Este artículo se publicó hace 2 años.
Los sueños rotos de Melilla duermen entre cartones en Casablanca: "Mi hermano murió en la valla"
Gran parte de los migrantes detenidos durante el salto y en las redadas posteriores en los montes de Nador fueron desplazados a cientos de kilómetros al sur tras el trágico salto en Melilla. Ahora deambulan por la periferia de Casablanca, muchos con las heridas aún frescas.
Jairo Vargas | ENVIADO ESPECIAL
Casablanca (Marruecos)-Actualizado a
De tantas veces que se ha saltado, el muro de hormigón se balancea desde la base con solo apoyar el pie. Una vez dentro llega un olor de orines y basura que aumenta según se apartan las ramas de la higuera y la maleza. Hay montones de ropa hecha jirones, vaqueros renegridos, trapos manchados de sangre seca, camisetas desgarradas. Todos se han cambiado allí con las viejas prendas, nuevas para ellos, que les ha dado una asociación de la iglesia, dicen. En sus caras solo hay derrota, en el mejor de los casos. En los peores, heridas que aún supuran, vendajes con mugre en cabezas, manos y piernas, cejas con puntos de sutura, frentes abiertas por los golpes y ojos rojos que miran entre curiosos y asustados.
El gentío se va apartando despacio, pero el chico se queda inmóvil y en silencio. Si le preguntas responde, aunque está tan nervioso que sus compañeros tienen que ayudarle a encontrar las palabras. Se llama Mohamed Abdelbsad. Tiene 17 años, los ha cumplido hace muy poco. "Mi hermano murió saltando la valla de Melilla", logra decir al fin. Está seguro, porque lo vio con sus propios ojos. Lo vio cuando los gendarmes marroquíes lo llevaron a la explanada junto a la valla donde apilaban los cuerpos, inertes o doloridos, de los refugiados que no lograron entrar en Melilla el fatídico viernes 24 de junio. "No me dejaron acercarme. Se lo pedí por favor a los gendarmes. ¡Es mi hermano!, yo les gritaba, pero no me dejaban moverme", dice el chico.
Salieron juntos de Sudán hace más de dos años. En un campo de refugiados de Darfur, en Sudán, siguen su madre y los dos hermanos que aún conserva. Su padre murió cuando era niño, más niño que ahora. Lo mataron las milicias rebeldes de una guerra que para él ha sido siempre lo cotidiano. "Por eso decidimos irnos. Nunca nos hemos separado. Solo una vez, cuando intentamos cruzar en barca a Italia. Y ahora para buscar un sitio por el que cruzar la valla", apunta. "Me he quedado solo", lamenta entre la multitud de compatriotas que se desperdigan en las calles de Casablanca, a 500 kilómetros al sur de Nador, donde han sido alejados forzosamente tras la intentona.
Los hermanos Abdelbsad trataron de saltar la valla de Ceuta 21 veces y otras seis la de Melilla desde que llegaron a Marruecos el pasado agosto, atravesando Argelia a escondidas. Este ha sido su último salto juntos, pero su madre no sabe nada. Solo ha hablado cuatro veces con ella desde que se marchó. "No voy a ser capaz de decírselo. No tengo fuerzas", asegura. "Sé que murió. Lo reconocí por la ropa. Tenía los ojos cerrados y no se movía. Quería pensar que estaba vivo, pero al final los marroquíes empezaron a separar a los vivos de los muertos. Y a mi hermano lo pusieron con los muertos. No sé cuántos había, eran decenas".
No se quiebra. No parece dolerle todavía. En realidad, no ha tenido mucho tiempo para asimilarlo. Dos horas después de que lo cogieran y le ataran las manos a la espalda con una brida, los gendarmes marroquíes lo metieron en un autobús que no se detuvo hasta llegar a la localidad de Chichaoua, todavía 400 kilómetros más al sur de Casablanca. Allí dejaron a centenares, ilesos o heridos.
Lejos de la frontera con Ceuta y Melilla que Marruecos ha prometido proteger a cambio de paz diplomática, fondos europeos y el visto bueno del Gobierno español a sus planes para el Sáhara Occidental ocupado. Pero muchos han regresado a Casablanca, al cabo de los días, caminando, haciendo autoestop o en autobús, si alguien les da dinero para el billete.
Duermen en cartones en el suelo de lo que una vez fue una escuela, pero también en aceras, en parques y descampados, en las puertas de estaciones de los barrios pobres. No están escondidos, dicen. Están a la vista de todos, a la vuelta de cada esquina, desparramados en la vía pública, sin nada que hacer más que esperar.
