Público
Público

El pacto de la cicuta: apoyar al PP dejaría en precario el poder autonómico y local del PSOE

Las peticiones de auxilio de los conservadores a los socialistas con la excusa de frenar Unidos Podemos ocultan un efecto secundario debilitante para el PSOE: distanciarían a siete de sus ocho gobiernos autonómicos, y a numerosos alcaldes y jefes de diputación, de las fuerzas de izquierdas que facilitaron su investidura

Mariano Rajoy ha intensificado en los últimos días los llamamientos al PSOE de Pedro Sánchez para que apoye su continuidad en La Moncloa. En la imagen, ambos líderes en su frio encuentro en el Congreso de los Diputados tras las elecciones del 20-D. EFE

EDUARDO BAYONA
@e_bayona

ZARAGOZA .- La cicuta comienza a florecer en junio. Este año brota con la campaña electoral, en la que el PP está lanzando un insistente mensaje al PSOE: “respeten la decisión de la gente y permitan que el partido más votado sea el que gobierne”, repite su candidato, el presidente en funciones Mariano Rajoy, seguro de que será el suyo y agitando el miedo a Unidos Podemos, coalición a la que las encuestas sitúan por encima de los socialistas.

Esos llamamientos, sin embargo, omiten advertir a su destinatario de los riesgos que entrañan, que evocan a los que tiene ingerir esa planta: llega a parar los órganos vitales, tras desactivar los nervios sensitivos y los motores, sin desconectar la conciencia.

El pacto de la cicuta alejaría a cuatro de los siete presidentes autonómicos del PSOE, los de Aragón (Javier Lambán), Baleares (Francina Armengol), Valencia (Ximo Puig) y Castilla-La Mancha (Emiliano García Page) de las formaciones que les auparon al poder sin ser la lista más votada, caso de los morados, IU, Compromís y Mès, integradas todas ellas en Unidos Podemos; dejaría en una situación precaria a Javier Fernández en Asturias (gobierna con IU y fue investido con la abstención de Podemos) y también, aunque menos crítica, a Guillermo Fernández Vara en Extremadura y a la coalición de los socialistas con el PRC de Miguel Ángel Revilla en Cantabria.

El panorama sería similar en varias diputaciones provinciales, gobernadas por el PSOE gracias al apoyo de candidaturas municipalistas de confluencia, y en ayuntamientos como el de Sevilla, dirigido por Juan Espadas, aunque no es el caso de la comunidad andaluza. Allí se mantiene gracias a un pacto con C’s Susana Díaz, investida en septiembre de 2013 como sucesora de José Antonio Griñán gracias a la coalición del PSOE con IU, que dos años antes había convertido en esteril la victoria en escaños del PP de Javier Arenas.

La previsible convulsión en el mapa municipal

Ese viraje que los populares proponen a los socialistas convulsionaría, por otra parte, el mapa de poder local, ya que una eventual fractura de la izquierda acentuaría la precariedad con la que gobiernan alcaldes como Manuela Carmena en Madrid, Pedro Santisteve en Zaragoza o José María González, Kichi, en Cádiz, investidos gracias al apoyo de los concejales del PSOE, entre otros. Y estaría por ver la evolución de pactos como el que otorgó la vara de Palma al socialista José Hila, que incluye su relevo en 2017 por Antoni Noguera, de Mès, o el que le dio la de Valencia a Joan Ribó, de Compromís.

Los dirigentes socialistas Javier Fernández, Javier Lambán y Miquel Iceta, en una reunión del Comité Federal del PSOE. EFE

Los dirigentes socialistas Javier Fernández, Javier Lambán y Miquel Iceta, en una reunión del Comité Federal del PSOE. EFE

Los llamamientos al PSOE por parte de Rajoy, a cuyo partido siguen situando como más votado el 26-J tanto las encuestas independientes como el CIS, afloran una estrategia a medio y largo plazo en el bosque de la política española, cuya visión dificulta estos días el árbol de la vorágine electoral: propinar a un PSOE en retroceso un abrazo del oso que le permitiría crecer a su costa tras forzar su acercamiento y, de simultáneamente, abortar los procesos de colaboración que la izquierda inició tras las experiencias confluyentes de mayo del año pasado.

El endiablado dilema de los socialistas, contrarios a mantener a Rajoy en La Moncloa al mismo tiempo que temen los efectos secundarios de un acuerdo con Unidos Podemos, provoca desde hace semanas quebraderos de cabeza entre los notables del PSOE, convencidos de que tras el 26-J recibirán presiones para la gran coalición.

En Unidos Podemos declinan hablar de ese eventual escenario postelectoral, aunque sus líderes, Pablo Iglesias y Alberto Garzón, insisten en pedir al de los socialistas, Pedro Sánchez, si su rechazo a apoyar a Rajoy es extensible a todo el PP. “Nos atemoriza que pueda darle el Gobierno”, admitía Garzón hace unos días.

