Otras miradas

El traje nuevo del emperador

Noelia Bail

Jurista y politóloga

David Clarà

Concejal de Podemos

Diosdado Toledano

Activista social

Sandra Ramos

Concejal de Podemos

Entrada del Hospital de Igualada, una de las localidades más castigadas por el coronavirus. REUTERS/Nacho Doce
Entrada del Hospital de Igualada, una de las localidades más castigadas por el coronavirus. REUTERS/Nacho Doce

Hans Christian Andersen escribió una fábula sobre un emperador muy preocupado por su vestuario. Un par de estafadores aprovechan esa debilidad y, haciéndose pasar por sastres, le aseguran que pueden fabricar una prenda con la capacidad de ser invisible ante una persona estúpida o ignorante. El emperador envió primero a dos de sus hombres de confianza a ver dicha prenda. Ninguno de los dos admitieron que eran incapaces de verla y la alabaron. Todo el reino había oído hablar del fabuloso traje y estaban deseando comprobar cuán estúpido era el familiar, vecino o amigo. Cuando el emperador salió desnudo a la calle, la gente, avergonzada por no ver el traje, lo alabó. Hasta que un niño dijo: «¡Pero si va desnudo!».

La expansión del Covid-19 ha desencadenado una crisis mundial sin comparación con ningún hecho de nuestra historia, occidental, reciente. El endureciendo de las medidas de confinamiento destinadas a evitar la propagación del virus ha puesto de manifiesto la importancia, el impacto y las consecuencias que las acciones pasadas pueden tener en nuestro futuro. Sin esperarlo, se nos han revelado las consecuencias de realidades que durante años, muchos y muchas no querían ver o no se atrevían a reconocer.

Cada día, a las 8 de la tarde aplaudimos como homenaje al personal sanitario de nuestro país. Un homenaje al esfuerzo diario de salvar vidas y atender a personas enfermas, sin importar en que condiciones deban hacer ese trabajo. Alardear de una gran sanidad pública para avalar recortes y privatizaciones, tratando de igualarnos a los modelos privatizados no ha hecho disminuir la entrega de las profesiones de la sanidad. Sin embargo sí que ha lastrado la capacidad de gestionar los recursos de una manera coordinada y con visión servicio público. Marea Blanca y gran parte del personal sanitario llevan años manifestándose en contra de estos recortes, avisando de la grave situación en la que se ponía a la sanidad pública. Como en la fábula del emperador, alguien estaba desnudando al emperador y solo vistas las consecuencias alguien se ha atrevido a gritar: "pero si va desnudo".

Nuestra sanidad pública está desnuda. Esta situación no se ha dado por casualidad ni de manera fortuita. La tela que nos cubre nos abriga, nos protege ante las inclemencias del tiempo. Se puede trabajar sin ella, vivir sin ella, y aparentar que todo esta bien, pero es cuando más la necesitamos, cuando nos damos cuenta podemos prescindir de ella. El coronavirus ha puesto en evidencia la fragilidad de nuestro sistema público de salud y las consecuencias de años de recortes en inversión sanitaria y en I+D. Y es ahora  cuando se echa de menos una industria farmacéutica pública o la soberanía productiva de instrumentos y material sanitario. Se hace evidente también lo equivocada que es la apuesta por la gestión privada de un derecho fundamental como la sanidad. Ni dos segundos tardaron las grandes mutuas sanitarias en desentenderse de las personas afectadas por la pandemia, dado el impacto económico que podía suponer para sus previsiones y cuentas de beneficios. El negocio por delante de la salud.

Cuando las cosas van mal dadas, todo el mundo se acuerda de lo público. Mientras nuestro sistema público de sanidad se dirigía hacia el colapso y nuestros profesionales sanitarios -de los mejores preparados del mundo- se veían de la noche a la mañana en situación de precariedad y de inseguridad total, las grandes mutuas privadas no recibían pacientes sin seguro médico privado.  Cuando todo lo demás falla, se recurre al Estado. Como decía Pepe Mújica en su conversación con Èvole "Ahora que las papas queman todos se acuerdan del Estado, y el Estado tiene que tomar medidas; pero cuando tengo que hacer plata y hacer la mía solo, ¡qué no se meta el Estado, por favor!" Y sí, ahora que las patatas queman, neoliberales consumados como Juan Ramón Rallo o Luis de Guindos nos sorprenden con declaraciones a favor de la intervención del Estado y de la socialización de los recursos. ¿Pero qué pasa cuando los instrumentos del Estado se encuentran mermados como consecuencia de décadas de la mala gestión política de los "grandes héroes neoliberales" que ahora piden una intervención pública? Pues que es ahora, con miles de muertos y con el país confinado, cuando se atreven a reconocer que el emperador estaba desnudo.

