Otras miradas

Lejanías

Marina Merino Redondo

Graduada en Ciencias Políticas y Filosofía

Serie 450 de Renfe realizando servicio C7 en la estación de Aravaca.- SerrgioFdezz
Serie 450 de Renfe realizando servicio C7 en la estación de Aravaca.- SerrgioFdezz

Abro X, antiguamente conocido como Twitter. Veo un tweet relatando cómo hace unos días salía de un tren abarrotado a las puertas de Atocha una marabunta de gente, entre la cual había personas desmayadas, con golpes de calor, mareos o ataques de pánico. Paso a otro vídeo del mensaje por megafonía de un maquinista de Renfe justificando el retraso de su tren a los usuarios del vagón instándolos a poner una reclamación a su propia empresa, insistiendo en el deterioro que el servicio sufre día a día "por incompetentes que dirigen empresas que son de todos, afectándolos a ustedes como usuarios y a mí como empleado", a riesgo de que le abran un expediente.

Cambio a Google Maps y veo cómo tardo veinte minutos en coche en ir a Toledo, una hora y cincuenta y ocho minutos en transporte público, porque los residentes de los pueblos de periferia colindantes con otras comunidades debemos ir hasta Madrid para coger un transporte hasta esas otras provincias en vez de ir desde nuestras localidades como sí se podía hace décadas, porque ya no es rentable. El año pasado dejaron a Vallecas sin alternativa de calidad a su línea de metro y causaron graves consecuencias para la calidad de vida de sus vecinas. Las obras del Metro en la línea 7b han afectado a más de seiscientas viviendas en San Fernando de Henares.

El pasado septiembre veía un spot del Ministerio de Hacienda que narraba "Mónica vive en un pueblo y hace poco ha aceptado un puesto de trabajo en la ciudad porque puede ir y volver en tren y disfrutar de su pasión, la lectura". Creo que las "Mónicas" de la vida real tenemos que usar un servicio precarizado de transporte porque nuestro pueblo sufre la centralización en las ciudades y no podemos trabajar cerca de casa, aumentando nuestra jornada laboral y restando tiempo de nuestras vidas, y si leemos, lo hacemos para entretenernos, pero tenemos claro que un tren no es una biblioteca ni un sofá de casa. No disfrutas igual del último bestseller cuando estás como una loncha de queso en un sándwich preso, como cantaba Flos Mariae.

Durante los cinco años de mi doble grado, tardaba una hora y cuarenta y dos minutos en llegar a clase en hora punta, y dos horas y diez en hora valle, perdiendo cuatro días al mes en solo desplazarme a la universidad. Sé lo que es desayunar, comer, e incluso cenar, en medio de un vagón porque no tienes espacio ni tiempo para hacerlo en otro lugar, mientras tu alrededor te mira con cara de pena o asco, y acabar teniendo náuseas por hacer la digestión corriendo entre transbordos.


Bromeo con que maquillarme mientras medio vagón me mira con curiosidad es lo más cercano a la serie de videos de Beauty Secrets para Vogue que protagonizan todas las famosas al que podré aspirar como joven de clase trabajadora de la periferia. Me dan ganas de mirar a mis compañeros de viaje y anunciarles cuál es el siguiente producto en mi rutina para tapar las espinillas que me salen del estrés, porque no descanso, y menos cuando me faltan horas hasta para respirar al vivir tan lejos del trabajo o la universidad. Frente a mí también van dos señoras que se maquillan, porque las mujeres trabajadoras de periferia, entre todo lo que tenemos sobre nuestras espaldas, igualmente debemos cuidar nuestra apariencia para seguir manteniéndonos, que tiene que ver con eso a lo que llaman hoy "capital estético", viéndonos obligadas a dedicar el tiempo que requiere cultivarlo en el vagón, sin intimidad.

Veo a Óscar Puente, ministro de Transporte y Movilidad Sostenible, insultar al presidente argentino y me pregunto por qué le importa más lo que piensa alguien que reside cruzando el Atlántico que miles de ciudadanos que viven a diez, veinte, treinta o cuarenta kilómetros del centro de las ciudades más importantes de España y dependen de su gestión. Supongo que insultar es más barato que poner medios y recursos para que la clase obrera no pierda la vida en el transporte, además de en el trabajo.

