Otras miradas

Vivo de alquiler y tengo 87 años

Israel Merino

Periodista. Autor de 'Más allá de la noche'

Vivo de alquiler y tengo 87 años
Cartel de una vivienda de alquiler.- EFE

Hace unos días se publicó un estudio que dice que vivir de alquiler, tal y como está la movida, envejece más que estar en paro o incluso fumar. Supongo entonces que tengo 87 años, como mínimo.

La verdad es que no me gusta victimizarme – no más de lo común, ya me entendéis –, sin embargo, una de las poquitas cosas que he aprendido estos años es que no siempre eres el culpable de tus problemas. A veces, las cosas vienen, como las mantis o las ratas, y tú te conviertes en un pardillo que se come el conflicto sin desearlo ni aspirar a él. Un poco como cuando los chungos te tiraban arena en la cara siendo niño.

Como venía diciendo, hace unos días se publicó un estudio muy chulo, realizado por la doctora Amy Clair – del Centro Australiano de Investigación sobre Vivienda –, en el que se analizaba la edad bilógica de diferentes personas de Reino Unido y se llegaba a la conclusión de que las más envejecidas era las que vivían de alquiler. De alquiler privado, concretamente.

El lector, que es inteligente y tiene más calle que un semáforo, habrá entendido a la primera por qué sucede esto: efectivamente, porque la exposición constante al estrés de tener que pagar una renta y de saber que ni las cacerolas del Ikea son tuyas y de que hay un señor haciéndose rico – sí, rico; he dicho rico – a costa de tu tranquilidad te acaban haciendo mella lentamente, tal y como lo hace el carboncito de una cachimba cuando lo sujetas mucho tiempo entre los dedos.

Ese estrés, esa ansiedad fruto de mirar atrás y no ver nada, pero también de mirar hacia delante y toparse con la misma oscuridad, nos ha convertido, en palabras de mi amigo Alejandro, en una especie de veteranos de guerra sin guerra detrás: hemos envejecido demasiado antes de tiempo.

Supongo que muchos de vosotros estaréis de acuerdo conmigo en que hay personas, no les vamos a echar la culpa, que con apenas veintipico o treinta años viven reventadas; viven agotadas, hastiadas, arrastrando mucho los pies y sintiendo el cansancio como pellizcos de monja vieja en sus brazos.

La vida se ha vuelto chunga, bronca y competitiva; las cosas que nos prometieron no llegan – ni llegarán; si quieres optimismo ponte una comedia romántica – y nosotros nos estamos desgastando. Pagar el alquiler se ha vuelto ahora una batalla diaria y eso se nos nota.

Se nos nota porque nos hemos vuelto viejos de repente y no tenemos ganas de hacer nada; se nos nota porque, pensamos, para qué mierdas vamos a aspirar a más si no hay nada más por lo que aspirar; se nos nota porque el peso de pagar 600 euros al mes (como poco) por 40 metros cuadrados con cucarachas como Panzers es demasiado grande. Se nos nota porque ya somos como ese arquetipo de viudo español triste que dice que para qué va a rehacer su vida o echar siquiera un polvo: total, ya no nos queda mucho.

A veces, seguro que no soy el único, me gusta leer prensa rosa y ver programas de famosos. No sé muy bien por qué lo hago, pero me produce cierta sensación de descanso y tranquilidad ver a toda esa gente rica y exitosa viviendo relajadamente, también escuchar a los tertulianos comentar con caras envidiosas lo bien que está para su edad cierto actor. Seguro que yo no estaré igual de bien cuando llegue a esos mismos años – si es que llego.

Escribo estas líneas con solo 23 años. Sé que soy joven, tampoco vengo aquí a vacilar, pero la precariedad y la pobreza – más lo segundo que lo primero, pues lo primero es temporal y aquí no hay indicios de mejora – han hecho que me sienta mayor, desfasado, atormentado. Este sábado, por ejemplo, fui a un concierto de Natos y Waor con un grupo de amigas, todas ellas más grandes que yo, y sentí que ellas eran mucho más jóvenes. Disfrutaban brincando, cantando, saltando y bebiendo mientras yo, casi con cara de susto, no paraba de hacer cálculos mentales con mi cuenta bancaria para averiguar cuánto dinero exacto me quedaría si me comprara otra cerveza. Por supuesto, ninguna de esas amigas que menciono tienen que pagar alquiler.

La sensación constante de vivir en el filo de lo temporal, que es lo que significa vivir de alquiler, nos desgasta porque nos mete en la cabeza – y nos lo mete porque es verdad – la idea de que nunca vamos a ser dueños del todo de una pequeña parcelita de nuestras vidas; siempre vamos a estar dependiendo de otro señor para que nos arregle una humedad, nos cambie esa alcachofa oxidada del año noventa o nos ponga un aire acondicionado nuevo, que no somos tontos y sabemos de sobra que el que venía con la casa ya estaba estropeado.

Nos hemos hecho viejos muy rápido, casi de repente, por pelear en batallas que son injustas y en las que nos hemos visto envueltos por cometer el peor de los pecados que puede cometer un hombre: nacer pobres.

De hecho, he envejecido tan rápido que más arriba he puesto que tengo 23 años, cuando en verdad creo que tengo 22.

Más Noticias