Por qué los bares de pueblo son tan necesarios: este es el ingenioso plan para que no cierren
El sociólogo Javier Rueda defiende en el ensayo Utopías de barra de bar su importancia como espacio de convivencia y herramienta contra la despoblación de la España vacía.

Madrid--Actualizado a
El cierre del único bar es el certificado de defunción de un pueblo. Javier Rueda (Málaga, 1992) lo llama "el último latido" de la vida en el campo, pues considera que "los espacios del comer y beber en compañía" son un centro social donde se procuran y ofrecen cuidados, una oficina de colocación y empleo, una estafeta de correos, una consulta de psicología, un remedio contra la soledad o un artefacto heterogéneo que combate la despoblación.
Son solo algunas de las funciones y competencias que describe en Utopías de barra de bar. Vida en común y futuros rurales en la España vaciada (Lengua de Trapo / Círculo de Bellas Artes), una investigación que le ha valido el I Premio de Ensayo ¿Es posible? Utopías que caben en el BOE, cuyo jurado ha estado compuesto por Carolina del Olmo, Jorge Lago, María Álvarez, Belén Gopegui y Marta García Aller.
Esta colección, titulada ¿Es posible? y que se estrena con el libro de Javier Rueda, nace con la intención de plantear "propuestas políticas concretas capaces de aunar un conocimiento técnico solvente, imaginación utópica y una capacidad propositiva no exenta de polémica". También podría haberla en esta obra, aunque el sociólogo malagueño anticipa que no se trata de una apología de beber en el bar, sino de hacer vida en torno a él.
"Los bares de pueblo, sobre todo en la España vaciada, son espacios de convivencia y de encuentro ante la ausencia de espacios públicos y de reunión", explica Javier Rueda, profesor de Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. "Son tan importantes que son los últimos espacios en cerrar, después del banco, de la farmacia, etcétera. De hecho, no bajan la persiana hasta el momento definitivo".
¿Qué perdemos, pues, cuando desaparecen? Javier Rueda desgrana las carencias y las ausencias, los quebrantos y los lutos, pues es más una merma social que económica, de ahí que en las páginas de Utopías de barra de bar figuren ejemplos de pequeños ayuntamientos que han animado a los forasteros a hacerse cargo del bar del pueblo a cambio de alojamiento y de un alquiler simbólico, todo sea por conservar un reducto vital.
La necesidad del bar de pueblo responde a que "la gente no solamente acude a él para comer y beber, sino también para informarse y estar junta, un aspecto fundamental, pues es el sitio que nos hemos dado socialmente para encontrarnos", analiza el sociólogo malagueño, quien a continuación propone un ingenioso plan para evitar que cierren estos espacios comunitarios o para que reabran los que fueron clausurados en su día.
Mientras en la ciudad se lucha por el uso del espacio público, en algunas localidades sobra espacio por culpa de la despoblación, dos problemáticas bien diferentes. "En un pueblo que acusa la despoblación no se produce una acumulación en muy pocas manos privadas de muchos negocios de hostelería, al igual que sucede con la vivienda, sino que directamente no hay un interés económico para procurar la supervivencia de estos establecimientos", reflexiona.
- La despoblación va acompañada del envejecimiento, de ahí la importancia de los bares para hacer frente a la soledad.
- La soledad afecta sobre todo a una población envejecida que vive sin compañía, por lo que su punto de anclaje es el bar, donde se reúne y puede hablar y escuchar. Ahí el camarero o la camarera articulan esa sociabilidad y, además, perciben si falla algo. Es la señal de vida.
- Su visión del bar también es política, como un ágora realmente abierta, incluso a veces históricamente subversiva, lo que nos remite al nacimiento de los movimientos obreros, políticos, vecinales…
- En un Parlamento se asume o se presume que todo el mundo es igual, cuando no es verdad, porque hay gente a la que no se le permite la entrada y quien lo frecuenta tiene que aparentar ser un tipo de persona concreta. En cambio, la barrera de entrada en los bares ha sido muy baja, porque un café o una cerveza son asequibles, y quienes entran son diferentes pero con derecho a hablar. Por eso planteo el bar como un espacio de subversión y un refugio emocional, pese a que han sido los más regulados de la historia, en términos legales, jurídicos y estatales.
