Otras miradas

La mala fe de Carmen Calvo

Noelia Adánez

Doctora en Ciencias Políticas

La mala fe de Carmen Calvo
La exvicepresidenta del Gobierno Carmen Calvo.- EUROPA PRESS

Los seres humanos somos libertad y, de acuerdo con el existencialismo que lo proclama, rezumamos mala fe allí donde no estamos en condiciones de habitar la propia libertad con sentido de responsabilidad. La conciencia de ser libre genera angustia y su mala gestión provoca conductas irresponsables.

Si Sartre creía que cuando la mala fe es autoimpuesta se incurre en una falta moral, Beauvoir concentró sus esfuerzos en analizar lo que sucede cuando es infligida y da lugar a situaciones de opresión. Desde la publicación de El segundo sexo en 1949, la filósofa y escritora francesa desplegó una estimulante indagación sobre las toneladas de mala fe que cimentaron la compleja arquitectura del patriarcado. Beauvoir fue, como Sartre, una pensadora de la libertad pero, a diferencia de él, señaló que hay quienes tienen mayor margen para el ejercicio de su libertad y quienes tienen menos. Como es lógico, Sartre terminó por darle la razón.

La opresión, como una estructura de mala fe, tiene una capacidad de perdurar tan asombrosa como aterradora. Y de manera concreta la opresión que toma al género como leitmotiv ya ni os cuento. Las mujeres hemos sido sujetos oprimidos en el curso de nuestra historia contemporánea, mientras que las personas que hoy llamamos trans han visto negada su existencia misma.

No se trata de comparar situaciones ni de poner a competir colectivos. Los derechos, en democracia, no son una suma cero. Como se ha repetido en innumerables ocasiones, el reconocimiento de los de unas no es en detrimento de los de otras. ¿Por qué este encono?; ¿por qué esta mala fe?

No me estoy preguntado por las razones de la fragmentación de los feminismos o de la reacción antitrans de un sector muy concreto del partido socialista y su militancia; tampoco por el repliegue reaccionario de una parte de la sociedad frente a la lógica atención de las demandas de colectivos minoritarios o la ampliación de derechos por parte de un gobierno de signo progresista. Todo esto ya ha sido analizado y comentado con amplitud en los últimos meses por compañeras activistas y del ámbito académico.

Me pregunto hoy de manera muy concreta por las actitudes particulares de quienes han participado y lo siguen haciendo en el ataque a las personas trans y sus derechos porque observo en ellas, esencialmente, mala fe. La política socialista Carmen Calvo la exhibió hace pocas fechas de un modo tan indisimulado que causó rubor, supongo, dentro de sus propias filas de partido.

Esta mala fe responde, por un lado, a una incapacidad para entender que es imposible e innecesario explicar el mundo única y exclusivamente desde nosotras mismas, es decir, a un problema de angustia ante la posibilidad de que cada quien viva su vida en libertad. Por otro lado, la misma mala fe tiene que ver con necesitar que exista una corriente de opresión en la sociedad, de un tipo muy concreto y reconocible, para poder ocupar un lugar en ella. La alegada opresión de unas parece haberse convertido en la palanca de su privilegio y su privilegio, la atalaya desde la que conceder permisos para existir o denegarlos. Y este esquema se sostiene sobre la mala fe, exhibida sin pudor y sin complejos, sin justificación y con torpeza, a manotazos y golpes de imágenes distorsionadas de las personas trans como seres caprichosos, con una imagen que oscila -contradictoriamente, pero la mala fe obra milagros y oculta las incongruencias- entre la irrelevancia y la amenaza social. El patriarcado es una estructura, una malla tupida cosida con el hilo de la mala fe en torno a las diferencias de sexo/género. Su existencia oculta lo que a Sartre tanto le costó ver: que no todas las personas gozamos de la misma libertad. Beauvoir lo tenía claro y yo también: las feministas hemos de estar del lado de las que menos tienen.

 

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