¿A quién no le va a gustar un buen drama bollo?
Carla Berrocal nos recomienda cada viernes novelas gráficas. Sus lecturas perdidas que no obedecen a la dictadura de la novedad.

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Osamu Tezuka está considerado el Dios del manga —cómic en japonés—, también el padre o el padrino. Sea cual sea el título honorífico, Tezuka es una autoridad incuestionable para cualquier aficionado a la historieta. Pero, antes de ser ese Dios, a Tezuka su madre lo llevaba de la mano al teatro local, el Takarazuka Revue, para ver musicales. Pero no iban a ver cualquier musical, en ese teatro, también llamado Takarazuka Kagekidan, había una particularidad: era una compañía formada únicamente por mujeres. Su fundador, el empresario ferroviario Kobayashi Ichizo, creó el negocio a principios de 1913. Era —en parte— una respuesta al Kabuki, el teatro tradicional japonés que prohibía actuar a mujeres, pero también una apuesta por espectáculos inspirados en Broadway, sin dejar atrás otras representaciones más clásicas.
Fumiko, la madre de Tezuka, acudía frecuentemente al Takarazuka Revue y veía las obras con él, pues Fumiko conocía y frecuentaba con las actrices. El crío conectó inmediatamente con la estética y las mujeres poderosas que aparecían en esas obras. Mujeres que, en muchos casos, jugaban abiertamente con los roles de género y la ambigüedad sexual dentro y fuera del escenario, es decir, todo era muy sáfico. Las chavalillas se volvían locas —y se vuelven, pues a día de hoy el teatro sigue activo— sobre todo con las que interpretan los roles masculinos, las llamadas otokoyaku.
Corros de mujeres muy jóvenes se agolpaban frente a la puerta del teatro, entre sus manos llevaban cartas de amor con corazones y miradas de absoluta devoción por sus actrices favoritas. Supongo que cabría preguntarse cómo era posible que algo tan abiertamente queer se celebrara con normalidad en un Japón que transitaba del feudalismo a la edad moderna. La respuesta es sencilla, y prácticamente universal: el amor entre mujeres siempre ha sido considerado platónico y pasajero, no es un amor peligroso, no llega ni a amenaza. Es como lo que muchas lesbianas oímos en nuestra familia alguna vez: es una fase, se pasará.
A raíz de todo aquello, Tezuka escribiría el que está considerado por muchos el primer cómic shôjo —es decir, aquel que tiene como público objetivo lo que culturalmente entendemos por ser una chica—. La princesa caballero, cuya historia gira en torno a Zafiro, una princesa que nace con dos corazones, uno de chico y uno de chica, y es criada como un varón. Lo hace para salvaguardar el trono, porque el malvado duque Duralmin amenaza con arrebatárselo si se entera de que es una mujer. La ambigüedad sexual del personaje protagónico, su androginia y fortaleza, será el esquema que imitarán autoras posteriores como Riyoko Ikeda o Chiho Saitō. Pero este no es, ni de lejos, el único origen de este tipo de historias.
La traducción al japonés de obras como Mujercitas (1868) de Louise May Alcott, con personajes masculinizados como Jo; o ambientes como los colegios para señoritas que aparecen en Una pequeña princesa (1905) de Frances Hodgson Burnett, ambas traducidas al japonés por las mismas fechas que funcionaba el Takarazuka Revue, fueron pilares fundamentales para hacer crecer la semilla de lo que luego conformaría el cómic para chicas. Tampoco hay que olvidar que, mientras el pequeño Tezuka iba de la mano con su madre al teatro, se pusieron de moda las novelitas románticas de Nobuko Yoshiya. Yoshiya, una escritora abiertamente lesbiana y feminista que comenzó su andadura en 1916, escribió multitud de relatos de amor ambientados en institutos a los que debemos el origen de la gran mayoría de los tropos y estereotipos que luego conformaron la cultura yuri –cuya traducción literal es "lirio" y simboliza el amor lésbico– y Clase S. Estas historias, ambientadas en institutos, con romances entre mujeres, y protagonistas femeninas performando masculinidad, gozaron de una popularidad apabullante y fueron consumidas en numerosas revistas, entre ellas la que el propio teatro Takarazuka Revue sacó con su nombre en 1914.
