Acabo de participar en Sevilla en un coloquio taurino de, cómo llamarlo, de reafirmación de la fe. Se celebró en el recinto de la plaza de toros de la Maestranza: la cuna del toreo. Participamos en él aficionados a los toros, toreros y ganaderos de bravo de una docena de países del toro, de Portugal a Francia, pasando por América y por varias de las distintas Españas. Y nos quejábamos los participantes de que últimamente –es decir: como siempre– se nos persigue mucho. Últimamente, dado que tanto la autoridad religiosa como la política se hipostatizan en la autoridad económica, lo que la anti-afición pide es que los toros no sean subvencionados, como lo son (en España: pues en el resto de los países taurinos no es así) todas las manifestaciones culturales, desde la arqueología hasta el fútbol.

El argumento es estadístico. Ese que Borges llamaba “abuso de la aritmética”. Aseguran las encuestas que sólo un tercio de la población de España se interesa por la fiesta de los toros. La cuestión puede tembién plantearse de otra manera: nada menos que un tercio. Y cabría preguntar: ¿y qué proporción se interesa por la aritmética misma?

Pero no voy a defender aquí los toros. Han sido capaces de defenderse solos durante milenios, o siglos si hablamos sólo de la corrida moderna, contra reyes y papas y alcaldes y demás. Los defiende, incluso contra la podredumbre interna de todas las actividades sociales que tienen éxito, su propia seriedad: son una fiesta seria, un arte serio.

Sin embargo, sí quisiera apartarme de las conclusiones del coloquio de Sevilla, pese a que las suscribí, en el sentido de que lo que les pediría yo a las autoridades no es que protejan la fiesta, sino mucho menos, y tal vez lo contrario: que no se metan con ella. Ni en contra, ni a favor. Para que no le pase lo que les pasa a todas las manifestaciones de la cultura cuando las autoridades intervienen. Empezando por las estadísticas.