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Felipe de Edimburgo, el último ejemplar del antiguo régimen

Una república lo expulsó, una monarquía lo abrazó. 

El principe Felipe de Edimburgo.
El principe Felipe de Edimburgo. Will Oliver / EFE

Desde 1921 cuando nació el príncipe Felipe en la isla de Corfú (Grecia) hasta su muerte este viernes como Felipe de Edimburgo, los regímenes hereditarios occidentales han cambiado mucho. Él lo vivió más cerca que nadie. Era hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca y de la princesa Alicia de Battenberg, en versión anglosajona Alicia Mountbatten. La abolición de la monarquía en Grecia llevó a su padre al exilio; el diagnóstico de esquizofrenia confinó a su madre a un sanatorio. El hijo, el menor tras cuatro hermanas, pululó de internado en internado por Europa, hasta recalar en uno escocés y luego en la Marina Británica cuando el calendario marcaba año 1939. Gran Bretaña dominaba los mares y poseía aún toda la India en el imperio en el que nunca se ponía el sol porque cuando anochecía en una punta, amanecía en la otra. Él no era un marino raso.

Felipe era de lo que se conocía como príncipe de sangre azul, suficientes credenciales para casarse el 20-N de 1947 con una de su rango, la princesa Isabel de Inglaterra, heredera al trono. Ambos eran tataranietos de la reina Victoria. Las bodas resultaban ser uno de los inconvenientes de las realezas: casarse entre ellos en matrimonios estratégicos. Así se perpetuaban las reales dinastías de las instituciones hereditarias en Europa. Si no era entre príncipes, el ámbito de las novias o novios se extendía a la aristocracia, duques o duquesas antes que condes o marquesas. Y así funcionó Felipe, el último revezo del antiguo régimen, hasta que su hijo Carlos llegó a edad casadera en la década de 1970. Por entonces, los hippies, el feminismo, las ideas políticas, los punk, la igualdad y el swing entre otras corrientes de ideas dejaron algún poso del nuevo pensamiento en Gran Bretaña y en el mundo. Sin embargo, el fallecido se regía por las costumbres del antiguo régimen cuando otras monarquías ya se habían librado del inconveniente de casarse con iguales y habían logrado mantener intactos sus privilegios. 

En los años 70, desde Suecia a Noruega u Holanda, los herederos se habían casado con plebeyos conservando sus ventajas sociales, financieras y políticas. A la monarquía británica no le gusta compararse con ninguna otra; se cree superior por su historia milenaria y por las dimensiones y trascendencia política del país que representa. La isla húmeda de 67 millones de habitantes, miembro del Consejo de Seguridad de la ONU o del G-7, no ha conocido guerra civil desde el siglo XVII ni revolución que haya socavado los cimientos de su sistema político como en la vecina Francia o Alemania, los países comparables sin la fuerza imperial británica. A la boda de Felipe e Isabel acudió la madre del novio, pero no las hermanas, casadas con nazis de los que convenía distanciarse.

Con el vademécum del antiguo régimen, Felipe presionó a su hijo Carlos para que se casara con la aristócrata Diana Spencer en 1981. Una boda que se presentó como un cuento de hadas y acabó como el de la bruja Pirula. En la familia real o en la monarquía –nadie sabe dónde empieza una y acaba la otra- todo tiene dos caras: la que vemos, en los siempre bonitos y coloridos actos oficiales para perpetuarse, y la que esconden. Eso es lo interesante de The Crown: lo que hay o puede haber detrás de lo que nos enseñan y nos quieren hacer creer. Por eso, el ministerio de Cultura ha pedido a Netflix que incluyese una advertencia al inicio de cada capítulo de que la serie es ficción. La plataforma se ha negado a colgar el aviso. 

El duque de Edimburgo se incorporó a la familia real británica y se labró un papel para él que no tenía precedente desde el reinado de la reina Victoria y su marido el príncipe Alberto, aunque Felipe se ha destacado por ser el varón más longevo de la realeza (reyes y príncipes; duques y condes excluidos), por conducir hasta que provocó un accidente a los 97 años de edad y por sus conocidas mofas y comentarios impertinentes. Al lado de la reina en público, con autoridad y decisión en privado, el príncipe ha participado en un total de 22.219 actos públicos desde 1952 cuando Isabel II accedió al trono por la muerte de su padre Jorge VI, y Felipe dejó de ser marino. La cifra de miles de actos públicos dando apoyo a su esposa es la mayor medalla que cuelga en su solapa de su paso por la vida. Y la creación de cuatro hijos, especialmente uno para la perpetuidad de la institución hereditaria.

Lo que no ha podido hacer el duque es restablecer relaciones con su Grecia natal y familiar. La Primera República Griega, de 1924 a 1935, lo expulsó. La restauración de la monarquía de 1935 a 1973 no le dio tiempo a cultivar sus raíces mientras la monarquía británica lo abrazó. La breve Segunda República, de 1973 a 1974, transcurrió con jefatura militar hasta que el pueblo griego se acomodó a la Tercera República Helénica. A la tercera ha ido la vencida; desde 1974 hasta hoy la república ha transformado el papel del monarca en irrelevante a la Grecia contemporánea que ha permitido el regreso del ciudadano Constantino Glücksburg y de su esposa Ana María de Dinamarca. Hoy, Grecia tiene la primera mujer presidenta de la República, elegida por el parlamento para cinco años. Katerina Sakellaropoulo, procedente de la judicatura, ocupa el cargo con un sueldo de 138.732 euros anuales. El origen divino de la monarquía o el derecho hereditario han sido relegados a la historia de Grecia. 

Los apellidos y títulos del difunto son de mareo. Nacido Felipe, príncipe de Grecia y Dinamarca, con los apellidos Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg por parte paterna. Se nacionalizó británico en febrero de 1947 adoptando el apellido inglés de su madre para llamarse Felipe Mountbatten y renunciando así a los títulos griegos o daneses o al Battenberg materno. En su boda, su suegro Jorge VI, le concedió los títulos de duque de Edimburgo, barón de Greenwich y conde de Merioneth. Como consorte volvió a conseguir en 1957 el rango de príncipe, esta vez británico, y convirtió su apellido en Mountbatten-Windsor en 1960. Un trajín de nombres y títulos que lo mantuvieron en lo alto de la jerarquía social y, engañosamente, apolítica. 

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