Público
Público

Nudo de corbata

Antonio, de pronto, se puso una corbata. Era la única corbata que tenía, y, a decir verdad, la única que había tenido nunca

ISMAEL GRASA

Antonio, de pronto, se puso una corbata. Era la única corbata que tenía, y, a decir verdad, la única que había tenido nunca. La tarde anterior había estado guardando la ropa de verano y había colgado en la barra de su lado del armario las camisas de manga larga y los pantalones de abrigo. El otro lado del armario, el que tenía la barra más larga y los cajones más anchos, era el de Rosa, su compañera. La corbata de Antonio formaba parte del lote de su ropa de invierno, así que, de pronto, ahí estaba, a la vista, colgada de una de las perchas. Antonio había llevado puesta esa corbata en su fiesta de licenciatura, hacía más de 15 años; después volvió a ponérsela tres o cuatro veces más, no sabría decirlo, con motivo de bodas y de un funeral. Después de acabar sus estudios en la universidad comenzó a trabajar en un colegio como profesor de Filosofía. Ahora había cumplido 40 años de edad. Esa mañana se había planchado una camisa mientras Rosa seguía en la cama, se había vestido y, antes de salir hacia su trabajo, sin una razón precisa, se puso aquella corbata. Bajó por el ascensor de la casa y en el portal, junto a los buzones, se cruzó con Meyer, la encargada de la limpieza. 'Buenos días', dijo ella. Antonio sintió una pequeña asfixia, como si aquel nudo en torno a su cuello impidiese que saliesen sus palabras. 'Buenos días', contestó por fin, ya de espaldas a Meyer, con el corazón algo acelerado.

Salió a la calle y caminó unos metros con su bolsa de trabajo. Pensó en que su padre siempre había vestido con corbata, y no sólo en la oficina. Había chicos en el colegio que salían de sus casas con la corbata puesta del uniforme. Sin embargo, más allá de compromisos ceremoniales, Antonio nunca había pensado en abotonarse el cuello de la camisa y anudarse una corbata. Creía que siempre iba a ser así, hasta aquella mañana de septiembre. Se detuvo a mirarse en el reflejo de un escaparate, se sentía a la vez alegre y desconcertado. La verdad es que no sabría qué decir si se cruzase entonces con alguno de sus amigos, con Rubén o con Daniel Compró el periódico en el kiosco de siempre. Apenas cruzó unas palabras con el kiosquero, pero sintió que al pronunciarlas resonaban entre sus costillas de un modo distinto. En el autobús, de camino al colegio, se dio cuenta de que aquel asunto de la corbata le hacía estar más nervioso que en su primer día de trabajo, cuando conoció a los otros profesores y tuvo que ponerse delante de los alumnos de una clase. Estaba aún a tiempo de quitarse la corbata antes de bajar del autobús, al fin y al cabo todavía no le había visto nadie de su círculo. Leyó las noticias del periódico durante el resto del trayecto. Cuando sonó por el altavoz el nombre de su parada estaba sereno, sentía que el mundo se extendía para él más allá de aquel barrio y aquella ciudad.

Esa mañana se había planchado una camisa mientras Rosa seguía en la cama, se había vestido y, antes de salir hacia su trabajo, sin una razón precisa, se puso aquella corbata

En el colegio, ante el pequeño gesto de Antonio de ponerse una corbata, hubo las siguientes reacciones: un par de profesoras del ciclo infantil le dijeron que estaba 'muy guapo', antes de seguir hablando de sus cosas; un grupo de maestros de primaria se burló de él, le preguntaron si es que iba a dar alguna conferencia en la universidad, cuando iba de camino a las aulas de bachillerato; en la sala de profesores de bachillerato nadie pareció reparar en la prenda de Antonio; en la clase, a esa primera hora de la mañana, los alumnos tampoco hicieron ningún comentario sobre la corbata, aunque a él le pareció que algunas alumnas del fondo se hacían gestos referidos a ella. Era comienzo del curso y a Antonio le tocaba hablar de los filósofos presocráticos. Se detuvo en el episodio que se cuenta de Tales de Mileto, cuando, de noche, cayó en un agujero por andar mirando las estrellas del cielo. Una esclava tracia que andaba por ahí se rió de él. Antonio explicó en la clase que los hombres sabios a menudo han sido en la historia objeto de burla.

A la hora del recreo, Antonio caminó hasta un estanque próximo al colegio y se sentó a terminar de leer el periódico. Su teléfono sonó un par de veces. Habló con su hermano y con su amigo Rubén. Solía llamarse con Rubén a esa hora. Rubén trabaja de profesor de instituto, había sacado una plaza de oposición. '¿Qué haces?', le preguntó. Comentaron algunas de las noticias del día, había momentos en que se quedaban callados y Antonio oía fumar a su amigo. Antonio sentía que un barco partía para él a partir de aquella mañana, y no sabía quiénes seguirían a su lado.

Miró las ondas del estanque. Pensó en que era el decimoséptimo curso que, con el otoño, empezaba explicando a los presocráticos. Volvió a hacer el cálculo de los alumnos que habían pasado por su aula y de los exámenes que había corregido. De pronto se hizo la hora de volver a la clase. En el corredor se cruzó con el director de estudios, un hombre de su edad. Miró un instante hacia la corbata de Antonio, pero no dijo nada. Antonio, durante la siguiente hora de clase, mientras los alumnos trabajaban en un comentario de texto, pensó en si aquel gesto de ponerse una corbata, natural en otras circunstancias, no era en su caso un síntoma de declive. Porque Antonio se había dado cuenta de que algunos alumnos veían en él un cierto modo de fracaso, en la medida en que solía dejarse ver leyendo libros de toda clase tras el cristal de la tutoría. ¿Acaso no sabía ya de sobra lo necesario para dar clase a bachilleres? Antonio era consciente de que, en cierto modo, ese leer innecesario le hacía parecer más tonto de cara a los demás, cuando estaba claro que no iba a tener otro destino laboral, como filósofo, que la enseñanza entre adolescentes. Luego miró por la ventana del aula: había árboles y, más allá, todo un horizonte de edificios nuevos en la zona de Valdespartera. Al final de la hora hizo leer en voz alta algunos de los ejercicios de los alumnos. Pensó en que, al fin y al cabo, lo que importa es lo que uno hace, no las cosas que se nos pasan por la cabeza. Y su trabajo era sin duda importante. En la última hora de la mañana le tocó volver a explicar en clase la risa de la esclava tracia. Dijo que a menudo el progreso aparece bajo formas y comportamientos que en su época resultan excéntricos o apartados de lo común. Continuó en un tono solemne, habló de la libertad, decía palabras propias de un discurso a la nación.

Esa tarde Antonio bajó del autobús unas paradas antes de llegar a su casa. Quería pasear por el centro de la ciudad en ese estado nuevo en que se encontraba. Se detuvo a mirar las estatuas y las alegorías que coronaban los bancos y los edificios públicos. Luego, en casa, comenzó un curso de inglés que guardaba Rosa en su estantería. Estuvo repitiendo frases al micrófono del ordenador hasta que Rosa volvió de su trabajo. Ella, al verle hablar inglés con aquella corbata, le preguntó si estaba bien. Lo hizo contenta de verle así, pero a la vez intrigada. Él trató de explicarse cuando a ella le entró una risa que no podía contener, tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para, entre carcajadas, pedirle perdón y decirle que le quería mucho.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?