Otras miradas

Hija de dos guerras

David de la Cruz

Periodista, concejal de Adelante Andalucía en el Ayuntamiento de Cádiz

Decenas de personas participan en una manifestación contra la guerra de Israel en Gaza en Barcelona. EFE/ Alejandro García
Decenas de personas participan en una manifestación contra la guerra de Israel en Gaza en Barcelona. EFE/ Alejandro García

De padre palestino y de madre ucraniana, Aiia Elbasioni, una joven estudiante de Erasmus en Cádiz, sufre en su piel los dos conflictos: la invasión rusa y el genocidio israelí. En estos últimos meses han asesinado a catorce familiares directos. Todos gazatíes.

La cabeza alta, el paso firme, la sonrisa en el rostro y la derrota en la mirada de ojos oscuros. Aiia Elbasioni (Kiev, 2004) espera a que se diluya la concentración de una tarde lluviosa de invierno en apoyo al pueblo palestino. Luego, se acerca, se toca el pelo negro, húmedo por el chirimiri, y en un español chapurreado pregunta: "¿Eres periodista? ¿Sí? Me gustaría contar mi historia". Su historia. La historia de una estudiante de Filología Hispánica que debería de disfrutar de su beca Erasmus en Cádiz hasta febrero y sobrevive a base de ansiolíticos y coraje. Su historia. La de una hija de una madre ucraniana y un padre palestino, de quien vive pendiente de su móvil, de las noticias de la guerra y de la masacre de Gaza. Su historia. Que lleva a la espalda catorce muertes, catorce asesinatos del Ejercito israelí. Todos gazatíes. Todos cercanos, incluido tres de sus hermanos: uno de año y medio, otro que apenas llegaba al mes de vida y su hermana de cinco.

Su historia, que desgrana varios días después, una tarde de diciembre, con un café con leche que derrama mientras enseña en su móvil la galería de fotos que le manda un primo de la situación en la Franja: lo que fue un hogar, lo que fue una escuela, lo que fue un bloque de casas, ahora todo es escombro. Su historia, que intenta contar con frialdad, pero se le quiebra la voz cuando recuerda a su hermana, de siete, una de las pocas supervivientes "de momento" en el exterminio que lleva a cabo Israel. Su historia, que se actualiza a cada instante, que teme a cada momento, que vive pendiente de las cifras deshumanizadas de pérdidas civiles: 20.000 palestinos van ya mientas se escriben estas líneas. Su historia, mientras seca con servilletas el café caliente derramado en la mesa:

"Nací en Kiev. Mi padre, palestino, de Gaza. Mi madre, ucraniana. Tuvieron tres hijos. Uno de ellos, uno de mis hermanos, falleció por una cuestión de salud. Ellos se separaron, aunque siempre mantuvieron muy buena relación. Él se fue para su tierra, donde comenzó con otra mujer y tuvieron dos hijas y dos hijos más, el último no llegaba al mes de vida cuando lo mataron en un bombardeo. Desde los ocho a los doce años viví en Gaza. Conocí la invasión, la guerra y el bloqueo. Pero, aunque fuera duro, no tiene nada que ver con lo que se está viviendo ahora. Esto es mucho peor. Allí aprendí que la gente es muy abierta, muy hospitalaria, mucho más que en Ucrania. Siempre ofrecen lo poco que tienen. Siempre tienen las puertas abiertas y ofrecen comida a quien pase".


Su historia, que se detiene por primera vez en febrero del 2022, que se trunca con la invasión de Rusia. Se suspenden los estudios, prohíben a su hermano salir del país por encontrarse en edad militar. Ella observa cómo se resquebraja la salud mental ante el miedo de que le llamen al frente. Se rompe la rutina que da paso a la incertidumbre. Sin embargo, le calma la solidaridad internacional, el apoyo unánime y sin fisuras. Las condenas a Putin y a sus delirios expansionistas consuelan al pueblo ucraniano, que no se ve solo. "Mi suerte es que tengo pasaporte ucraniano. Si fuera palestino, no podría viajar, ser refugiada ni residir en otro lugar. No podría estar aquí".

