Tristán de Acuña, la utopía igualitaria en una isla en el fin del mundo
La isla de Tristán de Acuña es, dicen, el lugar más aislado del mundo. Fue allí, a miles de kilómetros de cualquier otro sitio habitado, donde comenzó en el siglo XIX una utopía igualitaria que aun subsiste, con modificaciones, a día de hoy. Esta es su historia.
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Mires donde mires... océano. Agua y agua.
Mires donde mires.
Cuentan que si es uno de los lugares más aislados de todo el mundo. Perfecto, quizá, pensó alguien. Perfecto para iniciar algo parecido a una utopía, algo parecido al comunismo. Solo que faltaba un añuco para que naciese Marx. Y que aquello tampoco salió del todo... Un misterio dentro de un enigma. La isla de Tristán de Acuña.
Lo primero es el nombre. Porque Tristán de Acuña es como le decimos en castellano, pero su primera denominación fue Tristão da Cunha, por su descubridor. La denominación oficial, hoy, se escribe como Tristan da Cunha, que los ingleses son así, dejan las cosas a medias. Digamos que está en el Atlántico sur, en un sitio... en fin, en un sitio bastante inaccesible. ¿Recuerdan la isla de Santa Helena? Sí, donde mandaron a Bonaparte porque allí ya no metía miedo, de tan aislado que estaba. Santa Helena, cul de sac. Pues bien, Santa Helena es el lugar habitado que más cerca cae para Tristán de Acuña, y el viajecillo gasta sus buenos dos mil kilómetros. Esos son los vecinos, imaginen. África cae a dos mil ochocientos kilómetros, América del Sur a más de tres mil...
Vamos, que aislamiento. Tristán de Acuña son tres islas, pero solo la más grande (redonda, un volcán inmenso como axial, acantilados amenazadores) tiene población. Las otras dos gastan nombres como para escribir novelas, porque se llaman Ruiseñor e Inaccesible. Lo juro. La populosa tiene entre doscientos cincuenta y trescientos habitantes, depende de si vino el año malo de andancios. Todos viven en la capital, que lleva por nombre Edimburgo de los Siete Mares, y gasta el gentilicio más molón que ustedes imaginar pudieran, pues sus vecinos son heptathalassoedimburgueses. Eso sí, ellos le dicen solo El Asentamiento (The Settlement) o El Pueblo (The Village) porque tampoco hay mucho donde equivocar... Ah, pertenecen oficialmente a Gran Bretaña, que es muy Gran Bretaña de tener este tipo de cosas anacrónicas por ultramar, ya saben.
Yo supe de Tristán por el maravilloso Atlas de Islas Remotas, escrito por Judith Schalansky y traducido por Isabel G. Gamero (Capitán Swing & Nórdica Libros, 2013), que es una invitación a soñar, a paladear historias, a recorrer con la yema del dedo índice mapas, dibujos y amaneceres. Allí, entre historias con Darwin, repúblicas que prohíben la ropa (y donde tienen lugar diversos asesinatos, a saber dónde guardarían el arma homicida) y "ombligos del mundo", destaca el asunto con Tristán de Acuña. Porque si en un atlas de islas remotas se llama a esta la isla más remota... en fin, que tiene su relato. Pero es que hay más, mucho más. Utopía, ojo.
Pero empecemos por el principio. Tristán de Acuña fue descubierta en 1506 por un marino portugués de nombre, a ver si adivinan... Tristão da Cunha. No pudo desembarcar, porque andaba la mar revoltosa (allí anda mucho la mar revoltosa, según parece), pero ya que estaba cerca pues le puso su nombre a la ínsula, que tenemos hidalguía sobrante. Después... a ver, cómo explicarlo... elipsis. En el sitio no vivía nadie, y tampoco es que interesase demasiado a las grandes potencias, porque por allí pasaban barquitos de Pascuas a Ramos y el tema del petróleo y el carbón era inexistente. Vamos, que, dicen las crónicas, que ingleses, lusos, castellanos, franceses y holandeses quisieron dominar el archipiélago, pero, creo yo, sería intención un poco de aquella manera, un poco "si sale, bien, y, si no, a lo que importa". Al menos hasta el siglo XIX.
