Borbolandia
Borbones, el linaje bumerán

Periodista y escritora
-Actualizado a
Bumerán: arma arrojadiza, formada por una lámina de madera curvada de tal manera que, lanzada con movimiento giratorio, puede volver al punto de partida.
Efecto bumerán: resultado de una acción que se vuelve contra su autor.
Borbones: el linaje bumerán.
Eso es lo que hemos hecho los españoles en los últimos doscientos años, lanzar lejos a los borbones, pero lanzarlos de tal manera que han vuelto con nosotros; lo cual nos conecta con esa segunda definición de la RAE referida al efecto bumerán, porque el resultado de la acción de lanzarlos malamente se ha vuelto contra nosotros por lo carísimo que nos ha salido. Costó mucho esfuerzo y sufrimiento expulsarlos, y encima se fueron con las maletas a rebosar y con su dinero esperándolos en el extranjero; fue muy gravoso mantenerlos en el exilio debido a las pensioncitas que les pasábamos desde España a modo de indemnización por haberlos echado, y ha sido también costosísimo repatriarlos muertos. ¿Somos o no somos gilipollas?
Amenacé en la anterior entrega con hacer un repaso exhaustivo a todos los borbones fiambres a los que hemos tenido que pagarles el viaje de regreso para darles enterramiento en ese cementerio privado que es la cripta del monasterio de El Escorial, y en donde corremos con los gastos, cómo no, de su limpieza y mantenimiento. Menos mal que los ingresos por las, más o menos, cuatrocientas mil visitas que este monumento de Patrimonio Nacional recibe anualmente compensa en algo. Ya que los reyes no nos han servido en vida para nada, que sirvan al menos como recurso turístico una vez muertos.
Con el traslado desde Italia de Carlos IV y la consorte María Luisa son doce los borbones que hemos tenido que traernos con los pies por delante, siempre y cuando no nos pongamos tiquismiquis y aceptemos pulpo como animal de compañía y a Victoria Eugenia (de la estirpe de los Battenberg) como miembro borbón por su matrimonio con el playboy Alfonso XIII.
De este repaso funerario a la docena de repatriaciones téngase en cuenta que solo nos ocuparemos de primeros espadas; es decir, reyes, reinas, príncipes, infantas e infantes… porque si indagáramos sobre a cuántos primos, sobrinas, nueras o yernos les hemos pagado el retorno, probablemente sufríamos un pico de hipertensión emocional. Mejor creer que solo han sido doce.
Reconozco, sin embargo, que carecemos de cifras porque nunca se han facilitado las cuentas de lo que le ha supuesto a las arcas públicas traernos a tanto borbón muerto (tan corruptos como putrefactos) porque la Casa de Su Majestad el Rey es opaca y oscura, y los distintos gobiernos han protegido muy bien durante casi cincuenta años esa falta de transparencia.
María Cristina de Borbón, la que sentó las bases de la corrupción política en España y dejó una hoja de ruta que desde entonces han seguido todos los borbones que han ocupado el trono, fue el tercer cadáver repatriado. No ha llegado aún el momento de hablar de esta capo de la famiglia y de sus tres expulsiones del país que los libros de historia y de texto recogen con el bonito eufemismo de “exilio”. Es inexplicable que a María Cristina de Borbón hubiera que ponerla en la frontera en 1840, en 1854 y en 1868. Medalla de oro de la estirpe bumerán, porque la echamos tres veces y volvió otras tres. La última, afortunadamente, frita. Fue en 1878.
Con María Cristina de Borbón se produjo la misma extravagancia que estamos viviendo con el defraudador Juan Carlos: ambos fueron expulsados, pero puesto que en el trono quedaron encajados herederos de la misma calaña (Isabel II y Felipe VI) los desterrados volvían y vuelven cada vez que querían y quieren restregarnos sus privilegios y mofarse de nuestra inoperancia.
Viuda del mastuerzo Fernando VII y reina regente de España durante la infancia de la heredera, María Cristina murió en su casoplón de cuatro plantas en el Norte de Francia; en la ciudad de Le Havre (Normandía), junto a la desembocadura del Sena y al borde del mar. En el Canal de la Mancha, para situarnos aún mejor.
En esa misma villa de verano que pudo construirse María Cristina con todo lo expoliado en España, y a la que llamó “Mon désir” (Mi deseo), había muerto cinco años antes (1873) su segundo marido y compañero de corruptelas, Fernando Muñoz, el hijo del estanquero de Tarancón (Cuenca), que llegó a Grande de España y senador vitalicio del Reino por arte de birlibirloque. También él tendrá episodio propio.
