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Atlético: año cero, día uno

Á. L. MENÉNDEZ

Más allá de lo sucedido ayer en Hamburgo, la catarsis colectiva que vive el Atlético -y que se prolongará, como mínimo, hasta el próximo miércoles, día de la final de Copa- tiene que servir para cambiarle el paso a una entidad centenaria desnortada desde hace años. Es hora de arrancar la mala hierba victimista que brotó del fatalmente ingenioso calificativo de Pupa' acuñado por el presidente Vicente Calderón tras la fatídica derrota ante el Bayern en la final de la Copa de Europa de 1974.

Alentada por campañas publicitarias tan geniales como perniciosas, el poso de sufridor se instaló en las entrañas del club, engordó y acabó tapando el auténtico espíritu del Atlético. Para justificar el descenso a Segunda (año 2000), envolvió su grandeza en compasión impostada y encerró la gloria en un baúl de lástima y excusas baratas que contagiaron a buena parte de la masa social. Dejó de ser un equipo respetado, incluso temido y cualquier rival se cree con licencia para subírsele a las barbas.

Un silente grupo de veteranos jugadores de leyenda y un puñado de aficionados con memoria y coherencia ha mantenido viva la llama del verdadero sentimiento atlético. Ese fuego parece haber prendido estos días, avivado, paradójicamente, por Quique, un entrenador de origen blanco -ha habido y hay varios infiltrados madridistas, luego conversos, en las entrañas del Calderón- que ha sabido leer la historia y, sobre todo, transmitirla al mundo.

Y ha reforzado su discurso renovador con hechos. O, para ser exactos, con De Gea y Domínguez, dos chavales de la cantera a los que la afición se ha ido agarrando hasta convertirlos en icono de los nuevos tiempos. El espíritu del Atlético de siempre, el de verdad, tiene que florecer bajo la alargada sombra de esos futbolistas noveles y de los miles de jóvenes seguidores que descubren estos días la versión gloriosa y grande del club que aman.

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