Este artículo se publicó hace 4 años.
Revista LuzesLas "infames" bibliotecarias
No fueron héroes ni persiguieron la notoriedad. Trabajaron a destajo, en silencio y sin descanso, con el convencimiento de que la expansión del libro y la lectura propiciarían la conquista de la justicia igualitaria y el fin de la discriminación social.
&Nbsp;Coruña-
Formaron un colectivo que, junto con el de la enseñanza, tal vez represente lo mejor de aquella república nacida con la primavera y la alegría. Aquellos hombres y aquellas mujeres que ponían orden en las bibliotecas, en los archivos y en los museos arqueológicos tenían la seguridad de que socializar la lectura pública supondría avanzar con paso firme por la senda democrática, libre y solidaria rojiza por la II República. El artículo 1º de la Constitución decretada y sancionada en diciembre de 1931 definía el Estado como "una República democrática de trabajadores de todas las clases". Olvidaron añadir "¡y de bibliotecarios!".
Porque aquellos bibliotecarios, en la mejor tradición libertaria y obrerista, entendieron la instrucción como un arma de progreso invencible. Y sabían que la derrota del analfabetismo posibilitaría asentar el régimen democrático y de libertades instaurado por la República. Combatir con todas sus fuerzas el 43% de iletrados existentes en España, según el censo de 1930, fue una tarea tan mayúscula como prioritaria. Las nuevas autoridades también lo entendieron así. Eran conocedoras de la inviabilidad del régimen republicano si antes no se daba una solución idónea al problema de la carencia de instrucción: la falta de cultura propicia esclavos y mente fáciles de manipular.
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Así fue siempre y como tal se expresó, por ejemplo, Marcelino Domingo, el primer ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes en el Gobierno Provisional, que hablaba de sembrar sin descanso libros y bibliotecas por toda España. O su sucesor, Fernando de los Ríos, para quien la lectura era un salvavidas democrático. Rodolfo Llopis, por su parte, subrayaba que solo las ciudades eran republicanas, mientras el mundo rural permanecía aferrado a la tradición y habría que ganarlo para la República mediante libros y bibliotecas que lo liberarían de su retraso secular y vergonzoso. Los presupuestos dedicados a la Instrucción Pública no dejaron de crecer: de los 209 millones de pesetas en 1931 se pasó a los 347 en 1935. Y junto a un espectacular incremento en el número de escuelas y maestros, florecían bibliotecas y libros allí donde nunca habían existido.
Más de 5.000 nuevos puntos de lectura surgieron por toda España. Algo más de 400 en la Galicia. Las Misiones Pedagógicas llevaron lotes de libros a las pequeñas escuelas del rural y el maestro-bibliotecario abrió las puertas de la nueva biblioteca a toda la población. La Xunta de Intercambio y Adquisición de Libros renovó los contenidos de los fondos bibliográficos ya existentes, equilibrando las materias a favor de la literatura, la historia, la geografía o las ciencias en detrimento de los volúmenes que trataban sobre hagiografías de santos, interpretaciones de la Biblia, comentarios de textos sagrados, etc.
Las políticas republicanas legislaron a favor del préstamo de libros a domicilio, se renovaron las técnicas de la biblioteconomía copiando a los países más avanzados y se facilitaron las estadías en el extranjero a los profesionales de las bibliotecas con la finalidad de que aprendieran los últimos avances en la materia. En definitiva, se combatió la biblioteca erudita, cerrada y discriminatoria y por primera vez se pensó más en el lector y en la lectura. Para todos. La respuesta de la población fue más que positiva y esta es una cuestión que suele pasar inadvertida. La lectura socializada disfrutó de un elevado grado de acogida y el esfuerzo llevado a cabo por los responsables republicanos se materializó en unas elevadas tasas en los índices de lectura. Hasta la llegada de la II República nunca jamás ningún gobierno había colocado en primer plano la cuestión de la lectura pública, y se hizo además con una vertiginosidad asombrosa en forma de leyes y decretos.
