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Veselin Vlahovic, el genocida que vino a asaltar pisos

ÓSCAR LÓPEZ-FONSECA

La maldad, esa cualidad humana que todos negamos tener y que, sin embargo, a algunos les sale hasta por las orejas, no conoce fronteras. Veselin Vlahovic, un cuarentón serbio con cara de tener muy pocos amigos y menos escrúpulos aún, es el mejor ejemplo de ello. Criminal de guerra en el conflicto que devastó la antigua Yugoslavia, llegó hace ocho años a España dispuesto a esconderse de las justicias de tres de los países en los que quedó desmembrado el antiguo Estado balcánico. Entre otros delitos, se le acusaba de haber asesinado a más de cien hombres, mujeres y niños entre 1992 y 1995 simplemente por no ser serbios como él. A ellas las violaba antes de matarlas. A muchos de ellos, los golpeaba con sus propias puños hasta la muerte para demostrar ante los miembros de su grupo paramilitar que no había perdido las cualidades que le habían convertido en campeón de boxeo júnior de la ex Yugoslavia. De todas sus crueldades, que le valieron el sobrenombre de Monstruo de Grbavica, deberá responder ahora en Bosnia, a cuyas autoridades fue entregado ayer mismo por la Policía Nacional.

La primera noticia que la policía española tuvo de su presencia en la península fue el 6 de noviembre de 2004. Ese día, pistola en mano, resolvió sus diferencias en un club de alterne de la provincia de Tarragona. A partir de ese momento dejó un rastro de atracos, asaltos a viviendas y tiroteos en los que siempre daba muestras de que la compasión era un término que no formaba parte de su vocabulario. Un ejemplo: en el asalto a una vivienda de Salou en 2005 estuvo a punto de matar a un bebé de tan sólo 20 días con el gas del aerosol que utilizó para adormecer a los habitantes de la casa. Su botín no pudo ser más magro: una cámara de fotos y un móvil.

Mató a más de cien hombres, mujeres y niños en Bosnia. En España decía que era jardinero

Su falta de escrúpulos iba acompañada de grandes dosis de fortuna que le permitían esquivar la detención en el último instante. En abril de 2005 dio esquinazo a la Guardia Civil tras un tiroteo en el que resultó herido en una pierna. Se ocultó en el monte como una alimaña hasta que se curó del balazo. Un mes después era detectado por la policía en un piso de Tarragona. Consiguió huir saltando desde un tercer piso. Sin embargo, su baraka le abandonó hace menos de medio año. El 1 de marzo pasado la policía lo detuvo en el municipio alicantino de Altea cuando salía de la casa donde vivía con una viuda andaluza de 57 años.

Hasta entonces, ninguno de sus vecinos había sospechado que aquel hombre serio, pero que siempre saludaba cortés a los que se cruzaba por la calle, fuera en realidad un asaltapisos y, muchos menos, un genocida en busca y captura. Andrés, como le llamaban en el pueblo, decía que trabajaba de jardinero y que de noche iba a hacer guardias a la iglesia ortodoxa rusa que había en la localidad. Ni siquiera su novia española, con la que vivía desde hacía meses, llegó a sospechar nada de su sangriento pasado. Ella declaró a la policía que siempre se había mostrado cariñoso. Él, sin embargo, se quitó la máscara de inocencia nada más ser arrestado. A los agentes que le interrogaron les reconoció con toda frialdad: 'He matado a más de cien moros... y quemé sus cadáveres. No me arrepiento'. Ahora será juzgado por ello en Bosnia.

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