Opinión
Delegar en nuestros gobernantes, una burda excusa para la inacción
Periodista y escritora
Cuando empecé a interesarme por los asuntos de la memoria histórica, allá por los primeros 90 del siglo pasado, una de las cosas que más me llamaba la atención era la cantidad de fosas cerradas y cuerpos por exhumar. No me refiero a que me inquietara su existencia, que también, por supuesto. Lo que me provocaba un malestar agitado era el hecho de que no saliéramos a los campos con picos y palas a desenterrar, por todo el país, los más de 100.000 cuerpos desaparecidos.
Me respondían que hacían falta antropólogos forenses, científicos y especialistas en análisis de ADN. No entendía que no nos organizáramos con profesionales de esos ámbitos y los uniéramos a nuestro empeño. Me respondían que hacían falta permisos oficiales, y no entendía de ninguna manera que, ante la inacción de la Administración pública (gobernaba entonces el PSOE de Felipe González), no nos pasáramos los permisos por el forro.
Han pasado muchos años y, con notables excepciones, hemos ido viendo cómo las personas cedemos nuestra capacidad de actuación a las administraciones o a los partidos políticos que las gobiernan. Aprobaron la Ley de Extranjería y salimos a la calle durante un tiempo para que echaran abajo esa barbaridad. No lo conseguimos, toda protesta se acaba extinguiendo si choca contra el muro de la falta de respuesta, y lo saben. Ahí sigue, ahí permanecen sus frutos podridos, los CIE. Nadie parece acordarse, no aparecen en los medios, olvidamos las pancartas.
Aprobaron la ley mordaza, que coloca en un lugar delictivo la protesta. Hemos permitido que los gobiernos "de izquierdas" prometan derogarla e incumplan sistemáticamente tal compromiso. Ya no salimos a la calle, nadie hace públicas las multas que recibe, bajamos la cabeza, acatamos. Vemos a diario cómo los tribunales permiten a los hombres agresores mantener la custodia de sus hijos e hijas, compartir su tiempo con las criaturas, "educarlas"; vemos cómo son las madres quienes resultan legal, económica y socialmente castigadas. Son solo algunos ejemplos.
Y ahí está el genocidio perpetrado en Gaza por parte de Israel y el criminal Benjamin Netanyahu. Nos colocamos una sandía en la solapa y nos echamos a la calle pensando que tomamos decisiones, que actuamos. Llevamos pañuelos, redactamos comunicados, se manifiestan los artistas, algunos miles —pocos— de personas salen en manifestación…
Sobre todo lo anterior, la necesaria imposición de una autoridad violenta. Pero toda autoridad lo es, en mayor o menor medida, ¿no? Lo preocupante no deberíamos situarlo ahí, sino en nuestra incapacidad para plantarle cara, asumiendo las consecuencias que de ello se deriven.
Si la sociedad —una parte de ella, la parte "sensible"— quisiera ponerse en marcha, antes debería organizarse. Pero no lo hacemos, no realmente. Para empezar, y sobre todo, se requiere ocupar parte de nuestro tiempo a pensar. No a pensar cada una desde su lugar, sino a tejer un pensamiento común que dé frutos de acción colectiva. Parece evidente que, sin ese paso, ningún otro podrá darse. Así que habría que darle vueltas a cómo, con qué mecanismos, han conseguido evitar que dediquemos una parte de nuestra vida, de forma constante y consciente, a pensar-con otras personas. Sin ese paso, no cabe una actuación contundente.
Paralelamente, deberíamos asumir las posibles consecuencias de nuestra actuación, se concreten en penas económicas o penas de privación de libertad. Casos como los de Las seis de La Suiza o Los seis de Zaragoza han servido para demostrar que cualquier protesta, por justa que resulte, puede dar con tus huesos en la cárcel. Y que la sociedad no va a movilizarse con contundencia cuando eso suceda. Ambos casos resultan francamente aleccionadores. Hay más.
Ante todo lo anterior, emerge una conclusión desalentadora. Ninguna de las causas anteriormente citadas nos conmueve, repugna o espanta lo suficiente como para abandonar el cauce "ordenado" de nuestras vidas en obediencia y dedicar nuestro tiempo, que parecemos considerar precioso, a organizar y llevar a cabo acciones contundentes, verdaderamente contundentes, de esas que nuestra organización del Estado castiga. Ni siquiera eso que llaman "un genocidio retransmitido en directo". O sea, que todas nuestras apelaciones a quienes gobiernan para que actúen no dejan de ser la construcción de una burda excusa para la inacción. Porque la acción, la verdadera acción social, colectiva y contundente, no pide permiso.
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