Ningún poder público había tomado antes en serio la socialización de la lectura. Por estas y otras razones no resulta extraño que, tras el golpe de estado de julio de 1936, libros y bibliotecas fueran considerados botines de guerra. O como afirmó Josep Fontana: "La República construyó escuelas, creó bibliotecas y formó maestros; el régimen de 18 de julio se dedicó desde el primer momento a cerrar escuelas, quemar libros y asesinar maestros". Tampoco sorprenderá que la Residencia de Estudiantes, la Universidad, el Ateneo o la Institución Libre de Enseñanza se convirtieran en enemigos para combatir, al igual que los intelectuales, que precisamente por serlo tenían una gran responsabilidad en la tragedia española. Cuanto menos, así lo pensaba Enrique Suñer Ordóñez. En la opinión de Pedro Sainz Rodríguez, primer ministro de Educación Nacional del régimen franquista, el principal ministerio donde habría que entrar a sangre y fuego era el de Instrucción Pública, entre otras razones porque, tal y como escribía el periódico ABC de Sevilla el 18 de abril de 1937: "En nada ha sido tan prolífica la monstruosa fecundidad de la República como en maestras y maestros, no solo laicos, sino sectarios y amorales".
El cuerpo de funcionarios
¿Y los bibliotecarios? El último censo de la etapa republicana, publicado a finales de 1935, nos informa de la existencia de casi 300 funcionarios repartidos en apenas 200 establecimientos y agrupados en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos (CFABA). Conformaban, pues, un pequeño trozo de la Administración del Estado al que accedían tras superar unas rigurosas y duras oposiciones. Es verdad que no todos saludaron la llegada de la República y no vieron con buenos ojos los ánimos innovadores. Algunos provenían de escalas creadas mucho tiempo atrás —en 1936 aún trabajaban funcionarios que habían superado sus oposiciones a finales del siglo XIX— y, en general, recelaban de cualquier tentativa modernizadora, apostando por mantener un absurdo control social en el acceso a las bibliotecas y a los archivos. En realidad, vivían muy cómodamente de puertas hacia dentro, defendieron un sistema erudito y discriminatorio y asumieron un rol de élite copando los puestos más elevados en la escala de los funcionarios.
Antes y durante el período republicano fue normal verlos militar en organizaciones como la Unión Patriótica del general golpista Miguel Primo de Rivera, Acción Española, Comunión Tradicionalista o Falange Española. Al final de la Guerra Civil serán los responsables de delatar, investigar, depurar y proponer sanciones para sus excompañeros. Sin embargo, otros muchos integrantes del CFABA, nuevos algunos y no tanto otros, tomaron como propios los proyectos modernizadores propagados por la República, decantándose decididamente por la universalización de la lectura. Viajaron con frecuencia por Europa en la búsqueda de las últimas teorías bibliotecarias. Aprendieron idiomas, ampliaron sus vistazos en tropel de facetas vitales y, al fin y al cabo, finalizaron comprometiéndose en la construcción de un Estado democrático, laico y soberano. Incluso con la guerra ya iniciada, destacaron en la defensa y salvaguarda del patrimonio artístico y bibliográfico asediado por los bombardeos aéreos franquistas. También contra los excesos de la revolución. Tales fueron los casos de Tomás Navarro, Ignacio Mantecón, Teresa Andrés, Consuelo Vaca, Asunción Martínez Bara, Concepción Muedra o Luis Vázquez de Parga, integrados en dos organismos creados por la República para la protección de aquel tesoro amenazado: la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico y el Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico. Cuando finalice la guerra, muchos pagarán un alto precio por su pasado republicano y antifascista. Para ellos únicamente quedaba el exilio o la depuración y el castigo.
Represión organizada
La depuración de los bibliotecarios y archiveros republicanos comenzó antes del final del conflicto. El 10 de febrero de 1939 el general Franco firmaba la ley que fijaba las normas para la depuración de funcionarios. Con ella, además de celebrar la caída de Cataluña en manos de los sublevados, se buscaba sanear todos los cuerpos que integraban la Administración y, además, dentro de la dinámica represiva del nuevo régimen, dejar patente que no habría clemencia para aquellos que se habían opuesto al golpe. Los indiferentes quedaron avisados. Todos fueron evaluados: diplomáticos, maestros de escuela y profesores de universidades, jueces, fiscales, empleados de las compañías de ferrocarril, de las arrendatarias de tabacos, etc. También los bibliotecarios.
