Dominio público

Restablecer las fronteras

Santiago Alba Rico

Escritor, filósofo y ensayista

Un menor migrante se sienta dentro de un autobús que llevará a los migrantes desde el puerto de Kalamata a un centro de recepción de migrantes en Malakasa, Grecia, este viernes, tras ser rescatados. -YANNIS KOLESIDIS / EFE
Un menor migrante se sienta dentro de un autobús que llevará a los migrantes desde el puerto de Kalamata a un centro de recepción de migrantes en Malakasa, Grecia, este viernes, tras ser rescatados. -YANNIS KOLESIDIS / EFE

El periodista Giovanni Bellu escribió en 2004 un libro estremecedor en el que rememoraba el mayor naufragio de la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, ocurrido el 25 de diciembre de 1996 frente a las costas de Portopalo, en Sicilia, donde se hundieron entre las olas 283 migrantes procedentes de Sri Lanka y Pakistán. Silenciado por los medios de comunicación, despachado con indiferencia por el gobierno, Bellu reconstruyó este viaje trágico a partir del carnet de identidad de una de las víctimas, hallado por un pescador siciliano; pero reconstruyó asimismo las dificultades de su investigación, enfrentada una y otra vez al negacionismo y la agresividad de los habitantes de Portopalo, muchos de ellos dedicados a la pesca y acostumbrados, desde hacía años, a encontrar en sus redes restos indumentarios u orgánicos de los náufragos. ¿Qué hacían con ellos? ¿Los recogían y eventualmente les daban sepultura? No, los devolvían al mar y guardaban silencio, apoyados por don Calogero, el párroco de la localidad, que entendía muy bien las tensiones laborales y morales de los pescadores y los absolvía de sus pecados. Utilicé esta terrible historia en el prólogo de mi Capitalismo y nihilismo (2007) para justificar el título: "Una economía que produce cadáveres", escribía yo, "y una sociedad que los devuelve ininterrumpidamente al mar".

Ya en el siglo XXI, "el mayor naufragio de la historia de Europa" no ha dejado de repetirse: doscientos catorce muertos en marzo de 2009; cuatrocientos noventa y cinco en marzo del 2011; doscientos cincuenta, trescientos setenta y doscientos setenta en sendos naufragios acaecidos en abril, mayo y junio de ese mismo año: trescientos en octubre de 2013; trescientos y cuatrocientos y ochocientos cincuenta y trescientos entre abril y agosto de 2015; quinientos y ochocientos noventa y quinientos y ciento sesenta a lo largo de 2016; ciento ochenta y cien en 2017; cien más en junio de 2018; ciento catorce y ciento cincuenta en enero y julio de 2019; ciento diez en febrero de ese mismo año.

Ahora, hace unos días, en el mar Jónico, abandonados por las patrulleras griegas, se ha ido a pique una barcaza en la que viajaban más de setecientas personas, de las que solo se han rescatado con vida a ciento cuatro. Todas estas cifras, por cierto, se refieren solo a los grandes naufragios y además son aproximativas. De todos los casos se podría decir lo mismo que han declarado las autoridades de Atenas respecto del último siniestro: "Quizá nunca sepamos cuántas personas han muerto".

Solo en lo que va de año se han registrado 1035 víctimas; y la Organización Internacional para las Migraciones estima que desde 2014 se han ahogado en el Mediterráneo en torno a 27.000 personas, tantas que parecen ya siempre la misma; tantas, y en medio de tal silencio submarino, que es imposible reconstruir, como hizo Bellu con Anpalagan Ganeshu, el adolescente de Sri Lanka, sus historias individuales. Al caer al mar, pierden al mismo tiempo la vida, el nombre, la dignidad humana. Los que se salvan, como sabemos, no son mimados como supervivientes o celebrados como héroes: encerrados en eufemísticos CIEs, devueltos a la fuerza a sus países de origen, los más afortunados acaban siendo prisioneros en rentables circuitos ilegales de explotación laboral o condenados a la marginación y la delincuencia. Esa viene siendo, amigos, la Europa humanitaria y democrática que acabará gobernando la extrema derecha.


Semejantes cifras hacen bastante verosímil el rubro con el que el teólogo Franz Hinhelammert describió hace algunos años esta rutina: "Genocidio estructural". Se objetará con razón que el término "genocidio" es jurídicamente impreciso y que, en su sobresemantización, se nos antoja casi retórico y vacío. Pero Hinkelammert no habla de imputaciones sino de magnitudes; trata sencillamente de agarrar mediante un vocablo inexacto la extensión terrible, y la grave responsabilidad ético-política de este crimen.

