Este artículo se publicó hace 4 años.
Refugiados Grecia TermópilasLos cien refugiados de la nueva batalla de las Termópilas
Decenas de refugiados sirios viven en este lugar de la Grecia continental, a la espera de conseguir un permiso de residencia y salir a otro país europeo ''más seguro''.
Alberto G. Palomo
Moria (Grecia)-Actualizado a
Un viajero detiene su travesía en bici y mete los pies en una alberca natural que roza los 40 grados centígrados. Estas aguas de supuestas propiedades beneficiosas otorgan el nombre a las Termópilas, cuyo significado es ''fuentes calientes''. En este rincón de la Grecia continental, situado unos 200 kilómetros al norte de Atenas, se libró hace 2.500 años la batalla homónima. Espartanos y atenienses detuvieron el avance del imperio persa. Hoy, una estatua rinde homenaje a Leónidas, héroe del combate, y miles de turistas se remojan en estas pozas curativas.
Entre el manantial donde el ciclista descansa y un pequeño museo con la historia de aquella contienda, varios barracones acogen a un centenar de refugiados. Su lucha no es contra la invasión de un imperio, sino contra una muerte segura. La mayoría son sirios que huyeron de una guerra civil perpetuada en el tiempo y sin visos de terminar. Empezó en 2011, a consecuencia de la denominada Primavera Árabe, y el pasado mes de marzo, tras nueve años, sumaba 586.100 muertes, según el Observatorio Sirio por los Derechos Humanos.
Todos cuentan un periplo parecido: cuando el gobierno de Bashar Al Asad se enfrentó a la ‘oposición’, compuesta por varios grupos contrarios al régimen, tuvieron que abandonar sus casas. Los ataques se recrudecían y la seguridad era mínima. Las opciones se redujeron a dos: huir o morir. La supervivencia les empujó. Acnur, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, cifra en 5,6 millones de sirios los que han escapado a otros países y en 6,2 millones los desplazados internos.
A Naurus, de 20 años, le costó uno y medio llegar hasta aquí. Nacido en Alepo, escapó a Turquía y logró tomar un barco a Lesbos. ''Íbamos 71 pasajeros en un bote que era de 31 plazas. Había muchos niños pequeños y yo estaba con mi madre y mi hermana, de siete meses'', comenta. Los pasajeros, rezaban y gritaban durante las horas del trayecto. Terminaron en la isla y les derivaron a Moria, el campo de refugiados más poblado del país heleno. Algunas asociaciones calculan 20.000 personas. ''Éramos demasiados, en una situación muy mala. Estuve siete meses y me fui'', resume.
''No quiero contar mentiras. Soy kurdo y ya me era muy complicado vivir en Siria. No nos dejaban hablar nuestro idioma. Y los francotiradores iban a por nosotros. Tenía mucho miedo'', arguye este joven, que ahora pasa los días hablando con el resto de compañeros o jugando al fútbol con los más pequeños. Muchos se revuelven por un descampado sin sombra. Una monitora les propone juegos y un guardia de seguridad impide ver más allá: este asentamiento precario está gestionado por el Gobierno griego en colaboración con oenegés.
Para entrar a las casetas instaladas entre pinos o al inmueble en ruinas que aloja familias hay que ser un trabajador o cooperante. No está permitido entrar a ninguna de las dependencias, en las que se adivinan largas filas de ropa tendida. Lo curioso es que el lugar no tiene ninguna protección. Ni una verja, ni un cartel. A veces se acerca algún grupo de turistas o un vendedor ambulante a los alrededores. No reparan en el asentamiento y sus inquilinos. Ni siquiera cuando estos andan desperdigados por alguna sombra donde se protegen del sol.
Bajo uno de ellos, montado con unas ramas y una tela, están Ahmed, un padre de familia de 49 años; Salah Almostole, un joven de 25, y Mohammed Al Aloun, de 24. La guerra les obligó a marcharse. El primero, con una hija de dos años y un hijo de cinco meses, perdió a padres y hermanos por el derribo de un avión en Idlib, su ciudad natal, situada al noroeste de Siria. Salió por Turquía, a pesar de que ''estaba muy asustado''.
''Tenía una tienda de electrónica y la tuve que dejar. Daba trabajo a cinco personas. Empezaron los ataques y nos marchamos'', resume en inglés. Con ''primos'' en Finlandia y Suiza, espera el asilo o un pasaporte para reunirse con ellos. ''No tenemos nada. Ni documentos ni dinero, y no podemos salir de aquí. Estamos encerrados'', señala Al Aloun a su lado, mostrando marcas de metralla y cicatrices de bala sufridas en una de las embestidas de Damasco, su antigua urbe, por parte del ejército de Al Asad.