Nadie los mira, nadie les habla. No les dan comida ni trabajo. Pero la Policía los deja estar aquí. Es el pacto tácito que han sellado desde hace un tiempo. Les dejan las calles de las ciudades para que no estén en los montes cercanos a España. Lo dicen casi todos, palabra por palabra. Pero ellos siguen organizando su entrada, porque les va la vida en ello. Y cuando fijan una fecha, empiezan a acercarse a las montañas del norte. Los que no lo logran son enviados al sur, y la rueda macabra que les niega Europa sigue girando y ellos siguen muriendo, muchas veces sin que quede rastro de su paso por el mundo.
Jalal Jamal, también sudanés, también de 17 años, ha estado muy cerca de la muerte. En sentido literal y metafórico. Una brecha enorme llena de puntos le surca la frente aún inflamada. Pero eso no es nada. Se descubre la camisa de cuadros y solo hay cicatrices en su cuerpo desnutrido. Las del último intento se encabalgan con las anteriores. Las hay producto de las torturas en un centro de detención libio, las hay de cortes viejos de otros saltos. Y están las raspaduras recientes, con la costra ya soltándose, de la última caída, casi dentro de Melilla.
"Estaba trepando la segunda valla, pero los marroquíes tiraron de mis pies y me di con la cabeza en la alambrada", dice. Luego llegó la lluvia de palos. "Me arrastraron. Había muchos gases lacrimógenos. Me desorienté y me pegaban todo el rato", describe. Afirma que es uno de los cuerpos que sale en esos vídeos dantescos que fueron circulando horas después.
Cuando volvió en sí, en la ambulancia, ya había un cadáver a su lado. No sabe por qué murió, solo que tenía "la cara llena de sangre". "Me llevaron al hospital de Nador y me cosieron muy rápido. Estaba lleno, había mucha sangre y mucha gente", narra. Vio otro cadáver allí, pero le cosían sin anestesia y el dolor no le dejó fijarse en nada más. "Cuando acabaron me llevaron de vuelta a la valla. Me metieron en un autobús y me llevaron a Chichaoa. Había muchos heridos graves junto a mí. No sé cuántos. Los gendarmes no nos dejaban girar la cabeza. Había que mirar al suelo". Fueron diez horas de camino.
Todos los testimonios coinciden. Murieron más de los que dice Marruecos. También más de los 37 que contabilizan algunas ONG. Y hay que añadir los que han ido muriendo con el paso de los días en los hospitales. O tras ser abandonados en medio de la nada. O en el mismo trayecto hacia la nada. Varias personas aseguran que hubo fallecidos en los traslados. "El autobús se para en un pueblo y bajan el cuerpo. Nosotros seguimos y nadie se entera de nada", asegura otro chico joven con el brazo en cabestrillo y una vieja muleta en la que aún puede apoyarse.
Los que no pueden moverse yacen tapados con manchas sobre colchones infectos, a cobijo de la noche en las viejas aulas de una escuela. No hay cristales en las ventanas. No hay agua ni comida. No hay medicinas ni atención sanitaria. Algunos llevan una semana allí, pero otros, como Jamal, viven en este edificio desde hace siete meses.
Es su campo base entre intento e intento. Pensó que no encontraría nada peor que Libia, pero al menos allí, dice, a veces se podía encontrar un trabajo mal pagado con el que ahorrar y subirse a una patera. Pero tantas veces son interceptados en el mar y devueltos y tantos riesgos entraña para ellos el simple hecho de salir a la calle que no vio más salida que la ruta hacia el norte de Marruecos. "Aquí no te puedes ganar la vida, no puedes trabajar. No hay interacción con los marroquíes", resume.
Pasadas las diez de la noche ya no se ve nada entre los muros de la vieja escuela. Varios refugiados advierten de que el barrio es el peligroso, al menos para quien tiene algo digno de ser robado. Los taxis por aquí, dicen, dejan de pasar en pocos minutos. El muro vuelve a moverse con solo apoyar el pie. No va a durar muchos más días erguido.
En la calle alumbran las farolas y los niños con chilaba juegan al fútbol en la puerta de su casa. Mohamed Abdelbsad les observa cogido de la mano de un compañero. "Me arrepiento de todo. No sé si volveré a intentarlo. Muchos de los que están aquí lo van a hacer, pero yo he pagado un precio muy alto", reconoce. "Europa para mí ya no sería igual. Si cruzo lo haré muy triste", añade.
Ni siquiera intentará recuperar el cuerpo de su hermano. "No tengo ningún papel, ningún documento. Aquí no tenemos ningún derecho, ¿por qué iba a tener el derecho de enterrar a mi hermano?", insiste. "Lo he perdido todo. Nunca debí haber salido de Sudán", apunta. Solo eran dos niños que escapaban de la guerra.
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