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Atravesar Madrid en silla de ruedas: un viacrucis inaccesible

La Asociación de Lesionados Medulares invita a recorrer la ciudad en silla de ruedas para sensibilizar sobre las barreras que se encuentran a su paso.

EFE

MADRID.- Tu madre te ha dicho desde pequeño que la vida es una carrera de obstáculos, pero desde aquí abajo esa vida parece distinta. Todo resulta grande, como si hubiesen rehidratado la realidad, y eso que cuando vivía allá arriba rozaba la talla mínima para ser base de baloncesto y la visión holgada que te permite ver un concierto desde la barra sin asegurarte una tortícolis. Aquí abajo, ya digo, transcurre un mundo paralelo en el que hasta esa anciana encorvada resulta inasequible y los iguales son los críos (que ahora deben de estar recogidos en la guardería), los perros que alivian sus necesidades y sospecho que algún gato callejero, que en el centro de Madrid cada vez parecen ser menos.

La silla de ruedas es cómoda, aunque los aros propulsores están igual de fríos que el invierno que atenaza la Plaza de Colón, donde la bandera de España (hiperbólica, incluso para los seres de arriba) luce flácida, como después de celebrar una gesta. Impulsas los hierros, pero sólo consigues zigzaguear, a modo de ojo estrábico. “Te acostumbras, es nostalgia de guerra”, indica enigmático Gustavo Díaz. No entiendo nada: ¿qué nostalgia?, ¿qué guerra? “Las orugas siguen la misma lógica”, añade en referencia a los eslabones modulares que permiten el desplazamiento de los tanques. “Bloqueas una rueda y avanzas con la otra”. Así se gira, explica el socio de Aspaym, mientras yo añoro la línea recta.

Me han traído hasta aquí para que entienda qué se siente al ir (no se me ocurre otro verbo: trasladar suena a bulto; desplazar, a medio de transporte) en silla de ruedas por una ciudad. Decir atravesarla resulta pretencioso, porque cuando todo comienza a dar vueltas es la urbe quien te atraviesa a ti. Antes, me han sujetado las piernas con una cinta, para no hacer trampa, porque los pies van por libre y siempre quieren tocar suelo. “Pareces una maestra de bondage”, ironiza Gustavo mientras Susana Brunel me ata. Es la responsable de prensa de Aspaym, que significa Asociación de Lesionados Medulares y Grandes Discapacitados Físicos. Cuando lleguen las cuestas, Carmen Vila, que trabaja con ella, será mi motor. Después dicen de los periodistas…

¿Desde cuándo llevas en la silla? “Me pasó a los catorce. Zambullida. En una piscina”, explica Gustavo, telegráfico. Da un no sé qué preguntar por estas cosas. Ha cumplido los cuarenta y ya no le pasa lo que a mí. “Yo veo el mundo como si midiese un metro y medio, no desde una silla”. Tal vez uno se acostumbre a todo, aunque ese todo brote a cada paso (es un decir), como en un videojuego. Un día sales de casa, o pasas de pantalla, y las barreras que ayer burlaste hoy son otras: una estación de metro sin ascensor, un coche que impide abrir la puerta del tuyo, un bordillo insalvable, una moto que ocupa la acera y las obras, claro. Ya conocen la célebre despedida del actor Danny DeVito al entonces alcalde Álvarez del Manzano: “¡Qué hermoso es Madrid! Cuando encuentren el tesoro, avísenme”.

No se me ocurre decir que tengo ganas de ir al baño porque vamos en comitiva y no es plan. Antonio Miguel Carmona, candidato socialista a la Alcaldía de Madrid, rueda en vanguardia. Los flashes le templan el rostro, que gesticula sufrimiento. Cuando se dispone a bajar la rampa que lleva al café del Centro Cultural de la Villa, rebautizado Fernán Gómez, su expresión se asemeja a la de un niño al que le acaban de quitar los ruedines de la bicicleta. “Qué barbaridad”, dice tras intentar entrar en el local, cuyas escaleras bajan en cascada. La única entrada posible es a través del teatro. “Voy cogiendo pericia”, añade con esfuerzo al salir. Prueba superada.

“Hay cosas que hay que sentirlas”, esgrime Miguel Ángel García Oca, presidente de Aspaym Madrid. “Esto te permite darte cuenta de las dificultades para que una persona andante reconozca los hechos”. O sea, una ciudad que tropieza, pero de eso uno sólo es consciente cuando se rompe una pierna, conduce un cochecito de bebé o le cae una rama descomunal del cielo. “Fue un castañazo”, rememora Oca con sorna. “De castaño”. Sucedió hace casi dos décadas mientras paseaba por los Ancares Leoneses, en el Bierzo. Hoy tiene 57 años y no recuerda si antes los sitios eran accesibles. “Luego te cambia todo”.