Podríamos llamarlo "holocausto estructural", porque tiene algo de sacrificio griego total; o al menos "matanza estructural", porque su número es mucho mayor que el de un modesto "genocidio". Lo que importa, en todo caso, es su carácter "estructural". Hace unos días, en diálogo con Clara Ramas en torno a su brillante edición del Dieciocho Brumario de Karl Marx, recordábamos obviamente la famosa frase sobre la repetición de la historia (la primera vez como tragedia, la segunda como farsa) y yo me preguntaba a continuación: ¿y si se repite una tercera vez y una cuarta y una quinta y una enésima vez?

Si se repite muchas veces, ¿se repite como qué? Mi respuesta era: se repite como Destino, cuya traducción laica es justamente "estructura"; a partir de la tercera vez, sí, la Historia se repite como una "estructura" autónoma, en cadena y de manera espontánea y articulada. Ahora bien, entre el Destino y la estructura hay una diferencia evidente. Pues mientras que el Destino "está escrito" (maktub, como dirían los árabes) en la Voluntad fatal de la divinidad o en el inexorable libro de la Fortuna, la Estructura se escribe en los despachos, en los Parlamentos, en acuerdos internacionales decididos por gobiernos a menudo democráticos; son repeticiones queridas, meditadas, firmadas por sujetos individuales y materializadas en políticas migratorias concretas y concretos dispositivos de control.

Es verdad: además de la "estructura" están el mar, la fragilidad del barco, la codicia de los passeurs, condiciones físicas libradas al azar, de manera que siempre hay una posibilidad de llegar a la costa (junto a las muchas posibilidades de sucumbir en el camino) y es esa posibilidad la que se vive desde el cuerpo del migrante, con emoción y con esperanza. Esto es cierto, pero hay que decirlo alto y claro: no son el mar ni el barco ni el passeur los responsables de todas estas muertes; los mata la "estructura". "Mira, Samir, tu Destino es morir". "Mira, Sofian, tu muerte forma parte de la Estructura".

Esa Estructura son decisiones políticas y dispositivos de control (el reciente acuerdo migratorio de la UE, por ejemplo, o Frontex) y esa Estructura somos también nosotros, los habitantes del Portopalo europeo, acostumbrados a compartir los baños en el Mediterráneo con los restos de Anpalagan, de Samir y de Sofian; y a beber vino blanco mientras degustamos una lubina alimentada con los despojos de Hamida, de Hind y de Mamadou. Evocando a Toni Morrison, podríamos decir que ninguna sociedad puede soportar mucho tiempo el daño moral de la esclavitud o del antisemitismo.

Pero antes de que ese daño moral se autoperciba como intolerable, se pasa siempre, al parecer, por un largo período de hipocresía -en el que aún podemos defender en paralelo nombres y acciones incompatibles entre sí- y por un breve y fatal período de intensa ferocidad desnuda. El tiempo de la hipocresía, con sus muertos bajo la alfombra, se está acabando, me temo. Es tiempo de nihilismo activo y entusiasta. Nadie quiere ser malo, es verdad; todos queremos ser buenos y seguir siendo buenos además mientras odiamos al extraño, rechazamos al que nos pide hospitalidad, matamos al que llama a nuestra puerta. Dejémonos, pues, de hipocresías; hay que reivindicar "lo nuestro" sin complejos, acabar con la "ideología de los DDHH", restaurar la vieja soberanía nacional. He ahí la ventaja de la ultraderecha: apoyaremos a cualquiera que nos convenza de que podemos seguir siendo buenos abandonando a los náufragos; o aún más: de que somos tanto mejores (tanto más "españoles" o "italianos" o "buenos padres" o "buenos vecinos") cuanto más abandonamos a los náufragos.

Como escribí en una ocasión, si "refugiado" es etimológicamente "el que huye hacia atrás", los verdaderos refugiados somos los europeos, encerrados cada vez más en nuestro pasado más violento, sin puentes y sin orillas. Para entender lo que está en juego, conviene leer estos días a Patricia Simón e Hibai Arbide. La imagen descrita por este último de un operario del puerto de Kalamata luciendo una cruz gamada tatuada en el cuerpo mientras descarga los cadáveres de los náufragos resume perfectamente este paso definitivo de la hipocresía al nihilismo.