Y pese a que el conflicto en el Este se extiende en el tiempo hasta el punto de convertirse en crónico, Aiia no ha sufrido ninguna pérdida cercana. Todo lo contrario que en Palestina tras el ataque de Hamás a territorio israelí el pasado 7 de octubre. Desde entonces, 20.000 palestinos, en su inmensa mayoría civiles, han sido asesinados y Aiia tiene que utilizar los dedos de sus manos para contar los familiares fallecidos a sangre y fuego del Ejército sionista: "Mis dos hermanos pequeños, mi hermana chica, tres tíos, dos tías, mi madrastra, la esposa de mi tío, un primo, una prima, el hijo de mi primo y el nieto de mi tío". Cuenta hasta catorce. Catorce nombres que debe pensar para no olvidar a ninguno. Catorce rostros. Catorce cuerpos. Catorce vidas. Catorce. A alguno ni siquiera llegó a conocerlo, como su hermano pequeño, en la cuarentena de la vida, que no tiene certificado de nacimiento, pero sí de defunción. En esos días tocó fondo. Una semana en la que no tenía fuerzas para acudir a clases, en las que sobrevivía a base de pastillas, en los que se sentía mal por lo cotidiano: una ducha, una comida o una cama. "Cómo voy a disfrutar, cómo voy a seguir queriendo vivir, o estar de Erasmus, si sé que parte de mi familia está muerta y que mi hermana y mi padre no tienen nada. Absolutamente nada. Ni donde dormir, ni algo que llevarse a la boca o cómo limpiarse. Mi madre está intentando adoptar a mi hermana. Pero no puede. No la dejan". Por eso, cuenta los días para su regreso a Ucrania, que será en febrero, e intentar el propósito de acoger a la niña en Kiev.

Llevarla hasta su país, por el que expresa sentimientos encontrados. Un país que ama, pero que al mismo tiempo critica. Porque no entiende, porque no comprende, cómo es posible que un Estado que sufre una invasión, se posicione ahora con Netanyahu (presidente de Israel) y sus inhumanas pretensiones. Por más que Zelenski (presidente de Ucrania) sea también judío, no es lazo suficiente para justificar "el cínico doble rasero". Un país, el suyo, que lo siente como hogar, pero en el que al mismo tiempo se siente extranjera, donde ha sufrido el racismo en su piel: "Me preguntan por mi color más moreno, que no encaja siendo ucraniana. Desconfían si explico que tengo raíces palestinas. Me han llegado a acusar de terrorista". Un país, el suyo, en el que asegura que pese a la difícil situación "ni se acerca" a la que considera su otra tierra, su otra patria: Palestina.


Porque Aiia no justifica ningún ataque, ninguna muerte de civiles. Condena todas. También las que cometió Hamás. Pero advierte: la culpa del exterminio no es de Hamás: "Porque, si la culpa es de Hamás, ¿para qué matan a mis hermanos pequeños, a mi hermana; para qué asesinan a mi gente, que ninguna forma parte de la organización? Están yendo contra inocentes, contra bebés, contra todo el mundo para expandirse, para exterminarnos".

"Contra todo el mundo". Un todo el mundo que engloba a generaciones que sólo conocen la guerra. Un todo el mundo que recoge a los enfermos en los hospitales. Un todo el mundo que se resumen en conversaciones telefónicas interrumpidas por los bombardeos, como aquella última junto a su padre y su hermana, donde se escuchaban las explosiones que entrecortaban las frases. De nuevo, se quiebra su voz, rompe a llorar y acerca una servilleta a sus ojos. Aquella fue la última vez que pudo hablar de forma directa con Gaza. Desde entonces, cortaron todas las vías.

-¿Cómo estás?

"Tengo un mal presentimiento. Llevo días sin tener noticias. Lo último fueron unas fotos que me envió mi primo, de mi padre y mi hermana, para que supiera que siguen vivos, porque si no tenía esas imágenes no le iba a creer". Y entonces vuelve a sacar el móvil y muestra a su padre con el rostro hecho jirones, la nariz sin piel, el brazo por encima de su hija y una sonrisa en el rostro. Un padre que le pidió tres cosas en su última conversación con el estruendo de la guerra de fondo. La primera: que nunca olvidara que la quería. La segunda: que hiciera todo lo posible para sacar a su hermana de la Franja. Y la tercera: que contara la historia de su familia, los 14 muertos y los tantos heridos, la historia de su tierra, de sus vecinos y paisanos, la historia que escupe en un español chapurreado, a trompicones y con la voz entrecortada una tarde de diciembre. Una historia de derrotas y miedos. Una historia, a los apenas 23 años, que es la historia de su vida.

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