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"Algunos obispos tienen ensoñaciones nacionalcatólicas"

El historiador ferrolano publica ahora la biografía más completa e intensa de Manuel Azaña, el político que mejor encarnó los avances de la Segunda República española

JUANMA ROMERO

En ocasiones, algunas biografías, aun aquellas intensas, de 500 páginas, quedan “cojas”, parcialmente desnudas, “hinchadas” en ciertos pasajes, semidesérticas en otros. Santos Juliá (Ferrol, 1940), historiador, sintió ese vacío tras lanzar en 1990 Manuel Azaña. Una biografía política.

Necesitaba revisitarlo, indagar en los papeles que se creían perdidos, releer los ensayos, artículos, discursos, diarios de quien fuera presidente del Gobierno de la Segunda República (1931-1933 y 1936) y, posteriormente, jefe del Estado (1936-1939). Ahondar en su infancia, su juventud, su tensión permanente con la literatura y su persecución durante el exilio, acabada la Guerra Civil. Llenar su biografía, y en ello se ha volcado Juliá durante diez años hasta publicar en Taurus, esta semana, Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940). “No lo hago por lo de la memoria histórica, que soy historiador de la II República desde hace 35 años. Necesitaba hacerlo, desquitarme. Pero Azaña ya no más, ¿eh? Ya acabé. A otra cosa”, bromea.

¿Qué le fascina tanto de Azaña?

La propia instauración de la República, como una fiesta, es uno de los grandes momentos de la historia española del siglo XX. Confluye lo mejor de mucho tiempo y Azaña encarna, primero, el intento de hacer democracia dentro de la Monarquía –durante su militancia en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez– y, después, la búsqueda de hacer democracia en la República. Tiene por encima de los demás una cualidad: la palabra. Deslumbró a quienes le oían. A mí me sigue fascinando. Y he hallado material suficiente para repensar su vida.

¿Repensarlo como político? ¿Se agranda su figura como estadista?

Se matiza. Azaña brillaba, ya de joven, por su poder de interpretar el presente en función de lo pasado y su valoración de lo que estaba en juego en cada momento. Apostó por el reformismo primero porque creía que el Estado era reformable. Luego se desengaña. En la República es capaz de mantener una alianza de republicanos y socialistas en torno a un programa, con la autoridad que le confería su discurso, su palabra, y con ella media con todos. Pero tiene una gran limitación: restó importancia a su oposición, no ganó aliados en el campo contrario: la Iglesia, el Ejército...

Trascendió el cortoplacismo, el regate corto de la política...

Sin duda. Era un político de Estado, no de partido. Azaña cree que el problema de España es de construcción del Estado, de democracia, y se aplica en ello con radicalidad: porque piensa que si los liberales del XIX no lo lograron fue por su transigencia y por la facilidad con que la República llegó el 14 de abril, todo un espejismo. Decía que España y República eran la misma cosa, y se confundió.

¿Qué ha descubierto de Azaña? Porque esa imbricación tan viva de literatura y política pesa.

Marca su infancia la muerte de sus padres y su abuelo. Pronto, lee todo y vuelca ese trauma en el papel, como una indagación de sí mismo. Lo hace, de modo fallido, en La vocación de Jerónimo Garcés (1904) y, ya con éxito, en El jardín de los frailes (1927). Ese interés corre parejo toda su vida a su preocupación por España.

Una implicación literaria que no existe hoy. Azaña dirigió de facto el Ateneo de Madrid, lo dinamizó.

Los tiempos cambian. Había más ósmosis entre el político y el intelectual. El Ateneo era el centro de la vida cultural, político... una extensión del Congreso. Azaña participa de ese mundo tan rico, activo, no retraído.

¿Su idea de la República ha muerto? Decía que “la República, como España, es eterna”.

Evoluciona. En su etapa reformista, cree que España es España, con Monarquía o República. El golpe de Primo de Rivera en 1923, en connivencia con el rey Alfonso XIII, le hace ver que no es posible democracia con Monarquía. Identificará España con República cuando, desde 1932, le acusen de destruir los fundamentos de la patria. Pero no, no es un legitimista, un doctrinario republicano. Se ve durante la guerra. Su plan es la suspensión de armas: cese de hostilidades, retirada de extranjeros y plebiscito. Que los españoles se den su régimen.

Innovó en sus soluciones políticas. El Estado integral, por ejemplo. 'La autonomía de Catalunya es una emanación natural de los principios que inspiran la República', afirmó. Defendía, si no el Estado federal...

No, Estado federal, no, sino Estado federalizante. Sabe que no es posible una España jacobina en esos años.

“España ha dejado de ser católica”, dijo en 1931. ¿Se adelantó?

No, forma parte de un discurso. La cultura ya no era católica, la sociedad estaba muy secularizada. Por eso había que adecuar el Estado.

Una fractura nítida Iglesia-Estado que no abordó la Transición.

Entendamos esa España: ¡Estaba invadida de órdenes religiosas que controlaban la educación! Ése era el punto de fricción más fuerte....

... todavía sin resolver, ¿no?

Es verdad, la Transición no hizo nada, al contrario. Inventó la escuela concertada.

¿Y no es eso un anacronismo?

Hay tensiones, pero con una diferencia: en la República la Iglesia cuestionaba la Constitución de 1931, la repudiaba. Hoy acepta la Carta Magna de 1978.

¿Se ha democratizado entonces?

La Iglesia se reconcilia con la democracia tras el Concilio Vaticano II... No digo que no haya movimientos involucionistas en el episcopado. Los hay, como hay cardenales y obispos con ensoñaciones nacionalcatólicas. Pero hoy serían barridos por las urnas, y entonces, en aquel quinquenio, gozaban de mucha fuerza.

Volviendo a Azaña, ¿fue temerario al reducir a charlas de café el fuerte ruido de sables de 1936?

Sí, pero no sólo él. La política se basaba en una confianza suicida. Sólo unos pocos como Indalecio Prieto vieron qué se avecinaba. Azaña creyó que, si se reventaba el grano, la situación sería manejable. ¡Qué error!

¿Y se esforzó al máximo para intentar involucrar a las democracias europeas?

Sí, sin duda, pero ellas pensaron en términos de seguridad colectiva, para frenar a Italia y Alemania. Veían marginal la guerra de España.

¿Ha manipulado la clase política actual la figura de Azaña?

Tanto Felipe González en 1982 como José María Aznar en 1996 airearon que leían los discursos de Azaña. Aznar tenía mucho interés para dejar constancia de su viaje al centro. Pero sí, algunos publicistas [de la derecha] quisieron llevar al presidente a un área donde él nunca quiso estar, la tercera España: Azaña rechazó rotundamente el golpe de Estado y fue leal a la República, aunque criticara lo que en ella veía en la guerra.

¿Reivindicar la III República hoy, en 2008, tiene sentido?

No, para nada, no hay déficit democrático. Nuestra Constitución recogió lo fundamental de aquel legado. En 1978 el dilema era dictadura-democracia, no la forma de Estado. Hoy el problema son los valores, la cultura cívica. Un presidente de la República tendría atribuciones similares a las del actual rey.

¿Y la memoria histórica? ¿Es pertinente removerla hoy?

Hay fosas ilegales, una reparación exigible al Estado, pero la Transición no fue amnésica, ni callada. Hubo que conquistar la democracia, y desde luego no se dio gratis. No sé qué es eso de la amnesia. No participo de esa visión del pasado. Que no cuenten conmigo.

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