Otras miradas

Cómo el desarrollo turístico parte en dos el mito de un paraíso

María Fernanda Cruz Chaves

Periodista costarricense

Condominio construido en el cantón de San Joaquin de Flores en la provincia de Heredia, Costa Rica.- Anderes Velarde
Condominio construido en el cantón de San Joaquin de Flores en la provincia de Heredia, Costa Rica.- Anderes Velarde

Un feroz desarrollo inmobiliario expulsa en silencio a los habitantes de las playas más apetecidas de Costa Rica. En paralelo, desaparece el bosque, se intensifica la violencia y se resquebraja el mito de la democracia más estable de América Latina.

Dos monos congo se balancean sobre la cuerda que los lleva de un árbol al otro. No es exactamente una cuerda sino un cable eléctrico. Llegan al transformador y nos encogemos pensando qué hacemos si se electrocutan ¿A quién llamamos? Una mujer chilena está pintando su nuevo local de comida rápida y nos cuenta que acá, en playa Avellanas (Guanacaste, en el Pacífico norte de Costa Rica), los monos caen al suelo rostizados cada semana. Solo llaman a los centros de rescate cuando quedan vivas las crías.

Es peor con cada nuevo condominio: entre más construcción lujosa, más electricidad transportan los cables y más crías de congo quedan huérfanas, quemadas y en la calle. "Antes se movían entre las ramas de los árboles...pero se los cortamos", dice la chilena.

Fascinadas, dos mujeres y sus niños rubios salen de un restaurante frente al mar y sacan el celular para tomar fotos y videos de los congos en los cables eléctricos. Están viviendo la promesa idílica que les vendió Costa Rica: la selva frente al mar. Vaya a surfear y deje sus sandalias debajo de un árbol, no de una sombrilla. Tómese una piña colada con los pies en la arena. Compre una casa en la montaña con ocean view. No se preocupe, English spoken.


Las costas de Guanacaste son un ejemplo de la tendencia global a gentrificar ciudades y barrios, a volverlos "trendy" y, de paso, expulsar a su población originaria de una u otra forma. Sucede en todas partes en Latinoamérica. Por ejemplo, hay campañas para salvar a Ciudad de México de su excesivo encanto para extranjeros. Y en Guatemala, un artículo del New York Times describe a la lujosa Cayalá, en la capital, como ese paraíso para adinerados en medio de una ciudad violenta.

Pero Guanacaste tiene una particularidad: en 100 años podría ser prácticamente un desierto. Y es en paralelo a esa creciente desertificación empujada por el cambio climático que las selvas y playas se están llenando de condominios (o, como se regocijan en llamarle los agentes de bienes raíces, gated communities), nómadas digitales y casas de lujo vacías, a la espera del próximo húesped de airbnb.

Viví siete años en esta provincia y nunca lo había visto tan claro. Para llegar acá, transitamos una calle de lastre llena de huecos traicioneros que se esconden tras el polvo. Waze intentó colarnos a uno de esos barrios con seguridad privada y amplios campos de golf para salvarnos del camino indómito, pero no tuvimos éxito; el guarda nos explicó que hay que tener invitación de un miembro de la gated community o reservación en el hotel de lujo para usar la ruta asfaltada.


Por otro lado, en los pueblos cercanos encontramos lo que en cualquier pueblo de Costa Rica: casas de madera con sus gallinas y sus niños afuera, pulperías de colores, una plaza, dos señoras espantando el calor con el periódico mientras nos dicen adiós con la mano, aunque no nos conozcan. Conforme llegamos a la playa, hay anuncios de clases de surf, de yoga, restaurantes que te cobran $7 por un café (así, en dólares), nuevos condominios que prometen ser ecológicamente sustentables.

"¿Cómo pueden ser "sustentables" si son ochenta condominios con piscina? ¡Ochenta!", se cuestiona la chilena, que también trata de aprovechar los beneficios del rápido desarrollo de la zona, pero se preocupa de la forma en que sucede. Ella misma es el ejemplo de la paradoja de Guanacaste: la mayor fuente de empleo de la zona es también la que los deja sin casa.

Estamos en la provincia menos habitada del país, pero con la "intención de construcción" más acelerada. Es decir, en la que más se tramitan permisos de construcción –incluso más que en la capital, que es la más poblada del país–.

Uno de esos proyectos residenciales en Santa Cruz de Guanacaste se llamó a sí mismo, sin ningún tapujo, "El Enclave". Enclave: territorio que se rige bajo sus propias reglas y que a los centroamericanos nos habla de aquella época de cuasi esclavización bananera por la United Fruit Company que dejó poco más que destrucción de hábitats y vidas en la región.

En Santa Cruz justamente se concentra la mitad de toda esa construcción, pero el cantón mantiene índices de desarrollo humano muy por debajo de la media del país. ¿A dónde se va toda esa riqueza? En medio de ese boom inmobiliario, los habitantes –los que migran para trabajar en turismo, construcción o limpieza, y los que crecieron allí– viven con la zozobra de no saber si mañana llega el agua o no, aunque justo al lado tengan un campo de golf siempre verde. O las profesoras de colegios locales y personal sanitario de centros de atención primaria (EBAIs), a quienes cada vez se les hace más difícil encontrar alquileres razonables porque, quienes rentan sus casas, prefieren dividirlas en cuartos y maximizar ganancias.

A ello se le suman los niveles de violencia y homicidios, que se exacerbaron a cifras récord en el 2023 y que el gobierno de Rodrigo Chaves no ha logrado controlar. En la mitad de la semana despertamos con la noticia de que a las 7 a. m. ajusticiaron a un hombre en plena calle, a unos cuantos minutos de nuestro airbnb.

Los hijos de la profesora Ana Lucía Picado resumieron mis últimas líneas en una sola oración. "Mamá, ¡¿cómo se le ocurre ir a Nosara?! Ahí es donde matan gente a cada rato, es lejísimo y muy caro".  Ana Lucía es una de las cuatro profesoras que, según La Voz de Guanacaste, ya renunció al colegio público de Nosara, también en Guanacaste, uno de esos paraísos gentrificados donde alquilar un estudio cerca de la playa no baja de $2.000 al mes. Muchas profesoras ganan menos que eso.

Nada de esto ocurre por casualidad. En los años setenta, Costa Rica se planteó este modelo de desarrollo inaccesible para unos, paradisiaco para otros, con un proyecto ecoturístico en la Península de Papagayo. El proyecto se gestó desde paraísos fiscales y olvidó rápidamente varias de sus promesas con las comunidades cercanas. Desde entonces, el modelo sobrevive pero las desigualdades se disparan y las comunidades se resquebrajan.

La educación, la salud y el acceso a un ambiente ecológicamente equilibrado son los pilares de la democracia de Costa Rica, la más estable y duradera de Latinoamérica. Aquí, sin embargo, se vuelven mitos de un país que, muchos temen, se está desvaneciendo rápidamente. Y es inevitable preguntarnos si en sus pedazos de tierra más valiosos sobrevivirán solo nómadas digitales y millonarios extranjeros en sus gated communities.

Este texto es parte de la alianza de periodismo colaborativo otrasmiradas.info

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