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20 años de EPO

Se cumplen dos décadas desde la aparición en Europa de las primeras cajas de eritropoyetina recombinante en el mercado negro, una hormona que transformaría el deporte de la bicicleta.

IGNACIO ROMO / MADRID

Octubre de 1987. Aparecen en Europa las primeras cajas de EPO en los circuitos del mercado negro. La EPO (abreviatura de la eritropoyetina) sintética es la copia desarrollada por la ingeniería genética de la eritropoyetina natural, una hormona que se fabrica en el riñón y cuya misión es estimular la creación de nuevos hematíes (glóbulos rojos) en la sangre.

De forma súbita, la noticia de la existencia de una sustancia-milagro se extiende con rapidez en algunos sectores de los deportes de resistencia. Las personas con menos escrúpulos en relación con el dopaje, los entrenadores y médicos más cercanos al submundo de la trampa, comienzan a plantearse su utilización, sin experiencia previa, convirtiendo a los atletas en cobayas. Les trae sin cuidado el hecho de que éste es un medicamento exclusivamente investigado en personas enfermas.

Estamos ya en 1988, apenas han pasado unos pocos meses desde la aparición de la EPO y algo se percibe en la ciudad canadiense de Calgary. Allí se disputan los Juegos Olímpicos de invierno y los rumores del uso de un nuevo producto entre los esquiadores de fondo se extienden como una plaga. Desde aquellos días y durante dos décadas, la EPO ha sido el rumor constante y la eterna sombra que ha planeado sobre los campeones en las pruebas de larga distancia de diferentes deportes. Los sucesos del Tour de 1998, el año del caso Festina, revelaron la envergadura casi universal del dopaje con EPO entre los ciclistas de los años noventa.

La trampa no iba a durar trece años

En el 2000, se pensó que el dopaje con EPO había terminado. Se creía que su utilización en el deporte había durado tan sólo 13 años porque la hormona fue detectada –aunque aún con muchas imprecisiones– por vez primera en la historia en los Juegos de Sidney. Muchos pensaron que el anuncio de su detección iba a detener a todos. Sin embargo, estamos en 2007 y los deportistas siguen cayendo en la trampa como moscas atrapadas en la tela de araña de la EPO.

Desde el primer momento, la EPO preocupó a los expertos en la lucha antidopaje, no sólo por elevar el rendimiento físico de forma artificial, sino también por los efectos secundarios que produce en atletas no enfermos. El doctor Randy Eichner, catedrático de hematología de la Universidad de Oklahoma City, fue muy claro desde el principio: “El uso de EPO en deportistas es peligroso porque con esta hormona un ciclista puede alcanzar un hematocrito superior al 55% y, debido a la deshidratación, este índice se puede elevar al 70 por ciento”.

En ese punto, pueden desarrollarse trombos con riesgo posterior de infarto de miocardio, embolia pulmonar o cerebral. La sangre “se vuelve barro”, comentaba en privado otro hematólogo estadounidense.La EPO mató a deportistas y eso lo saben bien en Holanda. Los ciclistas que se inyectan esta sustancia ven subir enormemente sus cifras de hematocrito (los valores promedio se sitúan en el 43% para las mujeres y el 46% para los hombres).

Cuando se eleva en exceso la densidad de la sangre, ésta ya no circula por los vasos con fluidez y aquí reside el principal riesgo para el deportista. Si el trombo aparece en zonas vitales, como las arterias del cerebro o las coronarias, existe un riesgo elevado de muerte súbita.

Precisamente, la inexplicable muerte de 16 ciclistas holandeses (incluido el campeón nacional Bert Oosterbosch) entre 1987 y 1990 fue rápidamente relacionada con la administración de EPO.

Las muertes eran idénticas: paros cardíacos mientras los ciclistas dormían, debido al aumento de la viscosidad sanguínea y a la baja frecuencia cardíaca durante el sueño.

Hematocrito límite

En 1997, tras varias reuniones con expertos en dopaje, farmacólogos y hematólogos (médicos especialistas en alteraciones de la sangre), la Unión Ciclista Internacional puso en marcha un método para establecer sospechas objetivas de dopaje con EPO: cualquier ciclista que superara el límite del 50% sería apartado de la competición. La década de los noventa estuvo por tanto  inundada de dopaje sanguíneo indetectable: fueron años de barra libre.

En ciclismo, el récord de la hora alcanzó niveles de ciencia ficción, casi ridículos. En esquí de fondo, los valores de hemoglobina de los participantes subían a límites peligrosos.

En atletismo, eran desenmascarados atletas de primera fila, como el belga Mourhit (aún plusmarquista europeo de 10.000 metros) o el marroquí Boulami, que se había convertido en el único atleta que sin ser de Kenia lograba batir el récord de los 3.000 metros obstáculos en más de 25 años.

El dopaje con EPO también ha deparado sorpresas. Erik Zabel ha confesado recientemente que se dopó en 1996. Su caso es especialmente llamativo, ya que se trata de un velocista dopándose con una sustancia que no le hace más rápido, sino más resistente. Pero también ha habido atletas americanas, como Kelly White, que a pesar de ser sprinters se doparon con EPO. La explicación no es demasiado complicada: la EPO permite entrenarse más y recuperar mejor después de los esfuerzos.

El ‘derecho a la fatiga’

El excelente y original libro del periodista valenciano Juan Botella, titulado El derecho a la fatiga, subraya el impresionante avance registrado en los años noventa en las distancias de fondo del atletismo.

El cambio de tendencia en la evolución de las mejores marcas de 10.000 metros, cuando debería ser al revés por tratarse cada vez de récords más difíciles de batir, queda explicado en el libro bajo el prisma del dopaje sanguíneo. Aunque el texto se dedica en exclusiva a los corredores de fondo, el paralelismo puede extenderse al esquí de fondo y al ciclismo.

Lo más paradójico de esta situación es que, desde un punto de vista médico, no se debe olvidar que el descubrimiento de la eritropoyetina sintética representó una excelente noticia. Dejando al lado el terrible error que ha supuesto el dopaje, la obtención de esta hormona por ingeniería genética aportó un tremendo avance en el tratamiento de la anemia asociada a insuficiencia renal crónica, en pacientes sometidos a hemodiálisis.

La extraordinaria aportación a la ciencia de los laboratorios Janssen-Cilag no puede ser enterrada por su uso incorrecto por parte de deportistas, médicos y entrenadores sin escrúpulos. Han sido 20 años extraños y  muy confusos para el deporte, pero la detección ya es muy fiable y el problema está a punto de resolverse. La EPO es útil: los pacientes no mueren. Y el ciclismo, tampoco.

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