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El día en que el cielo de Siberia estalló en mil pedazos

Se cumplen 100 años desde la misteriosa explosión que devastó la remota región de Tunguska

JOSÉ MARÍA MATEOS

El 30 de junio de 1908, alrededor de las 7 de la mañana, una gran explosión tuvo lugar al norte del río Tunguska, sobre territorio siberiano. En la lejana Inglaterra, The Times informó acerca de un extraño resplandor que iluminó la noche londinense con suficiente fuerza como para poder leer el periódico en la calle. Dos meses tardaron los cielos europeos en recuperar la normalidad.

La primera expedición a la zona tuvo lugar en 1927 de la mano de Leonid Kulik. Cerca de 2.000 kilómetros cuadrados de bosque habían quedado destruidos por lo que quiera que fuese que había caído del cielo, y lo único que quedaba para contar la historia fueron los restos arrancados de los árboles y las declaraciones de los testigos. Algunos de estos testimonios fueron incorporados a un programa del Planetario de Madrid dedicado a los asteroides y otros cuerpos menores hace ahora 10 años: “En el norte, el cielo se abrió en dos y sobre el bosque pareció que todo se cubría de fuego. Hubo una enorme explosión y se oyó un gran estruendo. Aquello me lanzó a unos seis metros de distancia del porche. La tierra tembló y me cubrí la cabeza porque tenía miedo de que las piedras me golpearan. En aquel instante, cuando el cielo se abrió, un viento caliente, como el de un cañón, pasó entre las cabañas desde el norte”.

Lo ocurrido hace ahora un siglo ha atraído la atención de ufólogos, charlatanes, vendedores de humo e investigadores del misterio de la franja nocturna dedicados a vender sus explicaciones asombrosas entre las que se encuentra, como no podía ser de otra manera, la consabida nave extraterrestre. En 2004, un equipo de investigadores anunció que había encontrado fragmentos que eran la prueba indiscutible de que los hombrecillos verdes perdieron el control llegando a la tundra; restos que, hasta la fecha, siguen sin aparecer.

La idea de la conexión marciana surgió en 1946 de la pluma de un escritor ruso de ciencia ficción, Alexander Kazantsev, quién incorporó el hecho a una de sus historias y lo achacó a la explosión de una nave espacial de Marte, que habría venido a la Tierra buscando agua potable. Los convencidos de que ahí fuera hay algo, y nos visita, incorporaron esto a su discurso, y lo siguen utilizando hasta hoy.

Pero, dejando de lado alienígenas y otros delirios, la ciencia ya tiene respuestas. Gerhard Schwehm, director de las misiones planetarias de la Agencia Espacial Europea, lo explica para Público: “Lo más probable es que un asteroide penetrase en la atmósfera y explotase a una altura de unos 10 kilómetros. Las ondas de presión generadas por la explosión indican un objeto de entre 20 y 200 metros de diámetro, pero estas estimaciones dependen mucho de la velocidad y la densidad del material; este último dato es completamente desconocido porque no se encontró ningún resto en la zona”.

Esta circunstancia se entiende si se tienen en cuenta eventos ocurridos sobre terrenos similares. En marzo de 1965, miles de testigos observaron cómo se volatilizaba un objeto más pequeño sobre Revelstoke, cerca de Calgary, Canadá. Dos semanas después de aquello, dos exploradores que cazaban castores encontraron restos sobre la nieve; las búsquedas realizadas en verano empleando helicópteros fueron inútiles: el deshielo había arrastrado los fragmentos que pudiesen quedar.

Se han propuesto ideas interesantes para intentar comprender más de lo ocurrido en Tunguska. Un grupo investigador de la Universidad de Bolonia, en Italia, está convencido, tras repetidas excursiones a la zona, de que el cercano lago Cheko es en realidad un cráter producido por un fragmento del objeto.

A finales del año pasado, un equipo de los Sandia National Laboratories, en EEUU, informó de que sus simulaciones realizadas empleando los superordenadores del centro confirmaban que podía haber sido un objeto mucho más pequeño y muestran que la energía de la explosión (que vería reducida su cifra a 5 megatones de los 10 a 20 aceptados previamente) fue dirigida hacia el suelo en una enorme bola de fuego.

Mark Boslough, investigador principal de este último equipo, comenta: “Soy escéptico acerca de la idea de que un fragmento impactase sobre el suelo y crease un cráter, pero tampoco estoy dispuesto a descartar la posibilidad. Suponiendo que el asteroide consistiese en un manto exterior blando y tuviese un núcleo muy duro y denso... No puedo decir que sea imposible, porque no tenemos conocimiento acerca de la estructura del objeto”, concluye.

 

“La pregunta pertinente sobre el suceso de Tunguska no es si volverá a ocurrir, sino cuándo ocurrirá de nuevo”. Lo dice Gerhard Schwehm, de la Agencia Espacial Europea.

El experto añade que un impacto como el sucedido en Tunguska puede ocurrir cada 2.000 años, aproximadamente, dependiendo del tamaño que tuviese el asteroide.

“Algunos de mis colegas en Estados Unidos”, añade el investigador, “estiman que un evento verdaderamente catastrófico ocurriría cada millón de años”.

El programa NEO (Near-Earth Object, Objeto Cercano a la Tierra) de la NASA se dedica, precisamente, a escudriñar los cielos con el objetivo de clasificar especialmente aquellos objetos potencialmente peligrosos: los que podrían acercarse a menos de 0.05 unidades astronómicas –7.480.000 kilómetros– de la Tierra, y con un tamaño superior a los 150 metros de diámetro.

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