Hay, como sabemos, una continuidad entre la inmigración y la construcción de un enemigo interno, asociado, por lo demás, a la extensión y explotación de la islamofobia (pensemos, por ejemplo, en el reciente apuñalamiento de varios niños en Francia por parte de un refugiado sirio, identificado enseguida como "musulmán" pese a su nombre evidentemente cristiano). No sigamos por ese camino. Europa no puede permitirse de nuevo el precipicio de un "enemigo interno", consecuencia inevitable de nuestra enfermiza relación con el "bárbaro", al que tenemos que dejar entrar y al que tenemos que impedir entrar, al que necesitamos y utilizamos al mismo tiempo que lo odiamos y lo matamos.

La única manera de salvar Europa es salvar la democracia (régimen ya excepcional en la sociedad global) y la única manera de salvar la democracia es salvar a los otros; salvarlos y cuidarlos como a nosotros mismos. Las políticas migratorias europeas, hoy en manos de Giorgia Meloni y de nuestros dictadores amigos, son el más expedito acceso a nuestras instituciones de la dictadura y el neofascismo.

En este sentido, los acuerdos en España entre el PP y Vox encajan como un guante en el horizonte postliberal en el que orbita ya nuestra derecha, cuya pendiente autoritaria se resume en la frase más inquietante que ha pronunciado Feijóo en su vida: "Vamos a derogar todas aquellas leyes que están inspiradas en las minorías y atentan contra las mayorías", dijo hace unos días. La democracia, lo olvida Feijóo, consiste solo en eso: en la defensa y protección de las minorías, que son las que realmente protegen a las mayorías. Sin derechos para los homosexuales, los trans, los inmigrantes, los niños, los enfermos, los ancianos, sencillamente no hay Derecho. Todos estamos en minoría alguna vez en nuestra vida.

En un mundo complejo y desigual, en el que la soberanía nacional, distribuida jerárquicamente, decide aún la economía y la política globales, no basta con invocar mágicamente la jaculatoria del "fin de las fronteras". De hecho, el problema -al contrario- es que ya no hay fronteras. Ahora lo que hay son muros: desde el año 1989, fecha en que cayó el de Berlín, se han construido cincuenta y siete en todo el mundo.

Es muy difícil, es verdad, mientras no se transforme radicalmente el orden global, encontrar una forma de conciliar la Nación-Estado con la declaración de DDHH de la ONU. Habrá que luchar por ello. Pero entre tanto, frente a una ultraderecha rampante, excluyente y potencialmente criminal, entregada a su nihilismo identitario, habría que pedir a la UE otras políticas posibles: habría que pedirle que renuncie de una vez a la hipocresía, sí, derribe los muros y restablezca sus fronteras exteriores, al menos tal y como funcionaban antes de 1985, cuando se redactó el tratado de Schengen y se impusieron muros físicos y administrativos para limitar aún más la entrada en Europa de migrantes y refugiados.

Ningún muro, ni vertical ni horizontal, ni sólido ni líquido, va a impedir que humanos desesperados, o simplemente decididos y soñadores, entren en nuestras ciudades. Los muros, al contrario, tienen un "efecto llamada" irresistible para jóvenes dispuestos a sobrevivir por encima de reglas injustas; y los muros, al mismo tiempo, tienen un efecto profundamente "desmoralizador" en los ciudadanos europeos, que pasamos a despreciar, rechazar y temer, como a criminales irredimibles o parásitos clandestinos, a cualquiera que haya tenido que saltar uno para ayudarnos a cuidar a nuestros padres o a recoger nuestras fresas. Eso es el nihilismo. Los obligamos a entrar de tal manera que, cuando no pierden la vida, pierden su humanidad. Una vez perdida la humanidad (nuestra historia nos debería enseñar esta lección) tanto su vida como nuestra propia humanidad están en serio peligro.

Nadie debería perder ni la una ni la otra. ¿Queremos muros? No olvidemos entonces que es imposible que Europa sobreviva a este doble deseo de ser buena y de dejar morir a miles en el mar. Salvar al que se ahoga no es ni siquiera un precepto democrático; es un imperativo de pura, desnuda, indispensable humanidad. Samir se ahoga en el mar; nosotros en el mal.

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