Este artículo se publicó hace 14 años.
La Impunidad consentida
Reflexionaba Séneca: Hay cosas que no hacemos porque parecen imposibles, pero son imposibles porque no nos atrevemos a hacerlas.
Hasta hace pocas décadas parecía irreal que se establecieran normas para sancionar a los responsables de los más graves crímenes contra la humanidad. Lo normal, y naturalizado, durante toda la historia, fue su absoluta impunidad. Debió ocurrir el Holocausto para que, por vez primera, se estableciera un tribunal para juzgarlos.
El Tribunal Militar de Nüremberg, que fue severamente criticado por diversas razones: haberse constituido por las potencias vencedoras, establecerse con posterioridad a los hechos, crear un Estatuto especial para juzgar a los responsables, etc., dio sin embargo respuesta, aunque parcial y limitada, a la aspiración de justicia, abrió un fructífero camino e inició una nueva etapa en el Derecho Penal Internacional.
A partir del mismo, y debido en fundamental medida al tesón y exigencia de las víctimas, se multiplicaron tratados, resoluciones y recomendaciones, internacionales y regionales, destinados a la prevención y el castigo de estos crímenes y se constituyeron en esos ámbitos consejos y comisiones para la vigilancia y denuncia de las violaciones a los derechos humanos fundamentales.
Se crearon tribunales ad hoc que han dictado numerosas e importantes sentencias. Se establecieron también tribunales permanentes en distintos continentes y, más recientemente, la Corte Penal Internacional.
A pesar de los avances, la impunidad sigue esencialmente vigente
Siguiendo a Gastón Bachelard o Jacques Derrida podríamos decir que fue vencido un obstáculo epistemológico, que es el que dificulta o impide al pensamiento imaginar una realidad distinta a la que se tiene.
No es mi propósito analizar ahora las profundas limitaciones y condicionamientos que, a pesar de su importancia, tienen los instrumentos antes referidos. Sólo constatar que, a pesar de los enormes avances producidos en poco más de medio siglo, la impunidad sigue esencialmente vigente.
Una de las razones fundamentales que lo posibilitan desde el ámbito jurídico es la falta de castigo a quienes la promueven y consienten.
Ha sido y seguirá siendo objeto de discusión la naturaleza y el fin de la sanción penal. Sobre lo que no existe debate alguno es acerca de su necesidad por, al menos, dos poderosas razones:
En primer lugar, su efecto disuasorio: los denominados delitos comunes se siguen produciendo a pesar de que todas las legislaciones del mundo prevén una pena para quienes los cometen. Se multiplicarían si ésta no fuera aplicada efectivamente. Quienes perpetran este tipo de delitos saben que a la transgresión de las leyes que los sancionan seguirá ineluctablemente el castigo. Se lesiona un bien de quien comete un delito: su libertad, su patrimonio, su facultad de ejercer cargos públicos o administrar sus bienes, etc., como respuesta a la vulneración de otros bienes jurídicos que éste lesionó previamente.
Sólo excepcionalmente, por ineficacia de la administración de justicia u otras circunstancias ajenas al propósito de las instituciones de los Estados de dejarlas sin castigo, la sanción no se produce. Algo enteramente distinto, e inverso, ocurre en relación con los grandes crímenes contra la humanidad. Sus autores saben que lo más probable es que no sean castigados. No porque consigan sustraerse a la acción de la justicia sino porque en la mayoría de los casos, a través de distintos y deliberados mecanismos, quedan protegidos por la impunidad.
Esta es la realidad que tenemos: la sanción de los delitos comunes es tarea que, como fundamental, asume todo Estado. La no penalización de los crímenes más atroces, en cambio, es la regla.
Cuanto más grave es el crimen, más impunes resultan sus autores
Si con su punición efectiva se evita la proliferación de los delitos ordinarios, con la ausencia de sanción de los crímenes contra la humanidad se favorece su desarrollo. Ocurrirían en mucha menor medida si, como ocurre con aquellos, fueran castigados. El corolario es que, a cuanto mayor impunidad de los responsables de crímenes que lesionan a la humanidad, más crímenes.
En segundo lugar, la defensa y promoción de un valor social: cuando una ley penal establece una sanción para reprimir una conducta ilícita, ampara un bien que se entiende estimable. El que atenta contra el mismo lo hace contra un derecho respecto del cual existe el consenso social de que debe ser protegido. Si la ley no reprochara su conducta a quien lesiona ese bien, dicha conducta no sería antijurídica pero, además, el bien lesionado no sería, o dejaría de ser, valioso socialmente . La intención de la pena es, en este sentido, defender y promover el valor social de determinados bienes o derechos: a la vida, la libertad, la integridad corporal, la propiedad, etc. Si se reprime su vulneración es porque se los entiende dignos de ser defendidos. Si no fueran objeto de protección significaría que son desdeñables. De igual modo ocurre cuando la ley penal existe pero no se aplica.
Esto último es lo que sucede generalizadamente respecto de los grandes crímenes contra la humanidad. Existen leyes en cada país, y también internacionales, para castigar a sus responsables pero, o no se aplican, o sólo limitadamente, o en casos excepcionales. Se establece así un profundo disvalor social: el mensaje es que los derechos de las víctimas de estos crímenes y los de las sociedades que los padecen no merecen ser tutelados.
Es la impunidad la que favorece y perpetúa el crimen
Estas elementales constataciones producen indignación y desasosiego.
Cuanto más grave es el crimen, más impunes resultan sus autores; cuanto más importante es el valor social que hay que realzar, más se lo desprecia.
A pesar de la evidencia de que es la impunidad la que favorece y perpetúa el crimen, es tan reiterada y universal su práctica que parece estar en el orden natural de las cosas. Hasta quienes la establecen parecen no tener conciencia de que están delinquiendo. Es preciso hacérselo saber.
Las normas jurídicas vigentes tienen respuesta para sancionar a quienes al promover la impunidad prevarican y encubren los crímenes contra la humanidad. Sólo hace falta que se apliquen y para ello el primer paso es tomar conciencia de que se puede y se debe. Como siempre ha ocurrido, junto a iniciativas judiciales en distintos lugares, un amplio movimiento social es quien podrá garantizarlo.
En este sentido, de igual modo que sólo con el denodado esfuerzo de miles de personas y cientos de organizaciones de derechos humanos en todo el mundo fue posible el nacimiento de tratados y resoluciones que condenan los crímenes contra la humanidad, es fundamental lograr ahora el de instrumentos internacionales que de modo explícito declaren que la impunidad es un delito y que los responsables de promoverla o consentirla deben ser juzgados. Se daría así un gigantesco paso para combatir las masivas violaciones de los derechos humanos.
*Carlos Slepoy es abogado especializado en derechos humanos y ha trabajado en la querella interpuesta desde Argentina para que se investiguen los crímenes del franquismo.
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