Opinión
Independizarse de Ayuso

Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
Puesto que le gusta mucho la fruta, Ayuso aprovechó la festividad del 2 de mayo para disfrazarse de melocotón, el verdadero símbolo nacional español, aunque poca gente lo sepa. Vestida de rojo y amarillo, igual que el balcón de un vecino, la presidenta se reencarnó en Agustina de Apagón al evocar la invasión napoleónica de 1808 y compararla con la repentina caída del suministro eléctrico de hace una semana. Empeñada en su particular Guerra de la Independencia, Ayuso sigue enfrentada al gobierno de Perro Sanxe, la dictadura comunista, etarra y bolivariana que viene a ser una reencarnación de Murat y del ejército invasor francés. En este tipo de comparaciones históricas a las que nos tiene acostumbrada una mujer que se enteró a los 22 años de que en Ecuador se habla español, no es difícil imaginar quiénes serían los mamelucos.
Apenas uno estudia un poco, comprende que en aquellos años el pueblo español eligió mal, muy mal, al preferir seguir siendo español en lugar de afrancesarse un poco. Es una fea costumbre que tenemos. Con Pepe Botella y los afrancesados pudimos haber tenido la república, la ilustración y la guillotina, entrando en la revolución industrial por la puerta grande, pero nos quedamos con la monarquía, con la Iglesia, con los toros y con el merluzo asesino de Fernando VII, como si los borbones fuesen una dinastía made in Spain. Qué le vamos a hacer, todavía nos queda pendiente el siglo XIX a estas alturas del XXI. Ayuso quiere independizarse de Sánchez y algunos madrileños, pocos, lo que queremos es independizarnos de Ayuso.
Estos días acaba de publicarse El reino de Belmonte, la nueva novela de Alfonso Mateo-Sagasta, que relata precisamente el intento de independencia de un barrio de Madrid durante el verano de 1990. Parece un delirio trasplantado del realismo mágico colombiano a la capital o una coña marinera, pero la historia está rigurosamente basada en hechos reales: cuando el Ayuntamiento de Madrid anunció la expropiación de una serie de infraviviendas levantadas en la periferia por familias de inmigrantes durante los años sesenta, los vecinos, desesperados, iniciaron una esperpéntica y heroica rebelión en la que pidieron ayuda a Cuba, se encerraron en la Colegiata de San Isidro, cortaron calles y llegaron a convocar un referéndum de independencia.
Hoy la historia está por completo olvidada; de Cerro Belmonte -un grupo de chabolas y viviendas de construcción ilegal ubicada en lo que hoy es Valdezarza- no queda prácticamente nada, ni siquiera el nombre. Los doscientos y pico vecinos que decidieron rehusar la mísera oferta del Ayuntamiento y organizarse para protestar, tuvieron que luchar no sólo contra la maquinaria municipal sino también contra la indiferencia de los medios de comunicación de la época en una canícula abarrotada de noticias. Era julio de 1990 y los periódicos y telediarios no paraban de hablar de la inminente Guerra del Golfo, de la matanza de Puerto Hurraco y de la crisis de los refugiados cubanos en la embajada española. Fue precisamente esta crisis la que inspiró a los vecinos la feliz idea de pedir asilo político a Cuba en una embajada en la que unos cuantos viajaron a La Habana y fueron recibidos por el mismísimo Fidel Castro.
Gracias a su pulso narrativo, su buen humor y su maestría en los diálogos, Mateo-Sagasta reconstruye esta odisea digna de Berlanga en la que un grupo de desposeídos puso en jaque a los grandes poderes; inventó una nación con su bandera, su historia, sus mitos, su himno y su idioma propio, el “belmonteño”; redactó una constitución y se declaró reino independiente durante una semana y pico, hasta que el Ayuntamiento decidió recular. El reino de Belmonte es un libro soberbiamente escrito del que pueden aprenderse muchas cosas, desde la delicia de disfrutar descubriendo un pedacito de nuestra propia historia a la vieja lección olvidada de que la unión hace la fuerza. Ganas dan de independizarse también de Sánchez, de Ayuso y de Almeida, recordando la letra escrita por Juan Carlos Parra, vocalista del grupo Kaduka 92, cuyo himno punki decía: “No queremos pan, no queremos vino, queremos al alcalde colgao de un pino”.
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