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Salvador Illa, el hombre de los despachos que ha atravesado tres infiernos

El candidato socialista ha pasado por una vida municipal convulsa, ha gestionado la compleja operativa municipal de los socialistas barceloneses y ha sido ministro en plena pandemia mundial. El retorno de Puigdemont, el 'caso Koldo' y la incertidumbre abierta por Pedro Sánchez han complicado lo que tenía que ser para él una campaña tranquila.

Salvador Illa durante un mitin en Sant Boi de Llobregat, Barcelona (Catalunya)
El candidato a la presidencia catalana, Salvador Illa, durante un mitin en Sant Boi de Llobregat, Barcelona (Catalunya). Kike Rincón / Europa Press

Si Illa es presidente de la Generalitat después de las elecciones al Parlament del 12M, será la tercera vez que un alcalde socialista llega al cargo. Pasqual Maragall fue el alcalde que transformó Barcelona para situarla como capital olímpica, y compitió con el pujolismo a la hora de ofrecer un relato de futuro para Catalunya como nación superando las limitaciones autonómicas vigentes: un relato cívico y colaborativo con una posible España plural que acabó perdiéndose por las alcantarillas del Tribunal Constitucional con el malogrado Estatut de 2006.

José Montilla fue el alcalde de Cornellà, una localidad del cinturón rojo barcelonés que en pocas décadas pasó de suburbio a ciudad integrada dentro de un solvente sistema metropolitano. En el terreno simbólico, su acceso a la presidencia de la máxima institución catalana representó, también, el acceso a la plena catalanidad de las generaciones llegadas desde otros lugares del Estado español a lo largo del siglo XX. Salvador Illa fue alcalde de la Roca del Vallès. Allí, hizo el parque comercial La Roca Village, y un campo de golf.

Lo hizo con la misma insistencia y con la misma determinación con que ahora defiende el proyecto de casinos y ocio Hard Rock. Illa fue uno de aquellos alcaldes de la segunda corona metropolitana que aprovecharon el crecimiento de mediados de los años noventa para hinchar la economía local a cambio de trinchar el territorio con viviendas, infraestructuras y equipaciones comerciales y de ocio. Durante aquellos años, ser progresista era dar trabajo a los vecinos en la construcción y los servicios, y construirles carreteras más anchas para ir a trabajar y a gastar con más comodidad.

La vida municipal no fue para Salvador Illa un camino de flores. Los plenos municipales de los pueblos pequeños con mucho de terreno recalificable son lo más parecido al infierno. Illa vivió como alcalde diez años de disputas y querellas con la oposición.

Licenciado en Filosofía e hijo de un trabajador de una fábrica del pueblo y de una ama de casa, había entrado en el consistorio como número dos de Romà Planas, hijo del alcalde durante la II República y socialista histórico -del mismo nombre- que se había marchado al exilio durante el franquismo. Pero Planas murió al inicio del mandato y él, con 29 años y una nula experiencia política, se vio de repente en la alcaldía gobernando un pueblo dramáticamente dividido.

Su mandato pasó por una moción de censura que le apartó unos meses del gobierno, con tránsfugas de aquí hacia allá y gritos y amenazas en algunos plenos municipales. De vez en cuando, la Policía tenía que hacer acto de presencia para garantizar que la sangre no llegara al río.

Su experiencia

El partido lo sacó de la alcaldía para enviarlo al Departament de Justicia del primer Govern tripartito, donde fue director general de Infraestructuras. Después, ocupó despachos diversos dentro del organigrama de gestión del Ayuntamiento de Barcelona, hasta convertirse en el coordinador del grupo municipal socialista. Allí, dentro del infierno burocrático y de intereses cruzados y sobrepuestos que es la gestión municipal interna barcelonesa, fue donde se ganó la fama de buen gestor, y en 2016 fue nombrado secretario de organización del PSC.

Cuando Pedro Sánchez necesitó un ministro catalán fiable, se lo llevó a Madrid y lo puso al frente de la sanidad. La pandemia convirtió su paso por el ministerio en una tormenta terrible. Pero aquel tercer infierno que tuvo que atravesar Salvador Illa también hizo crecer su proyección pública hasta convertirlo en la apuesta de los socialistas para la Generalitat. Ganó en votos en 2021, pero no fueron suficientes para desbancar a la mayoría independentista.

Salvador Illa se mueve con el ademán recto y serio de un aplicado funcionario de partido, y sus rivales políticos lo tienen como un político orgánico, de una frialdad casi soviética. Inteligente y ágil, pero con más obediencia que imaginación.

Más de una vez diputados de ERC, de Junts o de la CUP se han quejado de que Illa no ha sido capaz de tener ningún mínimo gesto de empatía hacia los compañeros de hemiciclo que han tenido que pasar por la prisión o el exilio para hacer un referéndum o por estar vinculados a la movilización ciudadana. Ni una llamada. Ahora, le reprochan que se lleve las manos a la cabeza por el lawfare que tan ruidosamente y de forma tan imprevista ha denunciado Pedro Sánchez.

No está siendo una campaña plácida. Para empezar, Salvador Illa vio cómo los primeros focos de la precampaña giraban hacia él por haber tenido en el despacho a Koldo García, exasesor del ministro José Luis Ábalos, acusado de cobrar comisiones a cambio de contratos de compra de mascarillas cuando Illa era ministro de Sanidad.

La semana pasada tuvo que pasar por el congreso a dar cuentas en una comisión parlamentaria, y le tocó hacer de sparring de los portavoces de todos los grupos del hemiciclo, especialmente de los socios de Sánchez. Este no era el inicio de campaña soñado para un candidato que tenía que pasear por los platós su imagen hierática de buen gestor.

El caso es que el candidato Salvador Illa debía tener una campaña fácil, favorecido por el desgaste de los partidos independentistas y por el apaciguamiento de la política catalana. Lo único que tenía que hacer era conseguir que el 30% de electores del PSC que no ven nada bien la ley de amnistía se den cuenta que los independentistas ahora ya se llevan bien y no son ninguna amenaza. Pero va Carles Puigdemont y lo estropea, anunciando que deja Waterloo y que vuelve para acabar el trabajo. Un retorno que, justamente, se podría hacer efectivo gracias a la ley de amnistía.

Y, para acabar, ha llegado Pedro Sánchez y lo ha acabado de cambiar todo con una decisión que hace saltar por los aires los planes de campaña de unos y otros e introduce un nuevo componente de incertidumbre en los resultados. El giro puede favorecerlo, con un agrupamiento del voto progresista alrededor de Illa. El relato de parar dramáticamente a la derecha y la ultraderecha españolas vende muy bien en Catalunya.

Aun así, la inestabilidad política introducida por Sánchez también puede movilizar a la derecha más dura y, a la vez, acabar desorientando a los partidarios de la orden que Illa ya tenía al bolsillo. A Winston Churchill se le atribuye la frase: "Si pasas por un infierno, continúa adelante". A Salvador Illa, esto no le viene de nuevo.

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