El texto de la ley fue redactado por un integrista convencido, Eugenio Vegas Latapié, que tiempo atrás había discurrido un plan para gasear las Cortes republicanas en plena sesión y más tarde estudió la posibilidad de atentar contra Manuel Azaña. El objetivo de la ley era claro: alejar de los aparatos del Estado a todo aquel que mantuviera alguna connivencia republicana, izquierdista o sindical. Para eso, un destacado integrante de cada cuerpo de funcionarios fue facultado para indagar en la vida privada y pública de sus compañeros, tratando de conocer cuáles eran sus creencias religiosas, políticas y morales, así como también sus actividades durante el período bélico. Poco importaba el prestigio, pues todos fueron considerados culpables en primera instancia y todos debieron demostrar su inocencia para permanecer dentro del Nuevo Estado.
El juez-instructor nombrado para investigar las actividades de los integrantes del CFABA fue Miguel Gómez del Campillo. Nacido en Madrid en 1875 e integrante del cuerpo desde julio de 1899, este excepcional latinista y paleógrafo alcanzó la dirección del Archivo Histórico Nacional tras un real decreto en septiembre de 1930. Esa será la sede del juzgado que investigará a decenas de funcionarios. Porque, entre julio de 1939 y marzo de 1942, Gómez del Campillo redactará cientos de oficios solicitando información sobre sus compañeros. Informes dirigidos a alcaldes, gobernadores civiles y militares, rectores de universidades y decanos de facultades, jefes locales de Falange, responsables del Servicio de Información y Policía Militar —el espionaje franquista— y de la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos. El archivero también invitará al resto de los funcionarios del Cuerpo Facultativo a prestar declaración contra sus propios compañeros. Un lamentable ejercicio de delación al que no faltaron las élites de la profesión: José María Lacarra, Eduardo Ponce de León, Antonio Sierra, Federico Navarro, Rafael Villaseca...
Tras la separación definitiva del servicio de aquellos facultativos que ya se encontraban en el exilio —entre ellos, el compostelano Ramón Iglesia Parga—, el juez-instructor comenzó su labor contra los funcionarios que habían permanecido en el país. Un grupo de mujeres excepcionales, gallegas de nacimiento o adopción, todas ellas bibliotecarias comprometidas con la causa republicana, pagó un alto coste por su lealtad con el gobierno constitucional. Dos eran gallegas y fueron depuradas y castigadas. La tercera ni siquiera tuvo esa suerte. ¿Por qué mujeres? Pues porque como afirmó María Moliner, bibliotecaria también depurada y sancionada tras la guerra, en aquella Valencia capital republicana sitiada por las fuerzas franquistas "las mujeres valían mucho más que los hombres".
En María Muñoz Cañizo se juntaron muchos de los demonios que aterrorizaban a los nuevos defensores de la moral, pues esta bibliotecaria mantuvo, según Gómez del Campillo, «una conducta escandalosa y libre y izquierdista roja». Nacida en Madrid el 9 de septiembre de 1903, María era hija y nieta de gallegos. Su padre, de Mondoñedo, y su madre, de Guitiriz, nunca dejaron de visitar en los veranos Galicia y la bibliotecaria siempre mantuvo vivos recuerdos de las playas de Foz y Viveiro. Licenciada en Filosofía y Letras, ingresó en el CFABA en agosto de 1931. Unida a la Institución Libre de Enseñanza —cuyos maestros «forjaron generaciones incrédulas y anárquicas», según José María Pemán—, María se casó con Lorenzo Puga, maestro de música. Fruto de esa unión nacerá su única hija, María Rosa. El matrimonio no prosperó y antes de comenzar la Guerra Civil decidieron divorciarse. Otra razón más para la posterior persecución.
Con la victoria franquista, María fue llamada a declarar ante el juzgado en la sede del Archivo Histórico Nacional. Ocurrió el 14 de diciembre de 1939. Debió de ser difícil escuchar que la bibliotecaria «se encontraba separada de su marido y de su hijo [sic], viviendo en ‘república’ con el funcionario administrativo que estaba a sus órdenes, sosteniendo con él relaciones escandalosas». Pero lo peor aun no había llegado: Gómez del Campillo descubrió su militancia en FETE-UGT, en Cultura Popular («organismo ultra- rojo») y, por último, en la Asociación Española de Relaciones Culturales con la Unión Soviética. También su pertenencia a Amigos de la Enseñanza Popular para el Fomento de las Escuelas Laicas. En definitiva, tal y como expresó el juez-instructor, la bibliotecaria era «izquierdista roja, sin creencias y contraria al Glorioso Movimiento Nacional». El 5 de marzo de 1940, una orden firmada por el ministro Ibáñez Martín le imponía a la bibliotecaria el traslado forzoso durante cinco años a Mahón (Menorca), la postergación por idéntico espacio de tiempo y la inhabilitación perpetua para acceder a cargos de confianza y directivos. Tuvo suerte María.
