunos ante esta ola derechista global es que la gente deje de votar, desencantada ante el panorama tan desolador que han dejado entre unos y otros a su izquierda. Y entre la derecha y arrase con todo. Un temor natural, pero que no debe hacernos perder de vista lo que se puede hacer para afrontar lo que venga. Más allá de a quién se vote, o incluso si no se vota a nadie.
La derecha ha perdido toda vergüenza, y está eufórica porque entiende que este es su momento, que el mundo está cambiando de bando, y que ya no necesitan disimular con consensos progres impuestos, reivindicando un centro que nunca existió y que ni ellos se creyeron nunca. Esa vehemencia derechista de hoy, tan normalizada, provoca miedo. Un miedo que, cada vez que se acercan unas elecciones, el PSOE utiliza en campaña, con los orcos a las puertas de Ferraz levantando el brazo y avalando el relato. O nosotros o ellos. Y así llevamos décadas, sometidos a este chantaje, que inevitablemente, a la larga, acaba produciendo más bajas por deserción y desencanto que cierre de filas.
El último escándalo de corrupción que ha salpicado al PSOE y al Gobierno ha acusado ya cierto agotamiento de la estrategia del miedo. No tanto por la asquerosidad de las entrañas del caso, con los chascarrillos machistas y la soberbia del mangante que se siente impune y que ve en lo público una barra libre. La corrupción se perdona mucho menos en la izquierda, pero el cansancio venía ya de lejos, digan lo que digan quienes vean en Koldo, en Ábalos o en cualquier otro personaje el origen del final de este ciclo.
Cuando estos casos saltan una y otra vez, con unos u otros inquilinos en las instituciones, lo que falla es el sistema, no solo sus gestores. Igual que el machismo que supura en esta y en otras tramas anteriores. Todo esto va mucho más allá de las etiquetas, son cuestiones transversales, inherentes al sistema, que permanece intocable. Nos limitamos a cambiar a los gestores, como manzanas podridas, pero es el cesto el que se cae a trozos. En este caso reciente, los audios que grabó Koldo ya empiezan a apuntar en muchas más direcciones que la del propio partido para el que trabajaba. Veremos cuántos empresarios, intermediarios y políticos de todo signo se ven salpicados por esta diarrea corrupta, avalando que la carcoma está en todo el andamiaje institucional.
Uno puede también comprobar cómo, además de la repugnancia por la corrupción, en la izquierda abundan más los reproches por lo que se pudo hacer y no se hizo. Esto que venimos repitiendo desde que pasó el tiempo de gracia, que fue ya hace mucho, pues llevamos ya dos legislaturas de gobiernos que se dicen progresistas a los que el perro parece que se les ha comido los deberes. Abunda más el sentimiento de oportunidad perdida que la sorpresa por la corrupción. No es que no asquee el mangoneo, sino que el sistema tiene múltiples grietas que permiten a los mangantes hacer de las suyas, y eso nunca se corrige. Quizás porque la corrupción es parte del sistema. Y sin esta, el capitalismo no podría sobrevivir.
La derecha no tiene ningún reparo en ir mucho más allá de su programa cuando gobierna. No hay miedo a enfadar a nadie. Van a hechos consumados. A desmontar lo poco conseguido, y a asegurarse que llevará años volver a poner en pie tan solo una parte de todo esto. Siempre han sido así. La excusa de la prudencia y la moderación que esgrimen los progresistas cuando gobiernan ya no cuela. Transmite una imagen de pusilánime que penaliza mucho más que pasarte de ambicioso. A la derecha le funciona traspasar límites, enfadar a la izquierda, eso da de comer a los suyos. El PSOE no se sale del redil, y quienes lo sostienen, pretenden que nos conformemos con migajas. Y si se peca de valiente, como con el feminismo en la anterior legislatura, tiene que salir luego Pedro a pedir perdón por haber asustado a sus amigos de más de 40 años.
Hablaba al principio de este artículo de Los Votantes, los que votan, para analizar el estado de ánimo en una parte de la izquierda. Pero hay también otra izquierda que no vota, o que vota y no se queda ahí su implicación política. Una sociedad organizada, que participa en la política de cada día, en la cercana, la de las relaciones humanas, no la de la tele. Hay movimientos sociales que arrojan esperanza entre las ruinas del neoliberalismo, esas que los partidos socialdemócratas son incapaces de esconder bajo la alfombra para hacernos creer que se puede gestionar un sistema desigual y corrupto hasta el tuétano. Sin negar la incidencia que pueda tener la acción institucional, jugar todo a esta carta es el cuento de nunca acabar, el error que se cometió cuando, tras el ciclo de reivindicaciones y movilizaciones antes y después del 15M, habiendo conseguido imponer un marco anticapitalista, se vaciaron las calles.
Se avecina un nuevo escenario político en España, acorde con el rumbo derechista de gran parte del mundo. Un mundo que se encuentra hoy sumido en una crisis de hegemonías, en guerras y escaladas bélicas de consecuencias imprevisibles. De orgullo y revival fascista. De cambios extremos en el clima, de sálvese quien pueda. Una deriva del neoliberalismo en la que la llamada izquierda institucional tan solo aspira a salvar lo poco que queda del llamado Estado de bienestar, pero que es incapaz de ofrecer un proyecto que vaya más allá de hacer de freno a la derecha. Esto, sin un músculo social que trascienda a los partidos y a las instituciones, va a ser muy difícil de afrontar.
Resistir ante el desmontaje de la democracia que ya se está llevando a cabo sin que todavía haya llegado la extrema derecha exige que haya pequeñas revoluciones en los entornos más cercanos. Exige cooperación, conciencia de clase, y un proyecto alternativo que se sepa explicar y que aporte soluciones a largo plazo, no tan solo paños calientes. Un relato que blinde a la clase trabajadora ante los discursos chovinistas y racistas que tratan de romper cualquier vínculo. Hay que superar el miedo a que venga la derecha y pasar a la acción, construyendo las barricadas en nuestros entornos más cercanos. Porque no va a venir ningún mesías a salvarnos jugando con las reglas amañadas de un sistema podrido.
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