Héctor Alterio: la amenaza ultra, el exilio y un temblor de párpados
El actor argentino, un clásico en vida, recita a sus 93 años los versos de León Felipe y otros poetas en 'A Buenos Aires'.
Madrid-Actualizado a
Vuelve Héctor Alterio a Buenos Aires, ciudad que lo vio nacer y de la que tuvo que separarse cuando la Triple A lo incluyó en una lista negra. Diez años de destierro por aquella amenaza de muerte del contubernio ultra, justo cuando se disponía a regresar a casa tras presentar en el Festival de San Sebastián La tregua, la primera película de su país nominada al Óscar al mejor filme de habla no inglesa, premio que se llevaría el Amarcord de Fellini.
El actor porteño, ya padre de Ernesto y Malena, da tumbos por Madrid, de piso de amigos en piso de colegas, hasta que se instala en un hostal de la calle Bravo Murillo. Corría el año 1974 y al poco, gracias a Elías Querejeta, le surge la primera oportunidad de trabajar en España. Carlos Saura rueda Cría cuervos y le asigna un papel desconcertante: el cadáver de un militar. La sombra de las tres aes, Alianza Anticomunista Argentina, era así de macabra.
La presa viste el uniforme del cazador. Sin embargo, Héctor Alterio (Buenos Aires, 1929) cree que es el personaje ideal: "Yo saltaba de alegría porque no tenía que pronunciar zetas ni eses. Debía cerrar los ojos y quedarme quietito, vestido de militar, en un ataúd". Ni su marcado acento ni los cuervos de Saura le sacaron los ojos, pero en cambio le temblaron los párpados.
"¿Qué ocurría?", se pregunta hoy el intérprete argentino en el Teatro del Barrio de Madrid, donde ensaya A Buenos Aires, que preestrenará aquí los viernes 10 y 17 de marzo antes de cruzar el charco y hacer lo propio, a partir del 7 de abril, en el Teatro Astros de la capital argentina. Doce funciones, acompañado al piano por Juan Esteban Cuacci, a cargo de un clásico en vida o mito —este año cumplirá 94— viviente. Ocurría que "el cuerpo humano lo maneja el cuerpo humano", no su empeño en hacerse el muerto tras haber escapado de la muerte. Un tic cabrón e involuntario: "Yo me di cuenta de eso cuando mandaron parar quince veces: ¡corten!".
Héctor defendió Troya como Alterio preserva a León Felipe, también exiliado en México y cubierto por un manto de silencio opaco, el de la dictadura franquista, alérgica a su compromiso republicano. "Un poeta de siempre y de nunca. De todas las escuelas y de ninguna", que diría Alexandre de Fisterra, editor y albacea del poeta zamorano. "Ese tremendo grito justiciero", en palabras de Alberti, "ese clamor por la justicia".
A él ya le había dedicado Como hace 3.000 años. "Solamente cuatro frases de León Felipe me sirven para cuatro meses. Tiene todos los elementos, los espacios, las alegrías y las tristezas para no repetirse", explica ante los periodistas convocados para dar cuenta de una gira transoceánica que parece envuelta por la bruma de la despedida, al menos de los suyos de allí, porque él nunca volvió para siempre, un pie en cada orilla, la extrañeza de pertenecer a dos mundos y a ninguno, extranjero de sí mismo.
"Soy un ser humano y estoy aquí, estoy allá. No quiero que se me vea el argentino excedido. Me tiene tiradito de la correa para que no cabecee mucho", reflexiona quien supo, después de aquel velatorio iniciático y mudo, tapar el acento porteño. "Ya casi diría que puedo hacer la identidad española", humorea.
Dirigido por su mujer, Ángela Bacaicoa, "una guía absoluta para beneficio del espectáculo", en A Buenos Aires no solo está el poeta zamorano, pero insiste en hablar sobre él, "apoyatura" y "seguridad", quien tanto le ha dado, "su manera de ser y su manera de no ser", porque "decir León Felipe es decir felicidad", y así "no hay manera de que se vaya, lo tengo ahí o él me tiene a mí".
De repente, recita:
Por la manchega llanura / se vuelve a ver la figura / de Don Quijote pasar…
Versos del poema Vencidos, "una frase que dije cientos de veces, pero que el público escucha por primera vez". Aquí, Héctor Alterio exhibe la masa madre de su espectáculo: la conciencia de preparar un texto como nunca para que su público lo acoja como siempre.
Él no recita, interpreta. Porque no solo da vida a la palabra, sino que también presta su voz al autor y, encarnándolo, lo resucita. Y a León Felipe lo sigue sintiendo cerca, aunque aquella España lo mandase lejos, como Argentina a él. Y, cuando lo escucha, todo rima a verdad, de ahí que pueda hacer teatro de la poesía.