Sus testimonios se parecen a los de otros en situaciones semejantes. Qais Al-Hari, por ejemplo, cuenta desde Atenas que pagó 1.400 euros a una mafia para que le cruzara de Turquía a Grecia por tierra. Procedía de Dará, al sur. Tiene 28 años y llegó hace uno y medio. ''Mi posición ahora es muy difícil. Intento salir de Grecia, pero no puedo porque no tengo asilo. No tengo ayudas. En Siria tenía tierras, pero las vendía para salir. Espero llegar a otro país (Suiza, España o los Países Bajos) para obtener refugio. Aquí la vida no es segura, hay muchas bandas y solo quiero establecerme con mi familia'', arguye.
Con la pandemia de coronavirus, la coyuntura ha empeorado. En Grecia solo se han registrado 192 muertes y unos 5.000 contagios, pero el cierre de fronteras y el confinamiento han agravado las condiciones de estos residentes. Según el informe Situación de las personas en necesidad de protección internacional ante la COVID-19 publicado recientemente por CEAR (la Comisión Española de Ayuda al Refugiado), esta crisis sanitaria ''ha tenido un impacto claro en la movilidad, poniéndose en cuarentena uno de los pilares básicos del proyecto europeo como es la libre circulación de personas'' y reintroduciendo controles inauditos en los 35 años de la Unión Europea.
''Ha afectado notablemente las entradas a territorio europeo, pero a su vez ha cronificado algunas situaciones complejas a las que ya se enfrentaban las personas solicitantes de protección internacional en territorio europeo'', continúa, ''durante los primeros meses de 2020, los datos relacionados con las personas que buscaban refugio en los países de la Unión Europea mostraban una situación bastante parecida a los años anteriores, con una ligera tendencia al alza''.
Las solicitudes presentadas en febrero de 2020 -mayoritariamente de personas procedentes de Siria, Afganistán, Venezuela y Colombia- suponían un incremento interanual del 14%. Parte de este crecimiento venía dado por un aumento de la situación de tensión en la frontera entre Grecia y Turquía. Sin embargo, la epidemia de covid-19 modificó ''radicalmente'' el panorama, tal y como apuntan en CEAR: ''En el mes de marzo de 2020 (último mes del que se dispone de datos oficiales), la caída de solicitudes de asilo se sitúa en un 43%, con unos 34.700 casos''. La cifra más baja desde 2014.
Según las estimaciones de la Oficina Europea de Apoyo al Asilo (EASO), a finales de diciembre de 2019 había unas 911.885 solicitudes de asilo en la UE pendientes de resolución, la mayoría en primera instancia. Alrededor del 80% se concentraba en solo seis países, incluidos España, Grecia e Italia. ''El acceso a recursos médicos es limitado. Y en algunos puntos del territorio griego, además, esta situación ha servido para reactivar el discurso de odio. La situación en Grecia no sólo refleja el mal estado de salud del refugio en el país, sino el mal estado de la solidaridad en el proyecto europeo. Los Estados miembros llevan sin dar respuesta a las necesidades de reubicación de las personas que malviven en estos espacios desde 2015'', anotan.
Marco Sandrone, coordinador de Médicos Sin Fronteras (MSF) en el campo de Moria, relata lo mismo por teléfono: ''Falta de todo. Hay un 40% de gente especialmente vulnerable y hay que rebajar el riesgo de enfermedad, aunque la pandemia no justifica la situación previa de los campos'', alega. ''El alto riesgo viene de lejos' y no podemos ignorar el peligro prolongado de quien está aquí''. Según el coordinador de MSF, el Gobierno heleno no toma ninguna decisión al respecto y la UE se desinteresa.
''Ignoran que aquí hay gente que lucha cada día por la supervivencia. Que les puede la ansiedad. No comen, no duermen. Llegan aquí con la última gota de esperanza y la pierden. El ánimo se deteriora y yo me pregunto si los políticos se plantean si estas condiciones de vida son las que merece un ser humano'', sentencia Sandrone, en alusión a lugares como las Termópilas, donde se libra otra batalla distinta. A pesar de que haya quien solo vea la que ocurrió hace 2.500 años o quien solo vaya a remojar los pies.
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