Vale, volvamos a Napoléon, que siempre se vuelve a Napoleón. Seguro que saben más o menos su historia, ¿no? Desde Córcega hasta el Imperio, luego cae en desgracia y lo recluyen en la Isla de Elba, pero la Isla de Elba estaba demasiado cerca de la Europa Continental y Napoleón se fuga, y los ejércitos que mandan para apresarlo se le unen, porque tenía carisma como para ganar elecciones a delegado de curso, y todo aquello acaba en Waterloo, que muchos no recuerdan a Wellington pero todos saben quién es Bonaparte, y eso algo significa, supongo. El caso es que ya no iban a cometer idéntico error con el corso, y ahora le buscaron cárcel lo más lejana posible. Así que se les ocurrió Santa Helena. Sí, esa Santa Helena que estaba a modestos dos mil kilómetros de Tristán. Pues tan acojonados iban los ingleses con Napoleón que tuvieron eso en cuenta. Oye, no vayan a venirse aquí tres o cuatro barquitos galos y nos devuelvan a este peligro público hasta el Viejo Continente. Lo juro. Así que, a modo de prevención, decidieron poblar Tristán de Acuña. Y, ya que estaban, pues se lo adjudicaron como propia, que Albión es muy de hacerse estos asuntos.
A ver, no era la primera idea que tenían los british con Tristán de Acuña. Medio siglo antes, un tal Alexander Dalrymple propuso que los convictos presos en la isla de Norfolk y en la australiana Bahía de Botany fuesen trasladados a Tristán. Allí no necesitarán gobernadores, ni guardias, ni suministros, argumentaba. Solo les dejamos un saco de patatas y ya ellos que las cultiven. Ganamos todos. Ah, y si quieren carne pues... pingüinos. Y leones de mar, también leones de mar. Ya ven, perfecto, un resort. Por vaya usted a saber razones aquella idea quedó en el olvido.
En principio, la colonización, la de vigilar franceses, iba a ser temporal. Allí desembarca el H. S. M. Falmouth, bajo mando del capitán Josias Cloete, del vigesimoprimer regimiento de Dragones Ligeros, con cinco oficiales y hasta treinta y seis paisanucos del Ejército raso. La cosa es que algunos soldados fueron allí con sus familias, por tema de nostalgia, supongo. Y aquí empieza otra parte de nuestra historia.
Porque uno de los mozos, William Glass, encontró aquello lo suficientemente confortable como para decir: "Oye, mira, que me quedo". Tenía mujer, María Magdalena Leenders, y dos hijos. Junto a él se mantuvieron en la isla sendos miembros civiles de tan peculiar expedición: John Nankivell y Samuel Burnell. Eran masones, por si interesa el dato, y zarparon unas semanas más tarde, dejando tras de sí, como obsequio, un toro, una vaca y algunas ovejas. Hoy los descendientes de estos animales pastan en rebaños por toda la isla. Y así empezó todo.
Y es que Glass torna en gobernador, vale, pero también en una especie de mesías a un tiempo religioso y laico. Él dictaba las normas, él dictaba la moral, él hace y deshace. Ojo, siempre según el sacrosanto principio de la igualdad. Porque trescientos años más tarde de Tomás Moro, surgió en el Atlántico sur otra Isla Utopía. Aun no habíamos tenido comunas, ni falansterios, tampoco experimentos libertarios. Pero existía Tristán de Acuña. Que se reparta la tierra a partes iguales entre todas las familias que aquí seamos, dijo William Glass. Y que quede así por siempre. Un sitio totalmente aislado donde se siguen las leyes de dios y se vive en pie de igualdad... Como además hacía bastante buen tiempo pues... En pocos años se asentaron allí un total de siete linajes. Italia, Holanda, Escocia, Inglaterra y Estados Unidos, una mezcla curiosísima para tan pequeño lugar. Aun hoy todos los habitantes de la isla mantienen uno de esos siete apellidos primigenios.
