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Las dudosas prácticas de la industria farmacéutica que ha de librarnos del virus

Casos de sobornos a médicos, acusaciones de lucrarse de la investigación ajena y de lanzar algunos medicamentos que apenas aportan nada, precios desorbitados… extienden una sombra de sospecha sobre el sector farmacéutico

Estantes con medicamentos en una farmacia. REUTERS
Estantes con medicamentos en una farmacia. REUTERS

VICENTE CLAVERO

La victoria sobre el coronavirus, mediante un medicamento que cure la enfermedad o una vacuna que la evite, involucra a diversos colectivos, entre ellos los laboratorios farmacéuticos, cuyo papel en la producción y comercialización del remedio será sin duda determinante.

Hay mucho dinero en juego, dado el alcance mundial del problema, y todo invita a pensar que esta industria hará cuanto esté en su mano para ganarlo, como hace cada vez que se le ha presentado la oportunidad, no siempre con prácticas irreprochables.

Una de sus principales estrategias de venta es presionar sobre quienes deciden el consumo en una parte fundamental del mercado, el de prescripción (productos que sólo se expiden con receta), desplegando acciones que a veces pueden tener la apariencia de ayuda a la formación continua de los médicos (suministro insistente de información sobre nuevos fármacos, aportaciones para la organización o asistencia a congresos), pero otras son ajenas a la más mínima exigencia ética.

Entre esas acciones figuran los sobornos, que durante décadas fueron un secreto a voces, siempre negado por la industria, si bien algunos acontecimientos relativamente recientes han demostrado su existencia.

La multinacional Novartis tuvo que afrontar en 2015 una multa de 390 millones de dólares (357,8 millones de euros) por haber pagado viajes, banquetes y dinero a médicos estadounidenses para que recomendasen sus medicamentos. Ese mismo año, otro gigante farmacéutico, Pfizer, zanjó una denuncia por incumplimientos de su propio código ético con el despido de 30 de sus directivos en España.

Las compañías suelen rebajar estos casos a la condición de hechos aislados, aunque algunos estudios muestran que no lo son tanto. Uno de 2014, patrocinado por la Fundación de Bill y Melinda Gates, con el concurso del Departamento Británico para el Desarrollo Internacional y el Ministerio de Asuntos Exteriores holandés, sostiene que 18 de las 20 multinacionales farmacéuticas analizadas habían sido objeto de sanción en algún momento por motivos tan poco edificantes como el soborno o la violación de las leyes de la competencia.

El importe de los pagos directos o indirectos a los médicos es uno de los secretos mejor guardados de la industria, aunque en España el proyecto Medicamentalia, de la Fundación Ciudadana Civio, aportó en 2018 alguna luz sobre el asunto. Según este organismo independiente, que trabaja por la transparencia de las instituciones, dichos pagos habían ascendido el año anterior a 182,5 millones. Dieciocho médicos, adscritos a la sanidad pública y privada, fueron agraciados con más de 50.000 euros por cabeza.

Empleados de una farmacia cerrada durante el estado de alarma por la pandemia del coronavirus.. REUTERS/Jon Nazca
Empleados de una farmacia cerrada durante el estado de alarma por la pandemia del coronavirus.. REUTERS/Jon Nazca

Otra acusación frecuente a los laboratorios es que se lucran con medicamentos cuya investigación y ensayos clínicos son posibles gracias, en buena medida, a la inversión ajena. Un informe dado a conocer en 2018, dentro de la campaña No Es Sano, respaldada por instituciones como la Organización Médica Colegial de España, ponía ejemplos concretos al respecto. El producto estrella de Roche contra el cáncer de mama, el Trastuzumab, que para entonces le había proporcionado más de 60.000 millones de euros de ingresos en todo el mundo, se obtuvo con financiación procedente de universidades, centros de investigación y fundaciones sin ánimo de lucro.

Esa circunstancia no impide que los laboratorios fijen precios muy altos para sus productos, sobre todo en el ámbito de las nuevas inmunoterapias. Es el caso del Kymriah, de Novartis, indicado contra ciertos tipos de leucemia, y del Yescarta, de Gilea, que sirve para tratar algunos linfomas no Hodgkyn. Sus precios de salida en el mercado estadounidense fueron de nada menos que 475 .000 y 373.000 dólares (438.600 y 344.400 euros), respectivamente, pese a ser fruto de investigaciones sufragadas en gran parte con dinero público.

La respuesta de la industria a las afirmaciones del estudio de No Es Sano fue que su actividad entraña gran riesgo, ya que sólo una de cada 10.000 moléculas investigadas llega a convertirse finalmente en un medicamento, lo que requiere de fuertes inversiones, que las farmacéuticas pagan con sus propios recursos. De ahí que el precio de cada producto, según el sector, no deba reflejar sólo el coste de su investigación, sino de alguna manera también el de aquellas que han fracasado, porque en caso contrario el negocio sería inviable.

Otras voces recuerdan, sin embargo, que el gasto en I+D y en producción sólo supone el 13% del coste de un medicamento, mientras que el gasto asociado a la comercialización y promoción (estudios de mercado, análisis de la competencia, publicidad, deferencias con los médicos) oscila entre el 30% y el 35%. Con la particularidad, además, de que sólo uno de cada cuatro fármacos que salen al mercado son realmente innovadores o mejoran los resultados de otros ya existentes pero más baratos.

Como quiera que sea, el hecho cierto es que el precio de los medicamentos, en particular el de los más modernos, es una de las mayores amenazas que penden sobre los sistemas nacionales de salud, sobre todo aquellos que contemplan su financiación pública total o parcial, como ocurre en España.

Pese a la extensión de los genéricos (productos cuya patente ya ha expirado) y a los mecanismos de control introducidos en los últimos años, el gasto público en medicamentos supera en nuestro país los 16.000 millones de euros anuales, de los que dos tercios corresponden a recetas y el resto, a hospitales.

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