Violencias invisibilizadas
"El problema, por lo menos en mi caso, no fue lo de una violencia explícita, no fue el equipo humano: fueron los protocolos deshumanizados. Parí una hija como quien va a hacerse una liposucción u operarse las cataratas".
Antía Yáñez / Luzes-Público
A Coruña-Actualizado a
Sucedió la semana pasada: mi hija de tres meses se cayó del sofá. La dejé allí medio dormida para ir al baño. Cualquier persona con un bebé sabe lo difícil que es evacuar en una situación así, sobre todo si estás sola en la casa. Escuché el golpe sentada en el váter. Luego, los lloros. Un escalofrío me recorrió la espalda y durante un rato no supe reaccionar. Parálisis. Al mejor solo fueron milésimas de segundo, pero el tiempo pareció infinito. Ahorro los detalles de cómo fui capaz de llegar al salón para recogerla del suelo y llorar con ella, apretando su cuerpecito contra el mío.
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Por suerte, y a pesar del dramatismo y lo poco higiénico de la situación, me considero una madre pragmática. Tenía que pasar, me dije. Los niños y las niñas se caen, se golpean, tienen accidentes. Mi hija no va a ser una excepción. Si llega a la adolescencia sin ningún hueso roto lo celebraré, claro, pero a nadie le quitan la custodia por un despiste. El dolor forma parte de la evolución, es algo natural. Lloramos las dos uno poquito y enseguida se nos pasó: por suerte, no había sido más que un susto.
"El anestesista que atendió mi cesárea no me cogió en el regazo ni me acarició, pero sí habló conmigo durante todo el proceso"
El anestesista que atendió mi cesárea no me cogió en el regazo ni me acarició, pero sí habló conmigo durante todo el proceso. Y eso que al principio no entramos con buen pie: yo, que soy incapaz de hacer topless por vergüenza, intentando que no se viese ni un trozo de carne indecorosa bajo del pijama del Servizo Galego de Saúde (Sergas), que se abre solo con soplarle; él, habituado a la rutina, preparando la medicación y las agujas como quien dispone el bolígrafo rojo para corregir un examen. Lo que menos quería yo era hablar de chorradas en un quirófano; seguro que lo que menos le apetecía a él era que una tipa a la que no conocía de nada lo distrajera de su trabajo mecánico. Pero pasó. Las trivialidades me ayudaron en el trance, en el sentir de las agujas en la columna y de los instrumentos abriendo las carnes, en la visión de toda esa gente que se arremolinaba alrededor de mi cuerpo desnudo casi sin hablarme. En la sensación de ser, de nuevo, una niña a la que no se tiene en cuenta, cuya opinión no importa porque no sabe. Hay un algo de alivio en la ingenua creencia de que, quizás, al anestesista esa mañana se le hizo un poco menos cuesta arriba. O por lo menos, un poco diferente gracias a una embarazada que no callaba ni debajo del agua.
Frialdad
A pesar de que mi cesárea fue bastante bien —maravillosa, llegué a calificarla alguna vez, bajo los influjos de no sé que positivismo-hiper-hormonado— recuerdo la frialdad que recorrió mi cuerpo tres días antes, cuando me dijeron que el padre de la criatura no podría estar presente, a pesar de que era programada y no de urgencia; que el piel con piel no era posible, y que lo del pinzamiento tardío del cordón umbilical en ese tipo de nacimientos, tampoco. Lo único que se me ocurrió pensar, a manera de consuelo, fue que por lo menos no había perdido el tiempo cubriendo el plan de parto del Sergas.
El Consejo de Europa mostró en 2022 su preocupación por las mujeres que se enfrentan a estereotipos de género en embarazos y partos
Yo no son víctima de violencia obstétrica, vaya por delante. Tampoco podría serlo según el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM), que en un comunicado en 2021 rechazó y consideró "muy desafortunado el concepto de violencia obstétrica para describir las prácticas profesionales de asistencia al embarazo, parto y posparto en nuestro país". La comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Dunja Mijatovic, debe ser entonces un ente subversivo, puesto que en un informe elaborado en noviembre de 2022 afirmó estar "preocupada por los informes sistemáticos de mujeres que se enfrentan a los estereotipos de género del personal sanitario en los embarazos y partos". Citaba también tres condenas a España por daños físicos y psicológicos a tres mujeres durante su parto, "también conocido como violencia obstétrica". Por supuesto, para el Estado tal cosa tampoco existe: en la respuesta emitida a este informe justifica que el término es inapropiado porque "genera confrontación entre los profesionales del sistema sanitario y las mujeres".
Mi proceso de parto fue frío y aséptico, como el quirófano, y no lo recuerdo con disgusto porque yo soy fría y aséptica, pero me pregunto si aquel no habría sido un buen momento para dejar a un lado mi tozudez y haber disfrutado de un momento único. Los y las profesionales sanitarias fueron técnicamente impecables, y cuando me enseñaron a la niña yo aún pensaba que estaban empezando. Me la pusieron en el cuello unos segundos, o minutos, y no podía parar de decir que era fea pero bonita pero fea, y ahí debió ser cuando me gané al anestesista, aunque algún cariño ya debía tenerme pues no me había atado los brazos a la camilla como Jesucristo en la cruz. Se lo agradecí. En pelotas y con frío sí, pero atada ya era demasiado.
Tres horas de soledad tras nueve meses de embarazo
Me pusieron a la niña rostro con rostro y luego me la quitaron, casi tres horas tardé en volver verla. Tres horas en las que ya era madre sin poder confirmar que de verdad estaba allí, que todo había sido real. Tres horas en las que volvía a estar sola después de nueve meses de embarazo, pero una soledad bien diferente, por impuesta. La bebé estaba bien, sana, perfecta. El único motivo para llevársela era coserme y luego esperar en reanimación. Como si me acabaran de quitar un tumor u operar un tobillo.
"Parí una hija como quien va a hacerse una liposucción u operarse las cataratas y, visto con distancia, me da algo de lástima"
El problema, por lo menos en mi caso, no fue lo de una violencia explícita, no fue el equipo humano: fueron los protocolos deshumanizados. Parí una hija como quien va a hacerse una liposucción u operarse las cataratas y, visto con distancia, me da algo de lástima, a pesar de ser yo una madre pragmática. Sé que me quejo desde el privilegio, pues la violencia obstétrica existe, pero quizás es hora de cambiarlo todo: desde el caso más grave hasta las situaciones más livianas, como la mía. Tratar a la mujer como una adulta capaz de tomar decisiones, no abusar de las cesáreas ni de las episiotomías, no usar maniobras, como la de Kristeller, desaconsejadas por la OMS. El dolor forma parte de la evolución, es algo natural, pero no abusar de él o infligirlo sin ninguna justificación, también.
En Galicia, por suerte, el cambio comienza. La plataforma Loita se está reuniendo con las gerencias de los hospitales de la comunidad para garantizar la humanización de los partos y ya ha conseguido el compromiso de varias de ellas. La eliminación de la violencia contra la mujer abarca demasiados ámbitos, demasiadas violencias invisibles (¿o invisibilizadas?), como para hacerlo nosotros solas. Nos necesitamos todas. Gracias a Alba, de Loita, y a Lidia, matrona, por acompañarme en este artículo. A todas las que lo hacen el #25N y el resto de días del año. No dejemos que esta fecha sea solo una excusa para que los que nunca hablan delonuestro le dediquen unas míseras 24 horas.
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