Este artículo se publicó hace 17 años.
El día que el diablo visitó Londres
El 2 de septiembre de 1666 se inició el gran incendio que arrasó la ciudad medieval, dejando a 80.000 personas sin hogar.
"La sangre de los justos será reclamada desde Londres, arrasada por el fuego, cuando tres veces veinte más seis sea escrito". Las palabras de Nostradamus parecían profetizar el gran incendio de Londres. Unido a la coincidencia de un año marcado con el símbolo del Demonio (666), las múltiples visiones demoníacas del suceso no se hicieron esperar.
Sin embargo, la historia real es más humana. Un alcalde dubitativo que minimiza las proporciones de la tragedia, una mujer que es apaleada al ser confundida con una pirómana que huía ocultando material incendiario -cuando sólo escondía unos pollos en su delantal-, un pueblo que vacía sus casas y que se queda en las calles esperando a ver qué sucede... Hechos demasiado sencillos como para atraer la atención de los infiernos.
A mediados del siglo XVII, Londres es una emergente metrópoli que se disputaba con los Países Bajos el control del comercio internacional. Pero el 2 de septiembre de 1666, el corazón de los ingleses se paró ante los trágicos acontecimientos que se acababan de iniciar.
La indecisión del alcalde
El fuego comenzó en la casa de Thomas Farynor, panadero de Carlos II, rey de Inglaterra. Tras ser informado, el alcalde, Sir Thomas Bloodworth, despreció el siniestro y afirmó que "una mujer podría apagar las llamas con una meada". Fue su primer error. Como consecuencia, en apenas cinco días el fuego devastó Londres.
El principal sistema contra incendios de la ciudad consistía en una serie de cortafuegos que se realizaban mediante la demolición de las casas aledañas. Sin embargo, los propietarios se negaron a destruir sus hogares, lo que provocó una rápida extensión de las llamas.
La determinación del alcalde era imprescindible. Sólo él podía ordenar las demoliciones pese a la oposición de los vecinos. Pero cuando llegó al lugar, los nervios se apoderaron de él. Samuel Pepys, presidente de la Royal Society, lo describe "como una mujer desmayándose". Aun así, se negó a demoler las casas argumentando que no era posible encontrar a los propietarios para informarles del desahucio.
Consecuencias del incendio
Parecía que Sir Bloodworth se aliaba con la desgracia. Londres se encontraba en plena sequía y la madera de los edificios estaba tan reseca que el peligro alertó al rey. Pero la relación de la ciudad con la monarquía era tensa desde la Revolución Inglesa (1642-1651). Desde entonces Londres se había convertido en baluarte de las tendencias republicanas.
Por ello, cuando Carlos II ofreció sus tropas para colaborar, su oferta fue inmediatamente rechazada: enviar soldados a la ciudad en esas condiciones suponía un peligro mayor que el propio incendio. El rey acudió a inspeccionar y, tras analizar las medidas tomadas, destituyó al alcalde, ordenó las demoliciones y mandó a sus hombres para ayudar en la extinción.
Londres era una ciudad complicada para luchar contra el fuego. Sus estrechas callejuelas y sus casas de madera y paja la convertían en una bomba incendiaria. Así, el martes 4 de septiembre, el fuego se extendió por la toda la ciudad. Destruyó la Catedral de San Pablo y atravesó el río Fleet, amenazando la corte de Carlos II.
La batalla para apagar el incendio se ganó gracias a la climatología. Los fuertes vientos del este cesaron. Además, la guarnición de la Torre de Londres utilizó pólvora para crear unos cortafuegos efectivos que detuvieron las llamas. Una vez controladas, el panorama era desolador. Más de 13.000 casas, 87 iglesias y tres puertas de acceso a la ciudad habían sido destruidas, y 80.000 personas se quedaron sin hogar. El número de muertos se desconoce, pues muchos no fueron inscritos en el registro de fallecimientos.
Los ‘culpables' del incendio
Los habitantes de la ciudad no estaban preparados para la tragedia. Un año antes, una plaga de peste había acabado con 100.000 personas. Los rumores comenzaron a extenderse y primero se acusó a los extranjeros, lo que provocó agresiones a franceses y holandeses, sus enemigos naturales.
Después, en plena disputa religiosa se culpó a los católicos . Un relojero francés llamado Robert Hubert confesó ser un enviado del Papa y el provocador del fuego. Una comisión realizó una investigación y constató que se trataba de un mero rumor. Pero fue demasiado tarde para Hubert. Lo ahorcaron el 28 de septiembre.
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