- Aunque el fenómeno es distinto, en las ciudades cada vez hay menos bares de toda la vida. Más que un punto de encuentro, se han convertido en un lugar de consumo, más uniformes y con menos barras, proclives al postureo y con el café a un precio desorbitado.
- En el bar de toda la vida había un cierto equilibrio o porosidad casi premoderna entre lo que sería un espacio público y un espacio privado, entre un espacio de trabajo y un espacio de ocio. Hoy, en cambio, en la ciudad es un espacio de ocio muy dirigido, medido y orientado hacia el consumo: "Pide, paga y vete". El negocio tradicional queda atrás y se imponen los grupos de inversión con su idea de maximizar el beneficio. Es uno de los últimos envites de la lógica devoradora del capitalismo.
De ahí esa sensación de angustia que nos provoca ir a un bar en las ciudades, donde debes hacer una reserva, tienes que cenar, la comida es la misma y te reúnes en una mesa compartida en una terraza, de modo que la movilidad que te daban los bares de toda la vida resulta imposible.
- Y los restaurantes que, tras la comida, ya no sirven café…
- La maldición de "estamos limpiando la máquina"... ¡Pero si son las tres de la tarde! No sirven cafés, como tampoco cañas. O sea, la medida madrileña, un vaso pequeño con una cantidad de cerveza similar al botijo o botellín, que te permitía por un precio asequible echar un rato en el bar. De nuevo, aumentan el beneficio a toda costa y alienan la experiencia del consumo y también la de producción, porque antes se preparaban platos cuyas recetas se transmitían y aprendían en el bar, mientras que ahora la idea de cocina es casi taylorista.
- Un problema: el alcoholismo. Y si lo prefiere volvemos al rural.
- Efectivamente, es un problema gravísimo. Ahora bien, a pesar de que el consumo social a veces deriva en alcoholismo, no creo que sea la causa última del consumo excesivo de alcohol. Dicho de otro modo, el alcoholismo existe con o sin bares. Y la adicción existe tanto en bares como en otro tipo de establecimientos, en la calle o en la propia casa.
La apología del bar no debe entenderse como una apología del consumo de alcohol, aunque creo que el consumo privado [doméstico] fomenta más el alcoholismo que la forma socialmente establecida de beber en compañía en un bar, donde hay un control social y se puede encontrar un apoyo. Porque en ocasiones el alcoholismo ya viene de casa y está asociado a unos problemas socialmente más amplios y difíciles de resolver que prohibir o permitir el consumo de alcohol.
También creo que cuando los bares dejan de ser espacios de confianza y parroquialidad, donde hay un control social de la gente, el alcoholismo se vuelve un mayor problema, porque en una cadena hostelera te puedes sentir el alcohólico más deprimente y triste del mundo entero, porque nadie va a estar pendiente de ti.
- No todo es bueno: el machismo hacia la clientela femenina y las camareras.
- Efectivamente, hay una lógica machista, pero tampoco deriva exclusivamente del bar, un espacio que ha ido bastante en paralelo a los cambios sociales. Era un espacio de exclusión en unas sociedades machistas que también excluían a las mujeres de casi todos los espacios, salvo contadas excepciones ligadas al ámbito doméstico. Ahora bien, el bar también ha sido un espacio de aparición, o sea, un "aquí estoy yo".
- Como cuando en Loureiro se manifestaron el 8M de 2019 bajo el lema: "Las mujeres del rural también pueden ir al bar". Y, efectivamente, la protesta terminó en la única taberna de esa pequeña aldea ourensana de Nogueira de Ramuín.
- Claro, porque si alguien quiere que se le escuche tiene que ir al sitio donde la gente habla y determina. Fue una imagen preciosa.
- Usted aboga por un bar abierto y democrático ante la desconfianza hacia el migrante, el colectivo LGTBI, el forastero, etcétera…
- En mi trabajo etnográfico me he llevado algún varapalo maravilloso, que no te confirma el prejuicio, sino que te lo rompe. Por ejemplo, esa idea de que el pueblo es un entorno cerrado o xenófobo... En cambio, yo me he encontrado en ocasiones con cierta desconfianza inicial a la gente que viene de fuera, sean nacionales o extranjeros, blancos o negros, hombres o mujeres. Y también con mecanismos mucho más abiertos y capacitados para poder hacerse valer y ser reconocidos.