Burlarse de alguien a diez mil kilómetros, aun con motivos, es más rentable que diseñar trazados que no solo vayan de casa al trabajo y del trabajo a casa, o de casa al estudio y del estudio a casa, que poner mejores medios, más trenes, más trabajadores de conducción, servicio, asistencia y mantenimiento, que escuchar las reclamas históricas de las ciudadanas de la periferia. Esos mismos vecinos tenemos, mínimo, una triple jornada: el trabajo, el hogar y el tiempo perdido en el transporte. Lo que dedicamos a las esperas, retrasos, averías o transbordos, lo perdemos en vida. Lo que nos ahorramos en alquiler en el centro, lo pagamos con nuestro tiempo y nuestra salud. Las quejas no cruzan el techo institucional, solamente escupimos y cae en nuestras caras, o más bien, en la de los trabajadores de Renfe, Metro, Rodalies, EMT o Adif, que tienen que soportar diariamente a usuarios comprensiblemente quemados mientras recuerdan, detrás de la ventanilla, que ellos tan solo están trabajando y lo sufren igual.


Gente más privilegiada que tú te pregunta, tan ignorante que resulta insultante, si has pensado en mudarte a un lugar más cercano. Creo que nadie que pudiera permitirse vivir más cerca en condiciones dignas decidiría meterse tres horas entre vagones por placer. Ahí fuera hay gente con gustos de todo tipo, pero dudo que casualmente a todos los millones de ciudadanos de periferia y ciudades dormitorio que rodean las grandes urbes les vaya el sadomasoquismo. Lo hacemos generalmente porque no tenemos más remedio.

Tampoco considero que a mucha gente le interese dejar todo su sueldo en una habitación compartida, diminuta y que se cae a cachos para poder dormir al lado de donde trabaja para poder, a fin de cuentas, vivir para trabajar. E incluso, algunos lo hacemos porque queremos seguir viviendo en el lugar donde nacimos, al que también, por cierto, llegaron nuestros abuelos desde esa España vaciada en el éxodo rural porque en sus tierras no había trabajo. Sin embargo, cada vez es más difícil quedarse en tu localidad si todos tus amigos se mudan al centro para trabajar, si ya no queda industria en tu ciudad porque se ha ido a la capital convirtiendo tu pueblo en un parque de atracciones para turistas si tienes suerte, o un pueblo lentamente inhabitado si no la tienes, si debes afrontar el transporte que te exprime el alma cada día, si todas tus ofertas de ocio, estudio, trabajo y socialización quedan, en definitiva, engullidas por el agujero negro que en mi caso cuando hablo es Madrid (y siendo consciente que otras comunidades lo tienen aún peor).

Cuando no duermo, entro en Idealista más de lo que me gustaría reconocer, considerando mi nula capacidad actual de independizarme, creo que ya por puro morbo. Veo pisos recién construidos en nuevas ciudades dormitorio, algunas encima de lo que eran vertederos por mínimo tres riñones, en lugares donde ni siquiera hay vías construidas para viajar al centro neurálgico de producción. Pienso en los objetivos 2030 y las políticas verdes de hombres grises que se golpean el pecho pensando que salvan el planeta. En realidad, la mayoría de nosotros debemos endeudarnos para coger un coche que contamina el triple y en ocasiones ni siquiera podemos meter en el centro para poder tener más tiempo, o que necesitamos tener como condición para irnos a una nueva localidad lejana pero con vivienda menos cara, un lugar sin historia, ni mucho menos vida vecinal, sin espacios alejados del consumo (o incluso algunos, ya directamente sin consumo) donde aún no existen líneas de transporte habilitadas (y que siempre te prometen para venderte la obra).


Me entristezco mientras observo cómo mi árbol genealógico pasa por el éxodo hacia una cadena de localidades cada vez más cercanas al sumidero de la gran ciudad. Pronto nadie, salvo los turistas, los privilegiados y los creadores de contenido, habitará o más bien, performará en las calles y montes en los que mi gente ha pasado sus vidas. Entretanto, yo seguiré derritiéndome escribiendo este artículo en este cercanías, mientras mis rodillas sudadas tocan el bolso de polipiel de una señora o se ven apretadas por el manspreading de algún imbécil al que no tengo fuerzas de regañar hoy.

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