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Las tertulias de la República: cuando España se arreglaba en un café
El historiador José Calvo Poyato recrea el ambiente de los cenáculos culturales y políticos de Madrid, como el Café Suizo, en la novela de 'El año de la República'.
Madrid-Actualizado a
Madrid era un tranvía tirado por mulas cuando el 11 de febrero de 1873 se proclamó la Primera República Española, un período convulso que vería desfilar por el Gobierno a cinco presidentes en tan solo once meses. José Calvo Poyato ambienta su última novela en esa ciudad de faroleros, porteras, taberneros, amas de llaves y, cuando estas —las llaves— se resistían, serenos que "abrían las puertas de las casas cuando los señores llegaban algo más que bebidos y no acertaban con la cerradura", ironiza el historiador.
Calvo Poyato recupera al periodista Fernando Besora, personaje que había aparecido en Sangre en la calle del Turco, para describir el ambiente de la época desde la tribuna del Congreso y desde un velador del mármol del Café Suizo, frecuentado por literatos, artistas y políticos. Un local situado en la confluencia de la actual calle Sevilla con Alcalá, cerca de Valverde. Allí, cruzando la Gran Vía, se ubica el diario La Iberia, donde trabaja Besora, enfrascado en la investigación del robo de dos valiosos libros de la Biblioteca Nacional.
En ambos escenarios todo se hace y se deshace. O, al menos, se intenta, como todavía hoy se arregla o se desarregla el país en los bares. Sin embargo, los parroquianos de entonces eran los escritores Antonio García Gutiérrez o Juan Valera, el dramaturgo José Zorrilla, el pintor Casado del Alisal o los políticos Antonio Cánovas del Castillo o Miguel Morayta. El historiador deja claro que su presencia en el Suizo es un recurso literario, aunque todos frecuentaron los cafés que orbitaban alrededor de la Puerta del Sol.
Benito Pérez Galdós, por ejemplo, tituló su primera novela La Fontana de Oro, donde hoy corre la cerveza, pasto para guiris, en la vecina calle Victoria. Entonces, en cambio, el café se tomaba a sorbos espaciados, con parsimonia, al compás protocolario de la lección magistral y pomposa del tertuliano mayor. El ritual así lo requería, y quizás la billetera también.
Como decía Manuel Ossorio y Bernard, "en cada café se resuelven al minuto los más arduos problemas de la gobernación de Estado". Galdós, quien los veía como una feria donde se intercambiaba el pensamiento humano, puso en boca de su personaje José Ido del Sagrario aquello de que "Madrid sin cafés es como cuerpo sin alma". Algo "consubstancial" a la ciudad.
Había tantos cafés como tertulias, si bien los asiduos iban de uno a otro, menudeaban sus ocurrencias aquí y allá, eran miembros de derecho o se acomodaban en una mesa cercana para poner la oreja sin disimulo. Aunque Calvo Poyato menciona el Café de las Columnas, donde Besora intenta rascar alguna noticia, centra parte de la trama de El año de la República (Harper Collins) en el Suizo, que dio nombre al famoso bollo de leche.
"Era uno de los más elegantes y representativos, por eso reuní ahí a personalidades como Galdós, quien en 1873 publica sus cuatro primeros Episodios Nacionales, un auténtico récord; Juan Valera, quien está escribiendo Pepita Jiménez, su gran novela; o Cánovas del Castillo, a quien le hacen poco caso al principio, pero va ganando peso cuando se acerca la restauración borbónica, cuyo primer Gobierno presidiría", explica el autor.
Calvo Poyato se vale del café para explicar aquella España. Así, entre la clientela figuran Francisco Ortego y Josep Lluís Pellicer. "Como los periódicos todavía no publicaban fotografías, echaban mano de los dibujantes para reflejar la realidad de la época con sus grabados magistrales", comenta el escritor, quien sitúa como tertuliano a Casado del Alisal para relatar la fundación en 1873 de la Real Academia de España en Roma.
"Todos ellos vivían en Madrid, aunque no todos coincidieron en el Suizo, si bien empleo ese recurso literario porque sus conversaciones dan juego", añade Calvo Poyato, quien también invoca a los jóvenes asturianos Armando Palacio Valdés y Leopoldo Alas, Clarín. "Ambos rondarían los veinte años, estudiaban Derecho, estaban ansiosos por saber y aprender de gente con más experiencia en el mundo de las letras y sabían que en el Suizo se daban cita plumas de primer orden", escribe en la novela.
