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El nuevo orden en Oriente Próximo responde a la victoria de Tel Aviv y Riad

Las primaveras árabes dejan paso a un escenario político cuyo discurso gira en torno a la religión, como sucedió con el acuerdo Sykes-Picot, aunque parece difícil que se sostenga a medio plazo. Sus dos grandes actores: Israel y Arabia Saudí.

Foto de archivo de Mohammed bin Salman y Donald Trump, en Washington. / REUTERS

EUGENIO GARCÍA GASCÓN

Día a día Israel y Arabia Saudí consolidan un nuevo orden regional en Oriente Próximo con el respaldo de Estados Unidos y el silencio cómplice de Europa. Esos dos países se muestran como los grandes triunfadores, y Egipto como el gran perdedor, de las revoluciones que en 2011 sacudieron la región.

Las primaveras árabes fueron ciertamente un intento de implantar en la zona democracias de corte liberal sin tener en cuenta las realidades religiosas, culturales y sociológicas de Oriente Próximo. Enseguida esos intentos fracasaron y condujeron a una inestabilidad sin precedentes en la historia de la región. Ahora Tel Aviv y Riad han comenzado a recoger los frutos.

El sionismo, que ha comportado la expulsión de cientos de miles de palestinos de sus hogares, hace tiempo que dejó de ser una forma de “racismo” en opinión de las Naciones Unidas. Y esta semana el presidente Emmanuel Macron ha dicho que el antisionismo es antisemitismo, un debate que está saliendo del gueto israelí para entrar en Europa.

Es cierto que, apenas unas horas antes de las palabras que Macron pronunció delante de Benjamín Netanyahu, un juez británico establecía una clara diferencia entre antisionismo y antisemitismo, pero no es menos cierto que las palabras de Macron indican que hay gente dispuesta a apoyar la ocupación israelí de los territorios palestinos, que es el mayor buque insignia del sionismo contemporáneo.

El colapso de sistemas políticos completos está siendo aprovechado por Arabia Saudí con tanta premura como Israel. El rey Salman y su hijo Mohammed bin Salman, flamante heredero al trono de Riad, han conseguido en solo unos cuantos meses las dos islas de Tirán y Sanafir, sitas en uno de los enclaves más estratégicos del mar Rojo.

El presidente egipcio, Abdel Fattah al Sisi, ha cedido las dos islas ante la conmoción de buena parte de sus ciudadanos. El Cairo atraviesa unos momentos de debilidad sin precedentes debido tanto a la insurgencia islamista como a la mala gestión del presidente, de manera que no es de extrañar que, incluso dentro de Egipto, antiguos aliados de Sisi se pronuncien contra la candidatura de este en las elecciones previstas para junio del año que viene.

Cuando se ha cumplido un siglo de los acuerdos Sykes-Picot, que dibujaron las zonas de influencia en Oriente Próximo, apenas se ha destacado que aquellos acuerdos fueron secretos. Algo no ha cambiado en estos cien años para que los acuerdos que ahora se establecen sean completamente secretos y opacos para la opinión pública.

La primera lección de las reuniones entre el británico Sykes y el francés Picot es que este tipo de acuerdos antinaturales podrán durar algún tiempo pero acabarán colapsándose. De hecho, eso es lo que empezó a ocurrir poco después de la firma de los acuerdos Sykes-Picot y lo que sin duda va a ocurrir con los entendimientos más o menos tácitos que ahora traban Riad y Tel Aviv.

Si el acuerdo entre Sykes y Picot se basó en gran parte en la religión, lo mismo está ocurriendo con los entendimientos entre Israel y Arabia Saudí. Una vez se ha acabado con la legitimidad de los regímenes baazistas, la religión vuelve a estar en el centro del discurso político, lo que ocurre tanto en Arabia Saudí como en Israel.

El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. / RONEN ZVULUN (EFE)

El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. / EFE

Esta nueva política de la religión se basa en lo accidental y no en lo sustancial y está apadrinada por Occidente de una manera más tácita, aunque no por ello menos clara. La religión, que debería interpretarse como algo accidental al ser humano y solo relativamente importante, cobra fuerza en el entendimiento entre Tel Aviv y Riad.

De la misma manera que Arabia Saudí e Israel, como también Estados Unidos y Europa, han alentado las diferencias religiosas en Siria, lo ocurrido en la región apunta a un desmembramiento deseado por el eje israelo-americano, algo que ya se puso en práctica en Irak con anterioridad.

Pero el enemigo central de Riad y Tel Aviv es Irán y esta batalla no ha hecho más que comenzar. Netanyahu bien puede estar satisfecho del giro que está tomando la administración de Donald Trump con respecto a Teherán, con la adopción de sanciones adicionales. Ciertamente, Netanyahu siempre dirá que las sanciones son insuficientes porque la privilegiada posición del Estado judío en Washington atrae a su red, gracias a Irán, a Arabia Saudí y los demás países suníes de la región.

Se ha señalado recientemente que Arabia Saudí está invirtiendo enormes recursos para evitar un modelo político alternativo al suyo. En Egipto su intervención al lado de Sisi fue decisiva en el golpe de Estado que acabó con los Hermanos Musulmanes. Ahora, esos recursos se están dirigiendo contra Irán y sus aliados.

El wahabismo y el sionismo están ganando la batalla, aunque el hueso iraní no será fácil de roer. Y quien sale perdiendo es Egipto, que debido a su situación interna ha perdido peso específico en Oriente Próximo. La debilidad de Sisi hace que no esté muy claro si seguirá siendo presidente después de las elecciones de junio próximo.

Esa clara debilidad de Egipto podría traer más inestabilidad a Oriente Próximo y está detrás de la parálisis que está experimentando la Liga Árabe con la crisis de Catar, donde la voz cantante la lleva Riad.

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