Este artículo se publicó hace 14 años.
Lurín, el último valle verde de Lima
Este singular y apacible entorno ecológico conjuga playas, islotes y tierras agrícolas con una arquitectura milenaria y una excelente gastronomía.

Ubicado a unos 40 kilómetros al sur de Lima, el valle de Lurín es el mejor preservado de las tres cuencas fluviales de la capital peruana y pasa prácticamente desapercibido a ojos del turista, pese a albergar un sinfín de atractivos. Para los amantes de culturas milenarias están las ruinas de Pachacámac; para los aficionados al arte, estructuras coloniales muy bien conservadas, como la catedral; para los apasionados de la naturaleza, las playas y sus islotes; para los aficionados a la hípica, los caballos de paso; y, para las buenas bocas, unos exquisitos chicharrones de cerdo al estilo local.
En la difusión de estos y otros tantos atractivos trabajan las autoridades locales, que han puesto en marcha modestos proyectos para beneficiar a sus 96.000 habitantes y emprendedores locales, todo con el fin de revitalizar las economías domésticas y atraer a viajeros. El esfuerzo se ha materializado en la construcción de un moderno mirador para contemplar toda la extensión del valle, una serie de pequeños módulos gastronómicos a orillas de las playas y una nueva vía asfaltada donde se concentran 18 talleres de diversas artesanías.
Las ruinas de Pachacámac, dedicadas al dios
de los terremotos, tienen 1.800 años de antigüedadEn medio de este pequeño oasis se extiende en una zona árida las ruinas de Pachacámac, un conjunto arqueológico con restos de 1.800 años de antigüedad por el que han dejado sus huellas cuatro culturas diferentes, entre ellas la inca. Dedicado al dios Pachacámac (deidad de los terremotos), al complejo acudían antiguamente los gobernantes con sus ofrendas textiles, piezas de cerámicas y objetos de oro y plata en búsqueda de pronósticos meteorológicos, cuenta la guía Marlene Pachón. Uno de los tres templos del conjunto arqueológico, que en temporada alta recibe a más de 700 visitantes diarios, albergaba una representación del dios Pachacámac, que ahora tiene su réplica colocada en el mirador recién construido.
La implantación masiva de granjas de cerdos en la década de los 80 metamorfoseó el valle, que antes había sido productor de algodón y hasta enclave para la pesca de camarones (aunque curiosamente nunca tuvo ni puerto ni muelle).
Este distrito ecológico cuenta también con un centro de formación agrícola, que funciona además de granja interactiva, y conserva una gran hacienda, donde se crían los famosos caballos peruanos de paso, una raza confortable y oriunda de Perú, aclamada en otras latitudes. "Es un animal que resulta cómodo gracias a su forma de caminar, porque tiene la peculiaridad de andar lateralmente, mientras que los otros caballos trotan y caminan en diagonal", explica Marcos Canessa, de la Asociación Nacional de Criadores y Propietarios de Caballos Peruanos de Paso.
Además de albergar una de las barriadas más antiguas de Lima y de tener el primer puente colgante de metal en Perú, Lurín esconde una manzana repleta de artesanos, emigrados por la violencia terrorista vivida en la sierra décadas atrás y cuyos retablos se cotizan a 5.000 dólares la pieza.
Resguardados de un sol intenso, los lugareños permanecen a la expectativa de turistas para avivar sus negocios, mientras el valle intenta esquivar la llegada de más proyectos industriales, peligrosos para la preservación de este distrito ecológico. Una difícil tarea cuando la gran metrópolis le endosa las consecuencias de su desordenado crecimiento urbano y entorpece la conservación del llamado último valle verde de Lima.
Turismo de Lurín
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