Con los ecos del trauma de la pandemia todavía resonando, algunos de los que pasan sus vacaciones en el campo habrán vuelto a tener la tentación de hacer las maletas, dejar la ciudad y empezar una nueva vida, una vida rural. A ellos muy especialmente llegará la nueva película del cineasta chino Li Ruijun El regreso de las golondrinas. Una hermosísima historia de amor y respeto, de comunión del ser humano con los ciclos de la tierra y de reivindicación del humanismo que, además, da voz a los excluidos.

Estrenada en el Festival de Berlín y ganadora de la Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid, la película de Li Ruijun cuenta la historia de Ma y Cao, obligados a casarse por sus familias, que quieren deshacerse de ellos. El silencio y el rechazo que han vivido siempre termina cuando
emprenden una nueva vida en el campo. Juntos y en sintonía con la naturaleza construyen su refugio vital.

Esta historia desborda amor en el corazón, amabilidad y calidez. Rodada en el lugar donde nació y creció el cineasta, en la provincia de Gansu, donde viven muchas de las personas que le inspiraron, sobre todo agricultores de vegetales y grano.

"Creo que todo el mundo nace con un corazón puro, amoroso y completo". Son palabras de Li Ruijun, que, sin embargo, también advierte de que "la rápida informatización, urbanización y modernización trajeron cambios en la forma en que las personas se comunican e interactúan con el mundo.

Refleja la evolución continua de los seres humanos. "Muchas personas en las zonas rurales están experimentando estos rápidos cambios de manera más aguda, lo que a veces genera una sensación de alienación y desorientación".

Una forma de vida milenaria

La vida y la tierra son ejes sobre los que giran algunas grandes películas de la historia del cine, unas cuantas de ellas españolas. Muy recientemente Carla Simón se alzó con el Oso de Oro en Berlín con Alcarràs, donde mostraba la resistencia de una familia de agricultores catalanes enfrentados al final de su forma de vida, de una forma de vida milenaria.

Montxo Armendáriz firmó a mediados de los años ochenta la magnífica Tasio, donde la naturaleza de los bosques de la sierra de Urbasa era protagonista al lado de un hombre que trabajaba como carbonero y decidía quedarse en el monte, en soledad, en lugar de irse a vivir a la ciudad.

Contra la codicia y la voracidad de la globalización de las que habla Li Ruijun se alzaban los personajes de El olivo (Icíar Bollaín, 2016), película que descubrió a Anna Castillo y que desde la España rural reivindicaba, entre otras muchas cosas, la relación del ser humano con la tierra.

Unos años antes, en 1999, la cineasta se alzó con el premio de la Semana de la Crítica en Cannes con Flores de otro mundo (1999), retrato también de la vida lejos de la gran ciudad que apostaba por la tolerancia y la convivencia.

El tiempo en que se vive

La vida y el tiempo. No todo era fácil en la vida de los personajes de estas películas. Ninguna de ellas engañaba sobre los apuros que a menudo acompañan a los pequeños agricultores y ganaderos. En los largometrajes, la tierra casi siempre era acogedora y el enemigo muy a menudo era el tiempo en que se vivían esas historias.

La depresión del 29 en EEUU que expulsó de sus casas a miles de agricultores, a la familia de Tom Road de Las uvas de la ira (John Ford, 1940), desterrada de sus tierras por la sequía de Dust Bowl y por la miseria y la injusticia. "¿Cómo podremos vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo sabremos que somos nosotros si no tenemos pasado?"

El tiempo también, la larguísima historia de la agresión de Israel a Palestina, era el adversario perverso de Salma (la actriz Hiam Abbass), una viuda que defendía a capa y espada sus limoneros, en la linde con la casa del ministro de Defensa israelí.

Los limoneros (Eran Riklis,2008), ganadora del Premio del Público, en Berlín, era una muy eficiente fábula del vínculo del ser humano con la tierra.

Todos somos hijos de la tierra

Una conexión ancestral es lo que probablemente funciona en el subconsciente de los que deciden hoy alejarse de las grandes ciudades y reencontrarse con la naturaleza. Así lo hacían los personajes de la preciosa Días del cielo, con la que Terrence Malick ganó el premio al mejor director en Cannes en 1978 y en la que tres jóvenes abandonaban Chicago y buscaban una nueva vida en los campos de Trigo de Texas.

Salvar esa vida, que no era nueva, era su vida de siempre, era lo que movía a los hermanos islandeses de Ram (el valle de los carneros) (Grímur Hákonarson, 2015) a hablarse después de cuarenta años enemistados y en silencio. Harían lo que hiciera falta por proteger a sus queridos carneros.

Espiga de Oro en la Seminci, mejor película en Un Certain Regard en Cannes, la película era una muy especial defensa de la vida en el campo, de la naturaleza y de la convivencia de especies, entre las que el ser humano es solo una más de ellas. Todos somos hijos de la tierra. "La tierra trata a todos por igual, te permite empezar de nuevo, descansar, cultivar, cosechar amor y cosechar alimentos".