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La noche que Luis colgó al rey

Recuerdos de las horas previas y posteriores a la final de Viena, adonde la selección regresa hoy

ANTONIO SANZ

No podía pensar que era él. La desconfianza que Luis Aragonés generó contra los medios aumentó de tal manera que se aconchó. Incluso pasó de tortuga a erizo. Tan distante se volvió, que le sobraba todo lo que no habitaba fuera de la expedición de jugadores y del cuerpo de infantería, sus leales del cuerpo técnico, médico y acompañamiento. Encerrado en su guarida, su habitación de concentración, respondió con monosílabos y malhumorado a una llamada telefónica. Le exasperó la voz que conducía la conversación. Era la del rey.

Juan Carlos I se comunicó con Luis la noche previa en que velaba armas para ganar a Alemania. No se fiaba. En lo más hondo de su ser, maldecía a quien creía un imitador. Pensaba que los periodistas no éramos capaces ni de respetar el descanso del seleccionador antes de una final. Por eso, no alargó la charla y colgó con pesar.

Estaba metido en cerrar la historia que escribía en su mente el guión que debía desarrollar al día siguiente en la última lección a los chiquitos. Así se refería Luis Aragonés a los 23 futbolistas que eligió para defender la roja en Austria. Esa tarde, había armado mentalmente la charla técnica con la que conectaría con el grupo. Si ante Rusia en la semifinal lanzó dardos envenenados al jugador del campeonato, Arshavin, aludiendo a los placeres que dan el juego, el tabaco y el alcohol, no dudó en repetir figura señalando ante los germanos a su futbolista franquicia: Ballack.

'Perdón, majestad, creí que anoche le estaban imitando'

Luis había decidido colgar las botas como seleccionador. Se sentía traicionado desde el Mundial de Alemania. Antes, durante y después de la derrota de Belfast, ya de clasificación para la Eurocopa, vivió arrinconado y decidió no someterse y dar un golpe seco para ganar. Apartó a pesos pesados Raúl y Salgado; antes, eliminó a Cañizares y se distanció del poder tras ser relegado del cargo, que ni siquiera llegó a ocupar, de director deportivo. Desde entonces, se dedicó a construir un equipo de club con camisola roja y calzón azul.

En los meses posteriores, se forjó la unión que provocó la fuerza del triunfo. En el vestuario, antes de desplazarse al centro de Europa, se armaron varias aristas. De una parte, Aragonés confió a Iker toda la capitanía. Compensó entregando los galones del juego a Xavi, un timonel con peso y liderazgo entre el nutrido colectivo de azulgranas. En silencio, aprobó el nombramiento de dos jefes naturales con poder desde la retaguardia: Marchena y Reina. Uno, para la experiencia; el otro, para la amistad.

Luis no dejó un cabo suelto. La sugestión que acompañó al Sabio antes de Innsbruck engordó el compromiso de los jugadores, hasta el punto de que lo vieron sufrir tanto que optaron por devolverle el cariño que, desde fuera, el periodismo y la sociedad, le robaban. El abuelo aumentaba nietos: acudir a vestirse de rojo ya no era considerado un marrón.

Ganar a Italia modificó el proyecto del campeonato. Era la barrera de cuartos que nunca se levantaba a favor. La tanda de penaltis atravesó una frontera más anímica que deportiva. Esa noche, el grupo fue consciente de que no era imposible alzar la copa. Cuando llegó al vestuario, sabía que restaban dos relevos para la meta y cantar victoria. Los jugadores se dieron cuenta de que eran capaces de modificar la historia. La autoestima creció y la frase de 'ahora ya somos capaces de cualquier cosa' conectaba de boca en boca.

El estilo que Luis sembró sobre el verde contó cada vez con más adeptos y más fieles en el camerino. Por eso, ni la lesión de Villa mermó la fe. Nadie se arrugó. Ninguno se rindió. Todos sabían que estaban ante una oportunidad irrepetible.

Del 'suerte, Wallace' a la bendición al Niño en la frente

La tarde de la final, Luis quiso transmitir que con carácter, como el suyo, se sale de las situaciones difíciles. Por eso, buscó una figura con leyenda para inyectar a la gente la motivación que suele quedarse dormida en los cuartos de los hoteles. Así se lanzó a conquistar la sonrisa de los futbolistas con William Wallace. El libertador escocés era protagonista porque lingüísticamente el apellido se asemeja en la pronunciación al del líder germano, Ballack. El ejercicio de motivación se repetía cada vez que se equivocaba al cambiar la figura de uno con la del otro. Así descargaba tensión y arrancaba sonrisas: 'Ya sé que no es Wallace, que es Ballack, pero yo lo llamo como me sale de los cojones'.

Guardaba aún una bala más. En el túnel de acceso al campo, mientras los nervios agarrotan la mente, que no las piernas, Luis se dirigió al capitán alemán. Miraba de reojo y sólo veía bajitos: Iniesta, Silva, Xavi ante las torres rivales. Sabedor de que lo escuchaban sus alumnos, se lanzó a provocar una argucia a Ballack. Con esa ironía que aprendió en su madrileño barrio de Hortaleza, le dedicó un 'suerte, Wallace'. El teutón lo miró asombrado sin saber lo que el entrenador español le decía. Pero Luis, que cree que la suerte no existe sí, la buena o la mala suerte, temporizaba el mecanismo de los favoritos, al tiempo que guiñaba el ojo a sus pupilos.

Antes había bendecido a Torres con la señal de la cruz en su frente: 'Hoy marcará dos goles. Ya se lo hice en el Atleti y se cumplió, ¿recuerda?'. Después, lo celebró solo, distante de todos. Se despedía porque su distancia con la Federación era cada vez más profunda. Y en el vestuario, se disculpó con el rey: 'Perdón, majestad, creí que anoche le estaban imitando'.

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