¿Por qué nos gusta ver cómo viven los millonarios?

No hay nada más resiliente a una crisis que los millones de un millonario. Puede que uno de sus activos se devalúe, pero no importa, otros dos o tres o cinco se revalorizan. Y es así como el número de milmillonarios en España crece más de un 15% desde la pandemia, mientras en Estados Unidos ha aumentado 6,7% desde 2000.  

Pero mientras la mayoría de los millonarios prefieren disfrutar de su inmensa riqueza en privado, para no hacer demasiado ruido y que alguien se pregunte si es legal tanta resiliencia, un pequeño puñado de ellos disfruta exhibiéndose: son la Tamaras, Georginas, Preyslers o María Pombo, cuyo documental ha estrenado recientemente la segunda temporada.

Si a ello añadimos una tendencia de la ficción a abordar la vida de los ricos, casi siempre desde una óptica satírica y poco realista, tenemos un conjunto creciente de programas, series y películas que siguen despertando el interés del espectador. Y entonces cabe preguntarse, ¿por qué nos gusta ver cómo viven los millonarios? 

Evadiéndonos de nuestra realidad 

Docuserie de Isabel Preysler en Disney+
Isabel Preysler en Disney+

Poner tierra de por medio con la realidad es una de las razones de ser de la ficción narrativa, pero también de muchos realities, especialmente aquellos que nos muestras situaciones que poco tienen que ver con nuestra vida cotidiana. Y para la mayoría de los espectadores, la rutina de un millonario se asemeja poco a la suya. 

Así que ver cómo un millonario usa un helicóptero como medio de transporte habitual mientras tú te montas en el metro es una forma de evasión de tu realidad, como quien mira en el sofá un documental sobre los inuit de Groenlandia o los tuaregs del Sáhara: personas cuyas costumbres son muy diferentes a las nuestras y nos facilitan escapar durante unos minutos de nuestro mundo. 

Somos curiosos 

En paralelo con el escapismo, la simple curiosidad también es un factor que cimenta el éxito de los programas de millonarios. Porque hemos oído hablar de los ricos, sabemos que existen, aunque no los encontremos en la cola del Eroski ni en el bar de Paco. Más allá de que les aborrezcamos o no (luego nos ocupamos de eso), sentimos curiosidad por sus vidas, como sentimos curiosidad por cualquier forma de vida diferente a la nuestra, especialmente cuando un halo de fascinación y misterio envuelven esas vidas. 

Nos encantan las emociones fuertes 

Imaginaos un reality que siguiera la rutina habitual de un notario, un procurador o un redactor de contenidos. Dale que dale a la tecla, ir al cole a buscar a un niño, pelar una manzana y un plátano, salir a correr entre descampados y siniestros edificios de oficinas y a dormir. Mañana más teclas y a pelar fruta. Tendría menos audiencia que un talent show sobre funcionarios de la administración pública.  

Pero la vida de los millonarios, al menos de los que pretenden exhibir su riqueza, promete emociones fuertes, y eso es fundamental para que cualquier programa triunfe hoy en televisión. Hasta un reportaje sobre la reproducción del caracol se aliña con música mayestática y recursos estéticos rimbombantes para seducir al espectador: todo tiene que parecer muy dramático y extraordinario, aunque no lo sea tanto en realidad, ni siquiera la vida de los ricos.

Voyeurismo 

Una pareja delante del ordenador - Fuente: Pexels
Una pareja delante del ordenador – Fuente: Pexels

Una de las razones por las que los programas de telerrealidad funcionan, aunque sean protagonizados por gente “normal”, es por nuestra tendencia a pegar el ojo a la cortina para ver qué está haciendo el vecino o a poner la oreja tras la puerta para tratar de escuchar con quién está discutiendo el jefe: nos gusta mirar sin ser vistos, de ahí el histórico éxito de las primeras ediciones de programas como Gran Hermano.  

Pero si bien los realities sobre personas corrientes viviendo situaciones extraordinarias han perdido fuelle, los de los “extraordinarios” millonarios mostrando sus costumbres rutinarias están de moda: como dijo aquel, un programa de este tipo nos permite ser como una mosca sobrevolando una mansión multimillonaria. 

‘¿Qué haría yo?’

Otro factor clave en muchas propuestas documentales, pero también de ficción, tiene que ver con el hecho de someternos a un reto diferentes a los que solemos vivir. Por eso nos ponemos en la piel de un protagonista que debe hacer todo lo posible para salvar a su familia o debe afrontar el engaño de su pareja. En el caso de los programas sobre millonarios nos sirve para preguntarnos qué haría yo si fuera Tamara, Georgina o los tipos de The White Lotus.  