En mi brazo derecho está tatuada una viñeta enorme en la que se ve el rostro de Óscar François de Jarjayes –el personaje principal de La Rosa de Versalles– mirando desafiante a un adversario que no vemos. Su autora, Riyoko Ikeda, es quizás, uno de mis mayores referentes artísticos y una de las personas por las que siento más admiración. Recuerdo que su descubrimiento fue casi casual, con un par de colegas que dibujan manga –Aurora y Diana, del Studio Kôsen– en una conversación en la que compartimos referentes bolleros de algunas historietas. Un día, en la academia donde ambas dábamos clase, Diana se presentó con una bolsa llena de libros y una orden: "Léetelo, te va a encantar". Era La Rosa de Versalles. Y efectivamente, no se equivocó. Desde entonces, Riyoko Ikeda se ha convertido en mi autora fetiche, y Lady Óscar, en todo lo que yo aspiraría ser: una mujer atractiva de melena rubia felina, vestida con un precioso uniforme militar del siglo XVIII y que empuña un sable. De las tres cosas, la única que me puedo permitir en la vida real es el sable, y aunque practico esgrima, no es exactamente mi fuerte.
Riyoko Ikeda pertenece a la llamada Generación del 24, un grupo de mujeres mangakas –autoras de cómic– que renovaron el género shôjo en los años 70, introduciendo temas, personajes y tramas más complejas que en años anteriores. Sus predecesores, los autores que trabajaban el cómic romántico de los años 50 o 60, en su mayoría hombres, casi siempre lo acababan abandonando para hacer historias para chicos –shōnen–. Si atendemos a la historia del medio, lo cierto es que siempre ha estado mejor visto –y valorado– dibujar viñetas de acción y aventuras, que hacerlo para niñas, en Japón y en España también. Por esos años apareció, además, el concepto del gekiga, término que hace alusión a un cómic más sofisticado, que buscaba diferenciarse del manga convencional y dirigirse a un público adulto, por lo que los autores –hombres– tentados por hacer historias grandilocuentes, dejaron una grieta en la producción de shôjo a través de la cual se colaron muchas autoras que luego han sido consideradas de las mejores de la industria.
Hace poco la editorial Arechi Manga reeditó dos obras de Riyoko Ikeda: Claudine (1974) y Querido Hermano (1978). Ambas son historias shôjo y de temática yuri, en las que sus protagonistas viven romances escabrosos y tienen un final trágico, porque claro, una nunca puede ser lesbiana y triunfar en la vida, no vaya a ser que a las mujeres les acabe gustando. En estos cómics, Ikeda siempre deja entrever los intereses amorosos, pero éstos nunca llegan a concluirse en algo físico, jugando con las expectativas de las lectoras, y haciendo que la cosa nunca vaya más allá de una tensión sexual. La emocionalidad efervescente de los personajes, combinado con la intensidad, son un cóctel maravilloso en el que tejer un buen melodrama de tramas enrevesadas y personajes cambiantes, puro folletín que ha llevado a su autora a lo más alto, pero que acaba –casi siempre– castigando a sus protagonistas a un destino cruel.
Gráficamente, el cómic shôjo de esa época explotó al máximo la representación de lo cursi, con un estilo barroco, de formas estilizadas, líneas finas y texturas que contrastan con las figuras. Los personajes, a la moda setentera: con pelucones capeados sacados de Los Ángeles de Charlie y vestidos con camisas abiertas; los rostros andróginos inspirados por el joven de Muerte en Venecia; de pestañas infinitas, ojos brillantes y seductores; y con figuras que posan con delicadeza y cálculo al milímetro. Todas estas influencias eran heredadas del Art Decó e ilustradores como Jun’ichi Nakahara. Esto produce una combinación ganadora que, efectivamente, catapulta al éxtasis y provoca un orgasmo visual a sus lectoras.
Con sus pros y sus contras, los mangas shôjo han sido –y son– un lugar en el que encontrar historias yuri, historias para las llamadas tribu dellirio –yurikozu–, como las bautizó Ito Bungaku, editor de una revista gay de los 70. En ellas encontrábamos a la tribu, aquella en la que habitaban las primeras historias lésbicas que consumimos de adolescentes y que, en muchos casos, han sido nuestros primeros referentes de la ficción pop. Decía Riyoko Ikeda en una de sus últimas entrevistas que “su filosofía siempre ha sido escribir lo que quería, y depende de los lectores darle sus propias interpretaciones”. Quizás ese es el regalo que nos dan los autores, darnos sus personajes y que los signifiquemos de la manera que queramos. Al fin y al cabo, leer un tebeo es como cuando Tezuka iba con su madre al teatro: dar la mano a alguien y compartir algo.

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