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Pablo Agüero, a por la Cámara de Oro

FRAN GAYO

El universo de las comunidades utópicas, pasado por el filtro de la ficción, ha sido caldo de cultivo perfecto para toda clase de interpretaciones alegóricas, segundas lecturas con alguna connotación política, religiosa. Generalmente todo comienza con una huída, se abraza esa nueva familia como única vía hacia la libertad; llegado el momento, la comunidad sufre una grieta, se produce una crisis y, tras ella, los personajes vuelven al redil de una vida normal.

Pablo Agüero vivió la experiencia de criarse en un falansterio semejante al que él mismo retrata en Salamandra (Quincena de Realizadores), así que viendo la película no es difícil intuir una voz en implacable primera persona, una narración arrancada de las entrañas, con la urgencia de cualquier relato que lleva tiempo esperando ser contado.

No dejamos, además, de entrever en su ópera prima una fábula sobre la reconstrucción de un núcleo familiar cercenado y sobre el proceso de aprendizaje vital a través de las palabras y su significado.

El protagonista absoluto del filme es el pequeño Inti, criado por su abuela hasta que su madre (una Dolores Fonzi irreconocible y absolutamente fuera de control) decide regresar para encontrarse con él, viajando juntos a El Bolsón, lejana localidad de la Patagonia donde en los anos 70 se instalaron una fauna variopinta de post-hippies, iluminados, fugitivos de la justicia o, simplemente, gente con la necesidad de desaparecer.

La película es un viaje terrible y fascinante, una experiencia casi letárgica en la que cada elemento, cada recurso visual, cada línea de diálogo o salto de plano, ensalza una sensación constante de misterio. Agüero ha sido capaz de poner las riendas a secuencias altamente complejas que, en otras manos, caerían en el ridículo.

Desde ya, Salamandra es uno de los descubrimientos del festival, y firme candidata a llevarse la Cámara de Oro en unos días.

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