Asesinada en Rábade
Todo lo contrario le aconteció a Juana Capdevielle, que habría deseado mil expedientes de depuración. Mas su cuerpo sin vida apareció tirado y cosido a balazos el 18 de agosto de 1936 en un punto del Monte de la Gándara, cerca de Rábade (Lugo). En concreto, en el kilómetro 526 de la carretera Madrid-A Coruña. Casi un mes antes de su asesinato, estando detenida en el cuartel de la Guardia Civil, supo de la suerte nefasta de su marido, el abogado y gobernador civil de A Coruña Francisco Pérez Carballo: en Punta Herminia había sido fusilado junto a dos defensores de la República. Fue el 25 de julio de 1936. Juana, hija de padre francés y madre navarra, fue una bibliotecaria inteligente, realmente excepcional.
Nacida en Madrid en 1905, a los 25 años ya era integrante del CFABA. Discípula de Manuel Naranjo y de Javier Lasso de la Vega, fue la primera mujer que alcanzó la dirección de una biblioteca de centro —la de la Facultad de Filosofía— en la Universidad Central madrileña. Además, Juana fue nominada tesorera de la acabada de crear Asociación de Bibliotecarios y Bibliógrafos de España y la Xunta para la Ampliación de Estudios le concedió una bolsa para formarse durante cuatro meses en Clasificación Decimal Universal en Francia, Bélgica, Suiza y Alemania. Juana Capdevielle fue asesinada por varias razones, mas la pregunta pertinente es: ¿podría sobrevivir una mujer culta e independiente en aquella España tenebrosa y beata? Un amigo por el que siento grande admiración me dijo un día: "En un lugar central de A Coruña debería andar una imagen de Juana Capdevielle con un libro en la mano". Enrique Rajoy Leloup —abogado, amigo de Alexandre Bóveda, secretario de la Comisión Redactora del Estatuto gallego en 1932, separado más tarde de su cátedra en la universidad compostelana— y María Brey Marino —amiga íntima de Azaña, fumadora empedernida, amante de la novela negra, bibliotecaria depurada—, ambos antepasados del expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy Brey, son la prueba irrefutable de que la bondad y la empatía son condiciones humanas que no se transmiten por herencia genética.
"La pregunta pertinente es: ¿podría sobrevivir una mujer culta e independiente en aquella España tenebrosa y beata?"
María Brey nació en la Pobra de Trives en 1910 y con apenas 22 años ya había ingresado por oposición en el CFABA. Tras un breve paso por la Biblioteca de la Universidad de Santiago de Compostela, en 1933 ocupó un puesto en la Biblioteca de la Presidencia del Consejo de Ministros. Allí permanecerá hasta los inicios de la Guerra Civil. Meses antes de la victoria franquista contrajo matrimonio con Antonio Rodríguez-Moñino, confirmando una relación personal e intelectual que se materializó en diversos ensayos y traducciones. A finales de 1939, las investigaciones practicadas por Gómez del Campillo concluyeron que María era una "persona de confianza de las autoridades rojas". Pero una de las acusaciones asombrosas que pesaron sobre la bibliotecaria fue "esposa de Rodríguez-Moñino", literalmente. El 11 de enero de 1940 fue llamada a declarar a la sede del juzgado que instruía su causa.
Allí pudo escuchar los nueve puntos del pliego de cargos redactado por el inquisidor archivero. Entre otros, "ultraizquierdista" y "nada afecta al Movimiento". ¡Incluso fue acusada de no ser detenida en Madrid por los milicianos! El último día de aquel mes de enero, Ibáñez Martín firmó la orden ministerial asumiendo todas y cada una de las propuestas sancionadoras aconsejadas por Gómez del Campillo: postergación, inhabilitación y traslado forzoso. María fue a parar al Archivo de la Delegación de Hacienda de Huelva. ¿Qué mejor castigo para una bibliotecaria que trabajaba en Madrid que enviarla a un archivo de provincias?
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.
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