¿Sería tan esto o tan lo otro si tuviera tanto dinero como estos personajes reales o de ficción? No, yo seguiría siendo igual que soy ahora, pero con mucho dinero… Eso es lo que nos solemos decir a nosotros mismos, como cuando nos ponemos en el lugar del político de turno y nos rasgamos las vestiduras ante el enésimo caso de corrupción. Si yo fuera político, si yo fuera rico, etc.  


Empobrecimiento social 

Cuando en la era Reagan de los años 80 la economía en Estados Unidos vivió una época complicada, se pusieron de moda las series sobre familias ricas como Dallas, Falcon Crest o Dinastía. La incertidumbre económica de la actualidad en muchos países occidentales, marcada por sucesivas crisis económicas, desde la financiera de 2008 hasta la pandémica y la inflacionista, ha derivado en un nuevo escenario crítico en numerosas economías.  

Lo dice hasta el banco mundial: “La desigualdad sigue siendo inaceptablemente alta en todo el mundo”. Los ricos siguen siendo a cada crisis un poco más ricos, y desde 2020 los progresos en la reducción de la pobreza a nivel mundial se han paralizado. En este este contexto, parece que la fascinación por el mundo de los millonarios vuelve a seducir a los espectadores. 

Envidia, venganza y ‘schadenfreude’ 

Película 'El triángulo de la tristeza'
Película ‘El triángulo de la tristeza’

Pero no solo nos fascinan los millones de los ricos o sentimos curiosidad por sus vidas extraordinarias, de vez en cuando, sobre todo a fin de mes, también notamos una cierta animosidad, por ponernos en modo eufemismo, por este pequeño porcentaje de la población que amasa tanta cantidad de riqueza.  

Sospechamos que tanta riqueza no puede conseguirse tan solo de forma lícita y que quién más quién menos se ha aprovechado de su posición dominante a nivel económico para afianzar dicho poder. Eso, como mínimo. Ya lo dice la escritora Alyssa Rosenberg en el New York Times: “la idea de que la riqueza es inherentemente corruptora ayuda a aliviar nuestra envidia”.  

Y es así como películas como Parásitos o El triángulo de la tristeza han triunfado recientemente al abordar la vida de los millonarios desde una óptica diferente a la condescendencia y el retrato más o menos banal y poco incisivo de los realities en los que son los propios personajes los que controlan en mayor o menor medida el producto.  

Entonces surge la denominada schadenfreude, un término alemán que designa la alegría o satisfacción por el mal ajeno, lo opuesto a la compasión. Y, lógicamente, si estás en el umbral de la pobreza cuesta ser compasivo con uno de los mezquinos millonarios que a menudo aparecen retratados sufriendo en las películas. Más bien lo contrario. 

Los ricos (de verdad) no salen por televisión 

Pero mucho nos tememos, aunque la ficción y los documentales sobre millonarios estén de moda, que la riqueza siga sin ser “comprendida” por nosotros, los parias del mundo. Pese al incontestable éxito de Parásitos, había algo que chirriaba en esa película ganadora de todos los premios habidos y por haber: era una sátira completamente exagerada sobre la vida de los ricos… y de los pobres, lo que pudo contribuir a que muchos espectadores que no quisieran o pudieran leer entre líneas equivocaran sus análisis. 


Ni todos los ricos son depravados, mezquinos, ensimismados, horteras, egoístas y estultos, ni todos los pobres son personas amorales cuya falta de posibilidades económicas los convierten en bestias desalmadas capaces de cualquier cosa para revertir su situación. El ser humano es un poco más complejo y poliédrico que eso, aunque desde un punto de vista narrativo funcionen tan bien los clichés. 

Pero esos clichés que pueden sentar más o menos bien a una ficción satírica no permiten analizar de forma realista ni en profundidad el conflicto social de la desigualdad, ni siquiera desde un punto de vista psicológico. Porque, ¿estás tan seguro de que si tú fueras millonario no caerías en las mismas tendencias censurables que vemos en los ricos de ficción? ¿Seguro que te mantendrías firme ante los fondos reservados si fueras político?

Sea como fuere, los “verdaderos” millonarios prefieren no protagonizar realities, porque disfrutan más de su dinero en privado. Solo los exhibicionistas (o lo que viven de la exhibición) suelen admitir cámaras en sus casoplones, salvo alguna excepción que busca, generalmente, transmitir al ciudadano lo “normal”, comprometidas y sostenibles que son sus vidas.

Pero el espectador, pegado a la tele como una mosca, sigue frunciendo el ceño: “no sé, no me parece muy normal ni sostenible tener 175 millones de euros de patrimonio y que yo no tenga ni para fulares con lo que guardo en su banco”.  



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