Y no, no es casualidad. Empezaron a desnudar al emperador durante el pacto para la desindustrialización entre el gobierno de Felipe González y los poderes económicos alemanes. Le dejaron sin ropa como consecuencia del proceso de privatización de las grandes empresas públicas que impulsaron y ejecutaron a partes iguales los gobiernos de Felipe González y José María Aznar. Le dejaron en cueros cuando las grandes empresas nacionales y los sectores estratégicos se convirtieron en activos del IBEX-35 y se utilizaron como puertas giratorias para alimentar a la clase política. Empresas que a día de hoy, cuando el emperador ya es consciente de su desnudez,  miran hacia otro lado o tratan de limpiar su imagen - al más puro estilo Amancio - ofreciendo recursos a precio de saldo después de años de evasión fiscal.

Leemos una nueva oda al neoliberalismo sanitario en boca de Javier Fernández-Lasquetty, con la ventana que el Mundo le otorga. Afirma las bondades de la gestión privada de los hospitales públicos, sin entonar ninguna crítica a la gestión sanitaria ni en estos hospitales ni en la gestión de las residencias, que la comunidad tiene derivadas. Nada leemos de las directrices de gestión ni de las decisiones que las consejerías autonómicas tomaron. La culpa es de otro. De "la imprevisión e incompetencia del Ministerio de Sanidad". Para apuntillar el discurso sale en su auxilio en La Razón. Tras miles de contagios y fallecidos en las residencias, es especial en la Comunidad de Madrid, la crítica versa sobre la inacción del Gobierno. Toca derivar al Estado la culpa de las incompetencias propias, porqué nadie quiere asumir que era el estúpido que no podía ver  el traje del emperador.

El jueves escuchábamos a un grandilocuente Gabriel Rufián reclamando un gran pacto social, "un nuevo Pacto Integral por la Vida". Eso, después de 10 años de dar soporte a un Govern, republicano en la teoría pero neoliberal en la práctica, que por el camino hacia la república  convirtió a la sanidad pública catalana en una sanidad externalizada y privatizada. Gobiernos reivindicativos en lo nacional pero neolibares en lo económico reivindican lo público, con unos presupuestos catalanes que se quieren aprobar y que poco tienen que ver con ese "Pacto por la vida". Tampoco quiere Rufián que les llamen estúpidos ni ignorantes por no haber visto la desnudez del sistema.

Las licitaciones  de los hospitales han hecho cambiar las ratios de pacientes asistidos por profesional, en una mercantilización de la asistencia. Cuando la crisis llega, las sanitarias deben seguir saliendo a visitar, y lo que no estaba en el pliego de contratación, no se aplica. Y cuando el desastre es inminente, nos encontramos con un personal sanitario que tiene una de las tasas de contagios más alta del mundo. Cuando se licita la gestión de las residencias públicas algunos políticos creen que se deriva la responsabilidad a cambio de un canon. La supervisión se convierte en un trámite burocrático y no asistencial. Se dan concesiones a entidades con dudosa experiencia previa, valorando factores de diversificación, competencia, y desarrollo del tejido empresarial. Las empresas compiten, y el Govern de Catralunya magnánimamente concede.  Al frente de estas concesiones ya no hay profesionales sanitarios, hay burócratas que cuentas facturas. Un sistema que cuenta monedas de plata, no es capaz de dar una respuesta a una necesidad sanitaria que no estaba presupuestada.