Un argumento falaz y la mala experiencia gallega de Rajoy

El argumento que indica que debe gobernar el candidato de la lista más votada ha sido, históricamente, una mera falacia instrumental que los actores principales del bipartidismo ha enarbolado en función de sus intereses coyunturales: más de 25 presidentes autonómicos, y un sinfín de alcaldes, han sido investidos en España desde 1979 tras obtener sus partidos menos escaños o concejales que otras formaciones. Aunque nunca ha ocurrido con un candidato a la presidencia del Gobierno central.

El PP y su ancestro AP han dado en ocho ocasiones la presidencia de comunidades autónomas a candidaturas que no fueron las más votadas en las urnas, mociones de censura incluidas, y ha entregado a otras formaciones, como los extintos CDS y Partido Andalucista, las alcaldías de Madrid o de Sevilla sin que cumplieran ese requisito.

Un cartel electoral desgarrado del candidato socialista Pedro Sánchez en una calle de la localidad malagueña de Benalmadena. REUTERS/Jon Nazca

Un cartel electoral desgarrado del candidato socialista Pedro Sánchez en una calle de la localidad malagueña de Benalmadena. REUTERS/Jon Nazca

Rajoy arrastra desde los inicios de su carrera política una experiencia frustrante con el tema de la lista más votada, en este caso aderezada con transfuguismo. Dejó su escaño en el Congreso para ocupar la vicepresidencia de la Xunta de Galicia en el otoño de 1986, tras la dimisión de Xose Luis Barreiro. Uno de sus mentores, Xerardo Fernández Albor, había mantenido a principios de 1986 la presidencia gracias al apoyo de sus 34 diputados y a la abstención de Coalición Galega. Sin embargo, ese mismo grupo apoyaría meses más tarde, ya en 1987, la moción de censura del socialista Fernando González Laxe, que acabaría nombrando vicepresidente a Barreiro.

La crisis gallega no impidió a los conservadores apoyar en 1987 la investidura de candidatos que no habían encabezabado la lista más votada en Aragón (Hipólito Gómez de las Roces, del Par) y en Canarias (Fernando Fernández, del CDS) y conseguir la del suyo en La Rioja (Joaquín Espert, AP) gracias al apoyo del regionalista PRP.

Mantendrían la postura en Canarias en 1988, al apoyar a Lorenzo Olarte, también del CDS, para relevar a Fernández tras perder una moción de censura; avalaron la moción de censura por la que el socialista Jaime Blanco sustituyo a Juan Hormaechea como presidente de Cantabria, en medio de una convulsa legislatura, y repitieron en Aragón para aupar en 1991 a la presidencia del Gobierno de Aragón a Emilio Eiroa (Par).

Una estrategia que el PP recuperó en 2007, con Rajoy al mando

Los conservadores tuvieron experiencias frustrantes en los últimos años del siglo pasado y los primeros del actual en varias comunidades, en las que se quedaron en la oposición tras haber sido los más votados.

Dejaron a principios de los 90 el hábito de entregar a otras formaciones las presidencias de comunidades autónomas para impedir que las gobernara el PSOE de Felipe González. Pero lo recuperarían, ya con Mariano Rajoy al frente del partido, en 2007, cuando apoyaron a Paulino Rivero en Canarias. Y reincidieron en 2009 para nombrar lehendakari al socialista Patxi López en detrimento del PNV de Juan José Ibarretxe.

El presidente del Gobierno en funciones y candidato del PP para el 26-J, Mariano Rajoy, realizando unas declaraciones a los periodistas antes de intervenir en un acto electoral en Pontevedra. REUTERS/Miguel Vidal

El presidente del Gobierno en funciones y candidato del PP para el 26-J, Mariano Rajoy, realizando unas declaraciones a los periodistas antes de intervenir en un acto electoral en Pontevedra. REUTERS/Miguel Vidal

Los populares habían tenido antes experiencia frustrantes en varias comunidades, caso de Aragón en 1999 con Marcelino Iglesias, Baleares con Francesc Antich ese mismo año y en 2007, en Navarra con Javier Otano en 1995 y en Cantabria cuatro años antes con Juan Hormaechea. También les dejaron con la miel en los labios tras haber sido los más votados el gallego Emilio Pérez Touriño en 2005, el madrileño Joaquín Leguina en 1991 y el andaluz José Antonio Griñán en 2013.

Los socialistas, no obstante, han sido los principales beneficiarios, a nivel global y desde los años 80, de los acuerdos que han permitido designar como alcaldes y como presidentes de comunidades autónomas a los candidatos de listas que no habían sido las que más diputados habían obtenido en las urnas, listado en el que se incluyen los catalanes Pasqual Maragall –su lista superó en votos pero no en escaños a la de CiU- y José Montilla, respectivamente, en 2003 y 2006. En ambos casos, en detrimento de CiU.

Con todo, hay lugares en los que es tan normal que gobierne el candidato de la lista más votada como que no lo haga. Entre ellos destaca Sevilla, donde cinco de las diez investiduras de alcalde las ha ganado un candidato que no era el que más papeletas había obtenido: Luis Uruñuela en 1979, Rojas Marcos en 1991, Sánchez Monteseirín en 1999 y 2007 y Juan Espadas el año pasado.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?

Más noticias