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La madre

*Adjunta a la directora de Público

No supe que el miedo provoca dolor físico y una espantosa sensación de ahogo hasta que fui madre por primera vez y empecé a pensar en la posibilidad de la muerte de mi hijo (hoy, mis hijos).

Me costó tiempo y mucha resignación aceptar que ese temor me acompañaría ya el resto de mi vida, fueran ellos grandes o chicos. Sin embargo, en esos relatos que nos narramos a nosotros mismos -supongo que para sobrellevarnos con una cierta dignidad o para escapar de nuestras peores pesadillas-, siempre me vi acompañando a mis niños en el fatídico momento, acariciándoles la cabeza, cogiéndoles la mano, susurrándoles al oído.

Nunca contemplé que pudieran morir en soledad o que yo no pudiera recoger sus cuerpos y abrazarlos una última vez.

Cuando el cuerpo de un niño de 6 años fue arrojado inerte por las olas a una playa de Barbate (Cádiz) el pasado 28 de enero, mi primer pensamiento fue para su madre. La madre que lo embarcó junto a ella en una patera, convencida de que esa era la mejor opción para su hijo; porque ninguna madre pondría en riesgo la vida de su hijo si no creyera que lo que le espera siempre será mejor que lo que deja. 

No he podido quitarme de la cabeza a la madre de Samuel desde aquel día. Pensaba en ella y deseaba que estuviera muerta, porque al intentar ponerme en su piel me costaba discernir qué me resultaría más insoportable: si la propia muerte del niño por ahogamiento en las aguas del Estrecho sin haber podido ayudarle o si pensar en la soledad, fría y cubierta de algas y arena, del cuerpo del pequeño en medio de una playa lejana, primero, y después en una morgue, como un trozo de carne más, sin nadie que le haya tomado la mano ni susurrado al oído aunque él ya no pudiera oírlo ni entender siquiera lo que quien fuera le hubiera dicho.

La madre tiene un nombre: Verónica. Y hace unas horas han encontrado en algún punto de la costa argelina lo que quedaba de su cuerpo casi un mes después del naufragio de la patera. 

Su cuerpo y el de su hijo, separados por más de mil kilómetros de distancia, uno en la costa española, otro en la costa africana, en lo que parece el más macabro de los designios, porque precisamente por haber muerto como lo han hecho, Verónica y Samuel deberían estar más juntos que nunca. Aunque sea bajo tierra.

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El viudo de Verónica y padre de Samuel está en su país de origen, en el Congo, esperando unas pruebas de ADN que confirmen que Samuel es su hijo.

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