Han pasado 30 días desde el decreto de alarma.  El presidente Torra cargaba con el gobierno para que pusiera las fronteras que la república no pudo poner, y mientras tanto, nadie era capaz de coordinar un sistema asistencial atomizado, que gritaba de dolor sin que la dirección política del departamento de Treball, Afers Socials i Famílies supieran entender la magnitud del drama, ni dar respuestas que salvaran vidas. Y ahora, cuando toca contar los muertos,  y nadie quiere ponerlos en su cuenta, se recurre al Departament de Salud para que trate de atajar la sangría y poner orden a un sistema diseñado para competir y no para colaborar.

Además, Europa no está por la labor de compartir responsabilidades. Se ponen en evidencia las carencias de la Unión Europea, que tras endurecer el Pacto Fiscal Europeo para imponer estrictas políticas de ajuste, de austeridad y de control del déficit público se niega ahora a solidarizarse con los países más afectados por el COVID-19. La UE sigue manteniendo un proyecto presupuestario excluyente y insolidario, insuficiente para redistribuir la riqueza y corregir las graves desigualdades entre los países del Norte y Sur de Europa. Hemos perdido soberanía política y económica delante de la Troika y los mercados, y en consecuencia, su capacidad de intervención disminuye. Los estados han perdido gran parte de su soberanía en lo político y en lo económico, pero la sociedad, el tejido industrial, agrícola y empresarial le sigue exigiendo la misma capacidad de respuesta y la misma capacidad de reacción.

¿Cómo resolver entonces el problema? La respuesta se antoja evidente: el emperador necesita nuevos sastres. Unos que no le estafen ni se aprovechen de él en beneficio propio. Y es aquí donde el papel del gobierno es fundamental y lo estamos viendo durante las últimas semanas: por primera vez en una crisis se ha entendido que no se puede dejar a la gente atrás. Se debe salvar el tejido económico e industrial, sí, pero no a costa de abandonar a la ciudadanía. Como a día de hoy todo el mundo reconoce, el Estado, a través del gobierno, debe intervenir para que nadie quede atrás.

Es evidente que la crisis que sufre nuestra sanidad pública ante la pandemia no es una cuestión aislada ni coyuntural, es sistémica. Un sistema frágil y obsoleto que puede quebrarse ante cualquier imprevisto y que no hace más que aumentar la brecha de desigualdades sociales. Un sistema que, en el caso de nuestro país, se ha cargado el estado del bienestar. Prueba de ello es la situación en la que se encuentra la caja de las pensiones, o el sistema público de educación, con serias dificultades para afrontar un contexto como en el que nos encontramos.

Para vestir al emperador lo primero es perder el miedo a gritar que va desnudo. La falta de regulación de lo que el neoliberalismo llama "mercado"  promueve  la explotación laboral, los abusos de las grandes empresas y la especulación financiera de la banca y los fondos de inversión. La evasión, el fraude fiscal, los abusos y la corrupción han dejado al Estado sin capacidad de intervención. Para diseñarle un nuevo vestido al emperador, los sastres deben poner en evidencia las carencias y contradicciones de nuestro sistema. Mientras por un lado aplaudimos a nuestro personal sanitario y a las personas que facilitan el abastecimiento de productos de primera necesidad, por otro  favorecemos la destrucción del estado del bienestar alimentando empresas como Glovo o Uber. Los mayores beneficiarios de esta crisis son grandes empresas y cadenas de distribución, mientras que quienes lo pasan peor son los pequeños y pequeñas comerciantes y los currantes de a pie. Es importante no olvidar eso.

Vestir al emperador significa entender que la política ha de velar por el cuidado y el bienestar de la ciudadanía como forma de desarrollo de la sociedad. Una realidad que se hace más evidente que nunca durante esta crisis y en la que nos hemos dado cuenta de que dependemos unas de otras. Una situación en la que una cajera de supermercado, una trabajadora de atención a la dependencia o un mensajero han obtenido por primera vez el reconocimiento social que se merecen. Heroinas cotidianas que se les ha negado en cada negociación colectiva y en cada recorte. El coronavirus nos ha hecho ver que el emperador va desnudo, pero también nos ha dado la oportunidad de tejer un nuevo vestido. Uno que le proteja y del que pueda sentirse verdaderamente orgulloso. De nosotras depende decidir qué traje llevará.

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