A Carmona le llueven las cámaras y las grabadoras mientras declara algo a lo lejos. Median apenas tres metros de distancia, pero los periodistas se han arremolinado en torno al economista y apenas hay un claro para alcanzar con el oído lo que dice. “Pasar del mundo de los ojos al de los culos resulta interesante”, bromeará después Miguel Ángel, varado en su silla de ruedas. “Madrid es una ciudad inaccesible”, titula el alcaldable socialista, que promete bonificaciones fiscales y más viviendas de protección oficial para el colectivo. “Estás sufriendo uno de sus grandes problemas: la altura”, susurra Yolanda Hernández, terapeuta ocupacional de la asociación. Rumbo a Chueca, pronto llegará el pavés, que tanto temen las personas con discapacidad y los ciclistas del Tour.

“El Ayuntamiento también puso empedrado portugués en la Avenida de Portugal, precioso a vista de pájaro pero nada bueno desde la silla”, se queja Oca. “Las ciudades tienen que estar hechas para que la gente las habite, no para ganar premios de estética, porque lo más importante de la arquitectura son las personas”. También sufre el rodar trémulo sobre los adoquines Mayte Gallego, presidenta autonómica de Cermi, mientras observa los negocios a su paso. “Las calles están mal, pero no poder entrar en algunos locales es la leche. ¡También queremos ir a los bares y a las tiendas”, protesta la responsable madrileña del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad. “Hay gente que no puede salir de su casa y disfrutar de la ciudad”, insiste Oca.

La yincana para tomarse algo la resume Esther Peris, que formó parte del equipo femenino de esquí alpino adaptado. Antes de nada, llamas para saber si el establecimiento tiene rampa, ascensor y aparcamiento. Luego coges el coche, siempre que la puerta pueda abrirse lo suficiente. Desmontas la silla, la metes dentro y, antes de arrancar, ya piensas en dónde vas a aparcar. Elige tu propia aventura te da la opción del metro y el bus, más complejas, por lo que quedan descartadas. Consigues llegar al destino. Opción A: hay una plaza libre. Opción B: un andante te ha usurpado la plaza para discapacitados o, tirando de picaresca, ha usado “la tarjeta del abuelillo” (las comillas son de Esther, al igual que el resto). Cualquier lector de esta hiperrealidad explorativa elegiría la primera posibilidad, pero aun así la emoción está servida: hay plaza libre, pero no espacio suficiente para salir; en el caso de que puedas descender, al regreso puede ser que un coche haya aparcado tan cerca del tuyo que no te deje sitio para entrar.

La historia es interminable, pero el capítulo Baños merece atención. “Encontrar uno adaptado es un problema, por lo que calculamos todo el rato lo que bebemos. Por ejemplo, aunque me apetecía una cerveza, sólo he tomado un par de cafés pensando que a las dos tendré que ir”, prevé Esther. “No bebo en función de lo que me apetece sino de dónde podré hacer mis necesidades”. La charla estimula mi vejiga y, afortunadamente, en el Mercado de San Antón hay servicios a mano. Después de más de tres horas, tal vez sea el momento de liberarme de la extensión de mi cuerpo. Me levanto y ando. “¡Milagro!”, se escucha en la sala. “Tú no sabes lo que impresiona cuando alguien se levanta de la silla”, comenta Ana Soriano Rouco, directora de la Fundación del Lesionado Medular.

Mejor no pensar en el caso contrario. “Viene todo sobrevenido”, reflexiona Oca. “Tienes una vida andante y, de repente, otra sobre ruedas”. Gustavo, que rechaza el trato paternalista, confiesa que ya no se plantea cómo se le presenta el mundo sino que piensa en su salud. “La silla la tienes que llevar en el culo, no en la cabeza”, remacha el presidente de Aspaym. Aunque ahora, desde aquí arriba, ya no se ve todo tan claro. Es como si la silla cubriese tu cabeza y te nublase la vista, que tropieza con ese otro mundo que, de pronto, ha dejado de ser invisible: bolardos, tubos de escape, ruedas de moto, cañerías, bordillos, escalones, pasos a nivel, ascensores minúsculos, puertas estrechas, aceras menguantes… “War is over”, reza una chapa que Gustavo luce en un zurrón. Nostalgia de guerra, que diría él.

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