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La política del fango

 

 

GONZALO LÓPEZ ALBA

El Aguirregate retrotrae la política española a los años noventa. Entonces proliferó la guerra de dossiers, con los llamados renovadores del PSOE filtrando, desde instituciones y organismos oficiales, documentos comprometedores para derribar el infranqueable torreón de Alfonso Guerra. Por la espita abierta, con causa o sin ella, fueron arrastrados hasta los sumideros otros muchos: Corcuera, Barrionuevo, Vera, Galeote, Narcís Serra... hasta provocar la pérdida del crédito social de toda la organización y su descomposición interna.

La trama parapolicial presuntamente organizada desde las entrañas del Gobierno autonómico que preside Esperanza Aguirre, de confirmarse las apariencias, relega a la categoría de aprendices de brujo a quienes orquestaron aquellas vendettas, con denuncias tan documentadas como anónimas. Pero hay una seña de identidad compartida: la lucha por el poder, sin cuartel y sin escrúpulos, entre facciones de un mismo partido.

El presunto espionaje político entre dirigentes del PP y el conflicto de Caja Madrid son dos corrientes de una misma catarata que puede arrastrar a Mariano Rajoy, porque si algo no es presunto es la guerra fratricida que se libra en el Partido Popular como entonces ocurría en los pagos socialistas, con Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón engolfados tanto monta, monta tanto en una lucha a muerte por la sucesión de Rajoy.

No parece casual que algunos de los seguimientos denunciados se realizaran en fechas inmediatamente previas al congreso que el PP celebró en junio de 2008 en Valencia, cuyos prolegómenos se caracterizaron por los amagos de Aguirre de presentar una candidatura alternativa a la de Rajoy y por los esfuerzos de Ruiz-Gallardón para sacar la cabeza. Y, si casual, no puede dejar de resultar llamativo que Francisco Granados sea un nombre que aparece vinculado a otros episodios oscuros de la política madrileña.

Nunca fue acusado públicamente por falta de pruebas, pero el nombre de Granados flotó en la investigación que en 2003 se realizó desde la sede central del PSOE para intentar desentrañar el tamayazo, la operación que permitió a Esperanza Aguirre convertirse por primera vez en presidenta autonómica, cargo desde el que, jubilado José María Aznar, se encumbró a la categoría de lideresa de la facción más conservadora de la derecha .

Llama la atención que fuera Granados, precisamente él, el elegido por Aguirre para presidir la comisión de investigación que sobre el tamayazo se constituyó en la Asamblea regional, un momento crucial en el distanciamiento entre la presidenta madrileña y su predecesor, Alberto Ruiz-Gallardón. A partir de esa fecha, quien hasta entonces sólo había sido alcalde de la localidad de Valdemoro, vocal de la Ejecutiva regional del PP y diputado autonómico, empezaba una fulgurante carrera política, pasando por tres consejerías diferentes hasta convertirse en el hombre fuerte de Aguirre como consejero de Presidencia, Interior y Justicia, además de secretario general del PP de Madrid.

Caja Madrid

En una era caracterizada, más que por la vertiginosa velocidad de los cambios, por la aceleración del olvido, el estallido del Aguirregate ha relegado la atención sobre el conflicto de Caja Madrid, donde acecha el más peligroso de los cruces: el que se da entre la política y el dinero. Convendría a sus actores políticos el recuerdo de que, en el año 2000, con el PSOE a la deriva, una disputa interna por el control de Cajastur provocó la rebelión de los parlamentarios socialistas contra el presidente del Principado, Vicente Álvarez-Areces, que a punto estuvo de perecer políticamente en el intento.

La extrema gravedad de este conflicto deriva del hecho de que Aguirre y Ruiz-Gallardón han convertido la cuarta entidad financiera de España en un escenario más del teatro de batalla de sus ambiciones particulares, en un uso perverso de sus poderes institucionales. Pero también del debilitamiento de la corporación que es su consecuencia indirecta, pues alienta a los tiburones de la privatización que ansían apropiarse de ese goloso pedazo de la tarta.

Las cajas de ahorros son ya un fenómeno casi exclusivamente español, toda vez que en la mayoría de los países de nuestro entorno han sido engullidas por la banca privada. La gran diferencia respecto de las demás entidades financieras, con las que compiten en el mercado sin privilegios, es que sus beneficios no van a engordar los bolsillos del banquero de turno y sus accionistas, sino que han de destinarse obligatoriamente a realizar obra social , descontada la parte que se dedica a reforzar la propia solvencia.

Las instituciones y colectivos que proponen a sus directivos comunidades autónomas, diputaciones provinciales, ayuntamientos, partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales e impositores tienen la obligación de orientar su labor social en función de las necesidades de la ciudadanía de los territorios donde operan y de neutralizar las tentaciones que puedan tener sus presidentes de operar como banqueros privados será de interés, cuando haya relación oficial, conocer si todas las cajas aplican las moratorias para las hipotecas de parados. Y tienen también el deber de evitar que se conviertan en un campo minado de intereses partidistas y/o particulares.

El modelo por el que configuran sus órganos de dirección es discutible. Pero, mientras que no se modifique, la mínima responsabilidad ética exigible a quienes ponen y a quienes están puestos en ellos es que su politización sea noble: limpia y transparente. Si no, siempre existirá el riesgo de secuelas del tamayazo como la protagonizada por los socialistas Romero y Pérez, aun cuando hubieran votado guiados exclusivamente por lo que entendían mejor para la estabilidad de Caja Madrid y no por proyectos de futuro personal al margen de los intereses que están obligados a representar en virtud de ese modelo.

Como en el chiste de Gila, alguien espía a alguien, pero no se sabe bien quiénes son los espías y quiénes son las víctimas. Acaso porque todos practican el mismo juego. Con fuego.

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