Así que se pusieron a lo suyo. A sobrevivir. Tampoco nos vengamos arriba, porque el "protocomunismo igualitario" que hubo en Tristán de Acuña tenía un carácter patriarcal bien gordo, pero... Igualdad, integridad, misma extensión de terreno, mismo número de animales, partes iguales en las transacciones comerciales cuando algún barco pasase por allí en épocas jodidas, lo que es de uno de todos acaba siendo... Todo ello quedó fijado en una "miniconstitución" que Glass redactó el siete de noviembre de 1817, y que recibió el nombre de The Firm. Entre que la isla era parada regular para balleneros en el XIX, que los suelos se mostraron bastante fértiles y que por la costa pillabas langostas casi sin darte cuenta pues... esto empieza a funcionar. Aquello era Felsenburg, allí pudo vivir Julian Schnabel. Vale, teníamos el problema de las mujeres, porque solo William estaba casado entonces, pero eso se solucionó importando cinco voluntarias desde la cercana Santa Helena. Que dos fuesen hijas del mismo padre y la misma madre debió hacer el asunto un poco más complicado a nivel consanguíneo, pero no estaba el siglo XIX como para estas remilgueces.
Para cuando William Glass murió en 1853, de cáncer, el modo de subsistencia en Tristán de Acuña estaba perfectamente asentado, y allí vivían diez familias que sumaban ochenta y cinco seres humanos. Su viuda abandonó la isla (se piró para Connecticut), pero dos de sus descendientes quedaron, así que el apellido Glass siguió presente entre los acantilados y las nieblas en El Asentamiento. También su obra, su forma de organización, el desarrollo de esa sociedad igualitaria que tanto anheló. En Tristán de Acuña una asamblea, llamada consejo, decide cómo gastar el dinero comunal (obtenido, sobre todo, por la exportación de crustáceos), y dispone que un miembro de la familia con más necesidades obtenga el siguiente trabajo disponible. Todos curran por el bien común, todos se ayudan mutuamente, no hay nada que no se comparta. Y así habría de mantenerse durante más de un siglo...
Digamos que la vida en Tristán de Acuña cambió definitivamente el año 1961. Allá por septiembre, los doscientos sesenta habitantes empezaron a sentir cosas raras. Terremotos, por decirlo claro. Vamos, que ese volcán tan chulo que tienen en el centro de la ínsula se está poniendo tontorrón. Curiosamente nadie había bautizado la montaña hasta entonces, pero le pusieron Queen Elizabeth II cuando empezó a dar quebraderos de cabeza, que uno no sabe cómo tomar tal homenaje. En fin. Bueno, pidieron ayuda por radio y fueron rescatados por barcos sudafricanos, y luego la Royal Air Force los evacuó y se los llevó hasta tierras británicas (tierras británicas de verdad). A Calshot, cerca de Southampton. Estuvieron allí unos dos años.
Claro, tú no puedes venirte desde un espacio semianarcoide del Atlántico sur hasta la Inglaterra de los años sesenta y pretender que nada cambie. Y, efectivamente, bueno, pues choque con la sociedad de consumo. Y con otras cosas. La gripe, por ejemplo, que no tenían gripe allí, en Tristán de Acuña, y se cebó con los buenos mozos. Pero, sobre todo, la sociedad de consumo. Pensemos que en la isla no se usó el dinero hasta el año 1950, cuando abrieron allí una fábrica de conservas (fundamentalmente para langostas). Antes... pues trueque. No fueron pocos quienes se quejaron por tal cambio, no fueron menos los que parecieron asquearse con ese mundo tan gris que, les decían, era la civilización. En 1963, cuando la isla volvió a ser segura (salvo por los pepinos atómicos que los Estados Unidos lanzaban demasiado cerca, pero esa es otra historia) prácticamente todos los "hijos espirituales de William Glass" volvieron hasta sus muy iguales predios... Hubo una votación entre los ciudadanos heptathalassoedimburgueses con derecho a voto y los resultados no dejan dudas: cinco a favor de quedarse en Gran Bretaña, ciento cuarenta y ocho para volverse.
A día de hoy, en Tristán de Acuña continúan siguiendo, en parte, esos preceptos que dictó Glass. Todas las tierras son comunales, el volumen de ganado se controla para conservar los pastos, ninguna familia puede enriquecerse más que otras. Un asentamiento basado en la igualdad, una política que aun existe allí donde el mar enseñorea todos los atardeceres.
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