Por allí habían pasado los hermanos Bécquer y aún lo hacían el ministro Adelardo López de Ayala y el cronista Ramón Mesonero Romanos. "Cuando escribes una novela histórica, la ficción no puede alterar los acontecimientos, pero esas tertulias y sus miembros existieron", insiste el autor de El año de la República, un callejón sin salida que comienza con la abdicación de Amadeo de Saboya y termina con el pronunciamiento del general Martínez Campos.
"Sin base social, fue muy difícil sostener esa forma de organización política del Estado. Resultó un fiasco y una muestra de gran inestabilidad, por lo que la Primera República fue olvidada hasta por los propios republicanos, quienes no querían recordar un fracaso tan estrepitoso", asegura Calvo Poyato. Y, mientras los políticos no se ponían de acuerdo, tal como hoy, el pueblo sufría la subida de los precios, sobre todo del aceite y de las velas de sebo.
Apenas un año de infarto, consecuencia de un período de agitación y un estado de guerra permanente, donde gobernar resultaba imposible. "Hasta el punto de que el primer presidente de la Primera República, Estanislao Figueras, salió del Consejo de Ministros, tomó un tren en la estación de Atocha y apareció en París", apunta el historiador. Lo que se dice una despedida a la francesa.
Mientras, en el Suizo, uno de los escenarios de Fortunata y Jacinta, "se dan mano de amigo el carlista y el republicano, el progresista de cabeza dura y el moderado implacable", escribe Galdós, quien era muy del Café Fornos. La tensión del Congreso contrasta con esa "fraternidad española" y humeante, aunque ya decía Miguel Mihura lo de "veámonos en el café, que es terreno neutral".
"El Madrid de la época no se entendería sin el café ni las tertulias. Tampoco sin la pasión por los toros ni la rivalidad entre Lagartijo y Frascuelo, comparable hoy al clásico Madrid-Barça", añade Calvo Poyato, quien relata en la novela cómo los suizos Francisco Matossi y Bernardo Franconi no escatimaron en gastos cuando lo inauguraron en 1845, "poco antes de que Isabel II y su hermana contrajeran matrimonio".
Paredes enteladas, espejos con marcos dorados, mesas de hierro con tableros de mármol y varios salones. En la planta baja, el destinado a la tertulia, con "seis hermosos ventanales" y alumbrado de noche por "modernas lámparas de gas". Y los "buenos días" de Agapito, el jefe de los camareros, raudo con la capa, la chistera, los guantes y la bufanda de los clientes, "¿qué piensa usted del rumor que corre desde ayer?". La propina, a veces, es el saber.
Porque los cafés eran la universidad de la calle y el mentidero de la política. "Hablamos de un Madrid muy diferente y con mucho encanto. La Primera República Española fue una época brillante de la cultura sin la que no se entendería la posterior Edad de Plata, porque Galdós, Valera y tantos otros son los padres de la gran eclosión de la literatura española", concluye el autor de la novela.
Entonces llegó la monarquía, pero el café siguió siendo frecuentado por figuras como Santiago Ramón y Cajal, quien escribe en Recuerdos de mi vida: "Yo debo mucho a la sabrosa tertulia del Suizo. Aparte ratos inolvidables de esparcimiento y buen humor, en ella aprendí muchas cosas y me corregí de algunos defectos". Una "reunión de rancio y glorioso abolengo" de la que salieron "senadores universitarios, catedráticos, rectores, consejeros y hasta ministros".
"Sin afiliarse abiertamente a ningún partido turnante, la mesa del Suizo tuvo siempre espíritu político", prosigue el padre de la neurociencia. "Ella contentó, acaso con pasión y vehemencia [...], todos los grandes sucesos de la vida nacional; prorrumpió en gritos de indignación contra las arbitrariedades e injusticias del caciquismo, y lloró con lágrimas de rabia las inconsciencias e insensateces que prepararon las ignominias de 1898". Cánovas no fue testigo del desastre: el presidente del Consejo de Ministros e ilustre del café había fallecido un año antes.
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