Este artículo se publicó hace 15 años.
El golpe de Estado palaciego
Cuatro años más para la facción militarista de la República Islámica, una teocracia sin partidos políticos, en la que los hombres de las distintas facciones suelen legitimar y sellar el balance de sus fuerzas a través de unas opacas elecciones regulares. El dirigente supremo, Alí Jamenei, principal respaldo de Ahmadineyad, acaba así con la única posibilidad de paliar la crisis de confianza de amplios sectores de los ciudadanos hacia el régimen y abre un preocupante periodo de desestabilización que amenaza la integridad territorial del país.
Hasehmi Rafsenyani, el rival de Jameni y padrino de Musaví, le había advertido días antes, en una carta abierta dirigida al máximo líder, de las consecuencias que podría acarrear ignorar las reivindicaciones pacíficas de cambio de los ciudadanos. En juego está la propia existencia de la República Islámica. Jamenei desoyó su advertencia. El sistema negó la solicitud de los representantes de los candidatos para estar presentes en el recuento, y acusó a las principales personalidades políticas y académicas del cuartel de Musaví de organizar una revolución de terciopelo y estar al servicio de los enemigos. Luz verde para las detenciones masivas, ya en marcha.
Mientras, Musaví advierte de que tirará de la manta, poniendo el dedo donde más duele a Ahmadineyad: cuestionar su espiritualidad y su honestidad al pedirle cuentas de los mil millones de dólares procedentes del petróleo, en una economía en bancarrota absoluta. Mientras, Netanyahu celebra su victoria: se aleja un acercamiento entre EEUU e Irán y así podrá seguir demonizando a Ahmadineyad y reclutando a la opinión publica internacional para una agresión militar contra la potencia rival.
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