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Malasaña, símbolo de represión

Sofocada la sublevación del Dos de Mayo, Murat ordenó el día 3 el fusilamiento de todos los apresados en la rebelión

SERGIO G. MARTÍN

“No creáis que vais a atacar a una nación desarmada y que no tenéis más que presentar vuestros ejércitos para someter a España”. Esta advertencia de Napoleón al Duque de Berg se la tomó al pie de la letra Murat. Una vez controlada la sublevación popular del 2 de Mayo, la despiadada conducta de las tropas se hizo sentir sobre la población de Madrid. Abandonados por los poderes y autoridades nacionales, la sociedad civil fue la principal víctima de la lección infringida por el Comandante de las tropas francesas. Sin embargo, el miedo buscado alentó la rebeldía.

Emulando el carácter ejemplarizante de los suplicios del Antiguo Régimen, Murat decidió teñir de sangre las calles de la capital. Su finalidad consistía en controlar la administración y el ejército, y castigar la osadía de los madrileños. Buscando la visibilidad pública de la represión, envió patrullas mixtas franco-españolas en cumplimiento de un decreto tan ambiguo como peligroso: fusilar a los apresados en la rebelión y a los que sean sorprendidos portando armas.

Las unidades del Ejército español que permanecieron impasibles ante la masacre de Monteleón, participaron en los sucesos de esos días. Esta conducta de obediencia plena a las autoridades galas, les supuso una felicitación pública del comandante francés. La impiedad de las tropas se unió al silencio de las clases privilegiadas que aplaudían tímidamente el orden recuperado.

Las decenas de prisioneros eran conducidos en grupos para ser fusilados. La Montaña de Príncipe Pío, el Paseo del Prado y el Portillo de Recoletos se convirtieron en el lugar de la infamia.

Sin embargo, pese a las conductas déspotas sobre la ciudadanía, las palabras de Napoleón acerca de la resistencia del pueblo español adquirieron mayor vigencia que nunca. Al terror impuesto durante esos días se respondió con las primeras formas de guerrilla. Lo que se convertiría en el mecanismo de defensa frente al invasor francés, se materializa en forma de lucha urbana en las calles de Madrid.
En la vorágine de sangre y miedo se gestó una de las leyendas que removió las conciencias del pueblo contra el Ejército francés: el fusilamiento de Manuela Malasaña. La historia y la imaginería popular la convirtieron en símbolo de la brutalidad represiva de los invasores, pero también, en un ejemplo de resistencia.

Los hechos se mezclan con la leyenda y las diferentes versiones van adquiriendo, cada vez, mayor contenido mítico. Se la sitúa en su casa de la calle San Andrés abasteciendo de munición a su padre, que dispara desde su balcón a las tropas galas que atacaban el Cuartel de Monteleón. Sin embargo, esta visión fantástica de una luchadora en el centro de la resistencia fue desmontada por las últimas investigaciones. Manuela era huérfana.

La reconstrucción de los acontecimientos que más podría acercarse a la verdad colocan a esta joven costurera de 15 años en el taller donde trabajaba, durante los momentos más conflictivos del Dos de Mayo. La dueña no dejó salir a sus trabajadoras hasta el atardecer, cuando los disparos habían cesado. Volviendo a casa, fue detenida por soldados franceses que intentaron abusar de ella. Ante la resistencia que opuso, unas tijeras que portaba se convirtieron en el pasaporte para la muerte.
Fue enterrada en el Hospital de la Buena Dicha y consta con el número 74 en la relación de víctimas que se conserva en los Archivos Militares y Municipal de Madrid. Los rostros de terror que persiguió Murat se transformaron en un grito contra los franceses.

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