Dicho de otro modo, muchos pueblos de la España despoblada están convirtiéndose en espacios donde recala gente que ha salido escopetada de las ciudades, porque suelen ser espacios de mayor integración. De hecho, la llave de entrada a ese cierre inicial muchas veces no es más que un poquito de escucha y de respeto.
- En su investigación hay muchas referencias académicas y ensayísticas, pero también trabajo de campo. ¿Qué ha descubierto en los bares de los pueblos?
- Que son mucho más que un bar. Se trata de un articulador y un dispositivo cultural, porque ordena la rutina y los ritmos del pueblo, así como las clasificaciones entre la gente del lugar y la de fuera. Además, funciona como puerta de entrada, como frontera y como barrera; como oficina turística; como un archivo cultural y gastronómico donde también se transmite; como un espacio de fiesta, etcétera. Lo primero que percibes cuando entras en un bar es que hay gente muy diversa que se encuentra y cohabita de una forma más cercana y diferente respecto a las ciudades.
- Como solución al cierre de los bares y a la despoblación plantea una Ley de Casas Públicas Rurales que se aplicaría en municipios de menos de 250 habitantes. O sea, la protección del bar como centro social y cultural.
- Es una una provocación optimista, porque abogo por recuperar la idea del bar como un espacio de encuentro y por revertir la despoblación, orientando las ayudas públicas hacia algo mucho más visible y palpable en los municipios en situación de despoblación. Ojo, no intento rescatar la idea del bar de toda la vida, sino la del bar como centro social, o sea, los espacios para estar, comer y beber en compañía. Además, también son espacios donde solemos imaginar futuros posibles.
[Javier Rueda propone en su ensayo que la Ley de Casas Públicas Rurales considere el bar de pueblo como "un equipamiento urbano público" y lo compara con una biblioteca, una farmacia o un centro de salud. Por ello, las autoridades deberían concederles recursos a las localidades que no tienen bar para que cuenten con un establecimiento donde se reconozca "a los colectivos y subjetividades tradicionalmente apartados".
Es decir, las mujeres y las minorías étnicas y sexuales, que podrían contar, como el resto de clientes, con espacios para celebraciones y reuniones. Un lugar abierto donde se "reconsidere el polémico concepto del derecho de admisión de la forma más laxa posible" y en el que todos y todas tomen las decisiones de forma democrática y participativa. Un plan que debería ir acompañado de una red online donde estas casas públicas compartan experiencias, problemas y soluciones]
- Usted es de Málaga, estudió en Sevilla y vive en Madrid. ¿Cree que la visión urbanita del pueblo o del rural es idílica? No cabe duda de que un bar es un lugar de encuentro, pero también de conflicto.
- Claro. No puedo evitar pensar en As bestas, donde el bar es un protagonista de la película, que plantea un debate en torno a la visión del pueblo. Parte del postureo de lo neorrural tiene mucho que ver con esa dicotomía casi orientalizante o exotizante de lo que es el campo. Una separación radical porque solamente habitamos el rural desde los recuerdos infantiles del verano, desde un familiar que sigue viviendo allí, desde una escapada a una casa rural, donde con suerte solo se va al pueblo para comprar en el supermercado, etcétera.
Entiendo que mi posición es la del visitante o la del extranjero, por lo que planteo utópicamente restaurar ciertos lazos de diálogo entre lo que llamamos lo urbano y lo rural, porque hay lugares —como Galicia— en los que es difícilmente discernible dónde acaba la ciudad y dónde empieza el campo.
Yo hablo del rural desde una posición muy concreta en la que intento expresar el mayor respeto posible hacia esa vida y esas existencias, que son diferentes a la mía. Hay que entender que a veces hablamos idiomas diferentes, que deben ser traducidos. Y, para llevar a cabo esa tarea, nada mejor que sentarse con la gente en la mesa de un bar y ponerse a charlar.






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