Este artículo se publicó hace 15 años.
La UE estrena el nuevo tratado, que corresponderá a España poner en marcha
La Unión Europea estrena la semana que viene un nuevo tratado, el de Lisboa, destinado a durar muchos años y que corresponderá a España poner en marcha en sus múltiples facetas a partir de enero.
Firmado el 13 de diciembre de 2007, el Tratado de Lisboa entrará finalmente en vigor el martes que viene, aunque algunas de sus principales innovaciones institucionales serán de aplicación gradual o retardada.
La presidencia española de la UE, durante el primer semestre de 2010, será la primera plenamente regulada por el nuevo marco, que cambia de manera sustancial las reglas de juego y confiere a la Unión más competencias y visibilidad.
La responsabilidad de que el esquema funcione es enorme, porque después de casi ocho años de negociaciones, referendos perdidos y tropiezos de todo tipo, los gobiernos han decretado un parón en la construcción europea que puede durar décadas.
El Gobierno español, tanto su presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, como el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, han dejado claro a sus socios que no buscan restar ningún protagonismo a los cargos europeos recién creados.
"Se trata de hacer que la máquina funcione, y funcione bien, desde el primer día", aseguraba esta semana un diplomático español clave en los preparativos.
El Tratado de Lisboa no suprime las presidencias rotatorias semestrales, de modo que serán miembros de gobierno español quienes dirigirán durante seis meses las reuniones de ministros europeos en sectores tan fundamentales como Economía y Finanzas (Ecofin), Justicia y Asuntos de Interior (JAI), Agricultura y Pesca, Medio Ambiente, Industria, Energía, Telecomunicaciones, etc.
La coordinación horizontal de todas esas reuniones la ejercerá el llamado Consejo de Asuntos Generales (CAG), que será presidido por el ministro Moratinos o el Secretario de Estado para la UE, Diego López Garrido.
El CAG será el encargado de preparar la agenda de las cumbres de jefes de estado o gobierno, el denominado Consejo Europeo, que con Lisboa adquiere el rango de institución plena, junto al Parlamento, la Comisión, el Consejo de ministros, el Tribunal de Justicia y el Tribunal de Cuentas.
El nuevo tratado crea la figura del presidente estable del Consejo Europeo, con el cometido de dirigir por un período de dos años y medio, renovable una vez, las reuniones de los líderes comunitarios y de representarlos en los foros internacionales.
Una de las lagunas de Lisboa es precisamente el encaje entre el presidente estable y el presidente de turno.
Según todos los observadores, la designación hace diez días del belga Herman Van Rompuy como primer presidente estable del Consejo Europeo facilitará una transición suave, dado su carácter dialogante y conciliador, su discreción y su respeto por los "equilibrios institucionales".
La misma valoración empiezan a hacer diplomáticos europeos de la nueva Alta representante, la británica Cathy Ashton, elegida contra todo pronóstico por los gobernantes para asumir un cargo que constituye una de las grandes apuestas e innovaciones de Lisboa.
"Va a dar una sorpresa, es encantadora", aseguraba la misma fuente.
Ashton presidirá a partir de enero todas las reuniones de los ministros de Asuntos Exteriores y ejercerá una de las vicepresidencias de la Comisión Europea.
Acabará así con la bicefalia en la representación exterior de la Unión unificando las competencias que desempeñaban hasta ahora el español Javier Solana desde el Consejo y la austríaca Benita Ferrero-Waldner desde la Comisión.
Cómo funcionará este cargo híbrido, con una doble dependencia -de los 27 gobiernos por un lado y del presidente de la CE por otro- es tal vez la principal incógnita del esquema de Lisboa.
José Manuel Durão Barroso ha desvelado esta semana la composición del Ejecutivo comunitario que a partir de febrero, y durante cinco años, impulsará las políticas comunes bajo las nuevas reglas.
Salvo en parcelas vitales para la soberanía nacional, como los impuestos o la defensa, Lisboa hace desaparecer la exigencia de unanimidad y generaliza el voto por mayoría cualificada, lo que agilizará la toma de decisiones en una Unión que cuenta ya con 27 miembros, casi cinco veces más que en sus orígenes.
En particular las iniciativas en los ámbitos de justicia e interior -una de las tradicionales prioridades europeas de España- pasan de la mera cooperación intergubernamental a constituir políticas cien por cien comunitarias, bajo las mismas reglas de decisión.
Entre las mejoras democráticas indiscutibles que aporta el nuevo tratado destacan el reforzamiento del poder de "codecisión" del Parlamento Europeo, la capacidad que atribuye a los parlamentos nacionales de verificar que la Unión no se extralimita en sus competencias, y la llamada "iniciativa popular".
El tratado reconoce, en efecto, un nuevo derecho -que ningún estado miembro otorga a sus ciudadanos- en virtud del cual las iniciativas que reúnan un millón de firmas -en un número "significativo" de estados aún por definir- podrán invitar a la Comisión Europea, la única con capacidad plena de iniciativa legislativa, a proponer legislación en un área específica.
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