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El monstruo era Franco

Javi Pulido, experto en fantaterror, interpreta la sociología que se subyace bajo las cintas de Profilmes, la Hammer española

Las películas de Profilmes reflejaban los miedos y fobias de los españoles.

Bajo las capuchas de los caballeros templarios, adentrándose en las cuencas de sus calaveras, subyacía la dictadura. Amando de Ossorio proyectó la atmósfera represiva del franquismo en La noche de las gaviotas, aunque los espectadores creyeran que sólo estaban asistiendo a una película de terror protagonizada por un pueblo sumiso que prefería sacrificar a sus hijas que rebelarse contra aquellos monjes guerreros.

Hasta que llega un nuevo médico a la localidad (o sea, la emergente clase media) y desafía a los abominables cruzados, trasunto del puritanismo franquista, la defensa de la castidad, la irracionalidad de los cultos atávicos, el caciquismo corrupto y la ley del silencio que imponía el fusil. En resumen, unos paisanos pacatos que hincan la rodilla ante la injusticia en vez de cuestionar el poder despótico.

“Esas producciones representaban los miedos y fobias de los españoles”, explica Javier Pulido (Madrid, 1976), experto en el llamado terror de pipa, el cine de bajo presupuesto que hizo temblar las salas de doble sesión en los estertores del régimen. Su interpretación sociológica de aquel celuloide, hecho con paladas de pasión y en condiciones precarias, reivindica un puñado de filmes ignorados o despreciados por la crítica que, en el fondo, ponían en solfa el imaginario inmovilista de la una, grande y libre.

El autor, musicómano y cinéfilo desde su palomitera infancia, apostó por dedicar una tesis doctoral que se le resistía a lo que terminaría convirtiéndose en libro: La década de oro del cine de terror español (T&B Editores). “En el trabajo académico había sido soberbio y categórico, porque la teoría que planteaba era muy arriesgada y nada científica, por lo que intenté matizarla antes de pasar por la imprenta”. Análisis, archivos oficiales, hemerotecas y los propios productores, guionistas, directores y actores sustentan su conjetura: el monstruo era Franco.

Los demonios de aquellos españolitos que venían al mundo (los guarde dios) también se manifestaron en algunos títulos de León Klimovsky o Paul Naschy, quienes consciente o inconscientemente plasmaron los temores de una sociedad aborregada bajo el yugo del dictador, pero también ante las puertas que comenzaban a abrirse para airear los armarios: desde la revuelta estudiantil hasta la inserción de la mujer en el mundo laboral. “El miedo a la figura femenina es patente, mientras que el sexo, aparte de sucio, resulta pecaminoso y condenable”.

Era un cine conservador, como conservadores eran los espectadores. Exorcismo (Juan Bosch), más allá de la posesión diabólica, muestra a unos hijos que se han convertido en monstruos a ojos de sus padres: “La chica es poseída por el espíritu de su progenitor, que vuelve del averno para sancionar la vida pecaminosa de la familia”. Una libélula para cada muerto (Leon Klimovsky), protagonizada por un vigilante que limpia las calles de chusma burguesa, refleja los peligros que acechan en las ciudades tras el aluvión de emigrantes del rural. “Es un fenómeno mimético, porque en realidad hay pocos temas originales”, apunta Pulido respecto al auge de las cintas protagonizadas por justicieros solitarios que hacen frente al aumento de la delincuencia tomándose la justicia por su mano, léase la América de Reagan.

Tal vez, junto a la saga de los templarios de Ossorio, El refugio del miedo (José Ulloa) es la película que mayor evidencia la cerrazón franquista. Un militar somete en un búnker antiatómico a varios supervivientes del holocausto nuclear, temerosos a salir de su encierro por lo que pueda pasar fuera: “Arthur, un militar de inferior graduación que encarna a la Unión Militar Democrática, ejerce con su asesinato de chivo expiatorio para mantener a raya a la población; mientras que el suicidio del padre Sheridan revela la pérdida del apoyo incondicional de la Iglesia católica tras la pena de muerte a Puig Antich y la homilía del obispo de Bilbao en defensa del pueblo vasco”.

Todo ello se gestó en las entrañas de Profilmes, la Hammer española, una productora que pasó del cine de autor al fantaterror por cuestiones económicas. Matesa quebró y el escándalo financiero se llevó por delante las subvenciones del Banco de Crédito Industrial, por lo que el negocio se reorientó al mercado exterior. “Para sobrevivir, había que hacer cintas muy baratas y exportables, lo que abrió un hueco al género”.

El declive llegó en 1976, cuando el destape, aunque Naschy, cuyo subconsciente también abordó la figura del tirano en El espanto surge de la tumba, “siguió facturando títulos contra viento y marea”, incluso poniendo dinero de su bolsillo. “Fue nuestro Boris Karloff, nuestro Christopher Lee y nuestro Tod Browning juntos. Ésa fue la suerte de los directivos: rodearse de gente que amaba el cine“.

Hasta entonces, burlar la censura había sido un arte, por muy burdos que fueran los censores. “Sólo cortaban escenas sexuales y sangrientas, pero no se fijaban en el subtexto de las películas”, afirma Pulido sobre las referencias veladas al dictador. “Claro que el público entonces no lo percibía, hasta que fue plasmado en estudios realizados en el extranjero”. Ya en los noventa, el género fue reivindicado en España, pero tuvo mala prensa: “Los críticos no tenían en cuenta que eran producciones hechas en tres semanas con dos duros. Hay que contextualizar cómo se hicieron para entenderlas mejor”.

Ésta es la breve historia del fantaterror español, que supo captar los miedos y fobias del pueblo que le tocó vivir. “En el fondo, un género muy conservador, donde todo se resuelve con la eliminación de la amenaza que desestabiliza el orden establecido”, concluye este periodista especializado en cine y música que siempre ha sentido empatía con los monstruos porque “se limitan a ser ellos mismos y a desafiar las convenciones de la sociedad biempensante”.

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