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Corrupción en Brasil: lo que está fallando es el sistema

El 'presidencialismo de coalición' es un terreno fértil para el clientelismo y los favores políticos

NAZARET CASTRO

Pago de favores, sobornos, tráfico de influencias, comisiones irregulares, sobreprecios... Desde junio de 2011, en poco más de medio año, ocho ministros de Dilma Rousseff han caído. Siete de ellos, por un mismo motivo: estar envueltos en escándalos de corrupción política, que la prensa ha ido desvelando durante estos meses con una diligencia nunca antes vista. La defenestración del ministro de Ciudades, Mário Negroponte, se veía venir desde hace tiempo, después de que se hiciesen públicas las irregularidades cometidas en un proyecto de transporte en la ciudad de Cuiabá, una de las sedes del Mundial de 2014.

La presidenta no tardó en desvelar el nombre de su sucesor: Aguinaldo Ribeiro, perteneciente a la misma formación política, el Partido Progresista (PP). Antes de que Ribeiro asumiese el cargo, el diario Folha de São Paulo divulgaba que el nuevo ministro también había cometido irregularidades, como poseer emisoras de radio registradas a nombre de sus colaboradores. La noticia metía el dedo en la llaga: como tantas otras veces, rodaba la cabeza de un ministro, pero su partido conservaba el poder. Y pocas evidencias hacían pensar que el nuevo Ministerio fuese a estar más limpio.

Rousseff (PT) perdió a siete ministros por supuesta corrupción en apenas seis meses

Un estudio demostró en 2004 que el 70% del dinero que se blanquea en Brasil procede de presupuestos públicos. La sexta economía del mundo es el país más corrupto, después de China, entre los que poseen el mayor PIB. Ocupa el puesto 73º, de un total de 183 países, en el ranking de los más corruptos de Transparencia Internacional. La ONG califica al gigante suramericano con un 3,8 en un índice del 0 al 10 (donde el 1 es el más corrupto). Y eso cuesta dinero: entre un 1,4% y un 2,3% del PIB, según la Federación de Industriales de São Paulo (FIESP).

Demasiadas manos dentro del cajón del erario público: así se explica el déficit en los servicios públicos en un país donde se pagan impuestos al nivel de los países europeos (un 36% del PIB). Y, alertan los más críticos, la corrupción puede subir paralelamente al incremento de las inversiones con motivo del Mundial de 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016. El caso que hizo rodar la cabeza de Negroponte es un ejemplo. Antes, cayeron los ministros de otras dos carteras íntimamente relacionadas con los megaeventos deportivos, como son Deportes y Transportes.

Es un problema estructural. Varias características del sistema político y la legislación electoral brasileña han ayudado a que se generalizase la corrupción dentro de un modelo que los politólogos llaman 'presidencialismo de coalición'. Un Congreso exce-sivamente atomizado en el que la formación más votada, el Partido de los Trabajadores (PT), ostenta apenas 85 de los 581 diputados obliga al establecimiento de coaliciones amplias y no siempre coherentes. Una decena de partidos conforman la base gubernamental en el Congreso. Sin sus votos, el Ejecutivo se vería prácticamente bloqueado. Esa característica del sistema de partidos facilita la perpetuación de la venta de prebendas y favores.

La adjudicación de las carteras a los partidos responde a una frágil política de alianzas

Ese era el núcleo del mensalão (mesada o pago mensual), el gran escándalo de corrupción que en 2005 salpicó al primer Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, que al igual que Dilma pertenece al PT. Entonces, la prensa conservadora arremetió contra su partido, que en la campaña había considerado prioritaria la lucha contra la corrupción. Sin embargo, no inventaba nada nuevo: la práctica de pagar a los diputados por su voto era antigua en el Congreso.

Así se explican las paradójicas alianzas de un Gobierno en el que, a menudo, la elección de los ministerios que ocupa cada partido de la coalición tiene que ver con mantener el delicado equilibrio de la política de alianzas que garantiza la gobernabilidad, y no con la eficiencia ejecutiva o la coherencia ideológica. Además, no son pocas en Brasil las siglas con un nulo contenido ideológico: partidos que carecen de discurso político y que apenas aspiran a alcanzar el suficiente número de escaños como para entrar en esas coaliciones de poder. Empezando por el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), el segundo partido más votado en las elecciones de 2010.

Un Congreso atomizado y la necesidad de apoyos para gobernar fomentan la compra de votos

Si esto es así en el Gobierno federal, en los estados prevalece el clientelismo y el caciquismo: lo que llaman en Brasil coronelismo, el poder secular de las familias más poderosas. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que el estado norteño de Alagoas es territorio de la familia Collor o que Maranhão pertenece a la familia Sarney. Los especialistas señalan también como responsable de la corrupción a la financiación privada de la propaganda electoral, sin muchos controles. Y cada elección se desvela la práctica de la compra de votos, especialmente en las zonas rurales y en las favelas de las grandes ciudades. Por no hablar de otros detalles, como el gran número de cargos de confianza que los políticos pueden contratar: hasta 90.000 sólo en el Gobierno federal.

Dilma Rousseff, quien tras poco más de un año en el poder ostenta una popularidad del 72% ni el propio Lula tuvo una calificación tan alta al comienzo de su mandato, se ha beneficiado paradójicamente de los sucesivos escándalos. ¿Cómo? Transmitiendo a la opinión pública y sobre todo a las clases medias una imagen de rectitud, honestidad y firmeza contra la corrupción. Tal vez sea así, pero la presidenta no ha atacado las raíces del problema. Dima convence, pero no resuelve.

Si el sistema político favorece la corrupción, la impunidad la perpetúa. Aunque se ha avanzado un tanto en los controles, estos siguen siendo escasos e ineficientes. Y la Justicia a menudo es lenta y permisiva con ciertas actitudes de cuello blanco. En la práctica, pese a los ministros que han caído en los últimos meses, la impunidad es la regla: la solución, según el politólogo Fernando Filgueiras, está en las instituciones, no en la ética.

Si el sistema político brasileño favorece que exista la corrupción, la impunidad la perpetúa

La corrupción está enquistada en la sociedad brasileña, y no sólo entre la clase política. Abundan este tipo de comportamientos en todos los ámbitos de la Administración Pública, por no hablar de la corrupción en la Policía y el Ejército. Se trata de un mal secular que, para algunos expertos, parte de la colonización portuguesa. En el siglo XVI, esta dividió aquel inmenso territorio conquistado en las llamadas capitanías hereditarias: 15 vastas franjas en manos de 12 capitanes, muchos de los cuales nunca llegaron a pisar Brasil. La pesada herencia de latifundio y caciquismo perdura hasta hoy.

Algunos analistas señalan que algo sí ha cambiado: la población brasileña esa misma que eligió como diputado a un Paulo Maluff que se presentó a las elecciones con el lema de 'Roba, pero hace' comienza a ser más crítica con los comportamientos corruptos.

El movimiento de los indignados, que existe en Brasil aunque no haya tenido un seguimiento tan masivo como en otros países, tiene en la corrupción política su principal reivindicación. Y una nueva clase C la mal llamada clase media que, con las políticas asintencialistas de Lula, pudo acceder al consumo y a la educación universitaria se ha sumado en esta lucha a las tradicionales clases medias, que han sido el sector más crítico con la corrompida clase política brasileña.

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