Habría que preguntarle si, a su vez, el tango es poesía. Sin embargo, el tiempo se antoja limitado, algo que uno sabe a los 93 años. Pero están Cátulo Castillo y Astor Piazzolla, además de Eladia Blázquez, Horacio Ferrer y Hamlet Lima Quintana.
Al escuchar su nombre, exclama: "¡Piazzolla!".
Al compositor argentino, que pudo haber sido para el tango lo que Camarón para el flamenco, iconoclasta y revolucionario, lo tiene menos trillado, "de manera que todavía es una incógnita cómo llega". Concibe su presencia como un homenaje, también como un gracias por darle "una inyección que no esperaba".
Domina, en todo caso, el formato. Antes, con José Luis Merlín a la guitarra. Ahora, acompañado al piano por Juan Esteban Cuacci, quien boceta al maestro: "Con solo una palabra, tiene la magia de meterte adentro de una escena. Ir con él a Buenos Aires es todo un hecho en sí mismo". Doce funciones… "Es un animal de teatro y eso no se pierde nunca. Tiene unas ganas que son inexplicables".
¿Y él? ¿Se siente más arropado por las cuerdas o por las teclas? Héctor Alterio responde con una risa que se sube a la grupa de la carcajada: "Depende del estado de ánimo".
Ahora ha escogido el piano, aunque no siempre pudo elegir.
Regresar, por ejemplo, durante un exilio que se prolongó una década, pues tras la sentencia de muerte firmada por la Triple A llegó la Junta Militar, disuelta en diciembre de 1983. ¿Por qué no volvió para siempre? "Algunas veces, porque no podía o no me dejaban. No había aviones para mí, no había vuelos. Había directrices que me obligaban a no moverme de ese lugar, como si estuviera atado frente a un poste y [me dijesen] no se mueva. Me tocó estar ahí cuando ya tenía todo preparado para la vuelta [a Buenos Aires]". ¿Y con Alfonsín en el poder? "Porque seguía vigilado".
Héctor Alterio hace memoria, como antes hizo desmemoria.
"Afortunadamente, algunas de esas cosas las tengo un poco borradas. Y digo afortunadamente porque no me afectan como me han afectado muchísimas veces. Son muchos años y los años hacen su labor: te hacen olvidar, o te hacen equivocarte, o te desvirtúan cosas. Bueno, hay que tener cuidado. Hoy se transformó eso en un recuerdo que no afecta".
Reconoce que le resulta difícil explicarse.
"Está ahí, pero en algún momento puede desaparecer y después volver a aparecer otra vez, aunque no sea de la misma manera. Está viva la situación, si bien ya no golpea como golpeó muchas veces. Tengo muchos chichones".
No ha olvidado, en cambio, los detalles de su debut en el cine español.
Cría cuervos, con Geraldine Chaplin y la niña Ana Torrent.
El velatorio de un militar —muerto— con espasmos de párpado.
La anécdota ya la había contado varias veces. En alguna ocasión, lo achacó al nerviosismo, que intentó aplacar con unos lingotazos de güisqui.
"Puedo contar exactamente todo lo que pasó", avisa.
"Entonces, se estilaba decir motor para el comienzo, anda dice el técnico, y ahí empezaba el rodaje".
Pero a la ¡acción! le sucedía, una y otra vez, el ¡corten!
"Hasta que Carlos Saura se acerca, despacio y con su educación, y me dice: Oye, Héctor, ¿sabes que ocurre? Que te tiemblan los párpados. No entendía nada: estoy haciendo el muerto y Saura me comenta que me tiemblan los párpados... Me lo tuvo que repetir muchísimas veces, hasta que me di cuenta".
El director de fotografía, Teo Escamilla, había advertido el parpadeo del difunto y se lo chivó al director. "Yo seguía practicando, porque no me ocurría el temblor cuando no oía la palabra motor. El motor era motor del temblor".
Días después, volvieron a rodar la escena, hasta que una mano le dijo que todo había terminado, que la toma había quedado bien, que podía irse a su casa. La de Madrid. "Era la mano de Saura".
Jaime Chávarri lo reclutó para A un dios desconocido, premio al mejor actor en San Sebastián. Pilar Miró, para El crimen de Cuenca. Jaime de Armiñán, para El nido, interpretación reconocida por la Asociación de Cronistas de Nueva York. Continuó trabajando en Argentina y La historia oficial, de Luis Puenzo, obtuvo el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Hizo mucho teatro. Sus hijos heredaron su oficio. Algo de televisión. Y, claro, sus tangueros y sus poetas. Sobre las tablas, interpreta sus versos como si fueran textos teatrales. También recita los silencios.
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