Dado que María Cristina había sufrido ya tres expulsiones y que, ni de lejos, contaba con tener un entierro honorable en la cripta del panteón real de El Escorial, hizo planes para enterrarse junto a Fernando “octavo” (así lo llamaron los guasones) en el santuario de Riánsares, en Tarancón, donde ya tenían preparados dos magníficos sepulcros en la cripta bajo el brazo derecho del crucero. Pero hasta la propia María Cristina se hubiera sorprendido de las tragaderas de los españoles de haber sabido que, pese a todas sus pifias, su nieto, Alfonso XII, iba a encargarse de su repatriación y entierro para encajarla donde debía estar, no donde pidió en sus últimas voluntades. Su lugar era un sarcófago de mármol, frente a su mastuerzo Fernando VII, en la cripta real, previo paso por el ineludible pudridero. En el santuario de Riánsares quedó preparada la tumba de la madama María Cristina. Y allí sigue, vacía, y plantado y más solo que un mojón el Grande de España y trepador mayor del reino Fernando Muñoz, solo superado por la actual consorte. El hijo del estanquero, al menos, no se saltó sus propios principios y valores.
Los restos de María Cristina se trasladaron al Escorial nueve días después de la muerte, y hay una pormenorizada descripción de la llegada al monasterio gracias al Acta de entrega y recepción de restos publicada en la Gaceta de Madrid (número 339, tomo IV, pág. 649), que es como decir ahora el Boletín Oficial del Estado.
Manuel de Orovio, ministro de Hacienda e interino de Gracia y Justicia, y como tal Notario Mayor de Reinos, acudió a la estación a recibir al “Real cadáver, el cual venía acompañado por el Excelentísimo Sr. D. José Osorio y Silva Zayss Tellez Girón, Marqués de Alcañices y de los Balbases, Duque de Algete, de Sexto y de Alburquerque, Grande de España de primera clase, Caballero de la insigne Orden del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Real y distinguida Orden española de Carlos III y otras varias extranjeras, Caballero de la Real Maestranza de Sevilla, Senador del Reino, Gentil Hombre de…". ¡Basta!
Tras unos cuantos títulos y cargos más del pollo Osorio, llegan similares retahílas a continuación de los nombres de 17 próceres más de todos los ámbitos nobiliarios, políticos, civiles, eclesiásticos y militares que llegaron acompañando a la corrupta María Cristina en el tren procedente de Irún. Otros 25 altos cargos esperaban en la estación, y todos ellos, con sus dones, sus nombres, sus oficios y sus honores, que quedaron registrados en el listado de la Gaceta, acompañaron a la doña, tumbada cómodamente sobre un coche-estufa tirado por seis caballos, en solemne cortejo fúnebre desde la estación hasta el monasterio.
Añadan a todo ello guardias de corps, Monteros de Espinosa, clarines, timbales, empleados del Real Sitio, la corporación de San Lorenzo al completo, varios músicos y cantores y, entre otros muchos, el arzobispo de Toledo, revestido de capa pluvial, que esperaba, acompañado de todo el clero de la Real Capilla, a que le llevaran el fiambre. “Abierta en presencia de todos la caja exterior y las otras dos en que se encerraba el Real cadáver, y reconocido este por mí [ministro de Gracia y Justicia] y la mayoría de los asistentes, el ataúd fue puesto en un altar de cuatro caras que en medio del templo se hallaba dispuesto y cubierto de un rico paño recamado de plata”.
Resumo: blandones de cera blanca, hachones encendidos y varias misas cantadas y sin cantar hasta descender al Panteón donde, otra vez, se abrió el féretro para que el pollo Osorio cumpliera con el habitual payaseo que se practica con los reyes difuntos y que consiste en llamar tres veces consecutivas por su nombre y con voz contundente al rey o a la reina de cuerpo presente, para concluir con la también ineludible frase clara e inteligible “¡La Reina Doña Cristina de Borbón ha muerto!”.
(¡Coño! ¡Que se murió hacía diez días en Normandía!)
Intervino inmediatamente después el Notario Mayor de Reinos para jurar que, efectivamente, la muerta era María Cristina, y reclamar enseguida el juramento de todos los presentes: “¿Declaráis y juráis lo mismo que yo acabo de jurar y declarar?”. “¡Sí, declaramos y juramos!”, retumbó en la cripta.
La caja se entregó a los curas del monasterio, que se la llevaron al pudridero para que allí permaneciera durante los siguientes 30 años hasta convertirse en un manojo de huesos mondos y lirondos que serían después colocados en su correspondiente urna para el actual disfrute de los turistas y los republicanos, que no hay nada que nos satisfaga más que un Panteón Real repleto de reyes muertos.
¿Que por qué relato con tal detalle lo que fue aquel entierro real en 1878? Para que intenten calcular conmigo el dispendio empleado en la organización, traslados, parafernalia y movilización de toda aquella fauna para traer de vuelta a una reina corrupta a la que hubo que expulsar tres veces del país por su indignidad y su falta de escrúpulos. Y para que ya se tengan aprendido el protocolo cuando toque hablar de esta misma performance que se repetiría con la repatriación de los cadáveres de Isabel II en 1904 y, dos años antes, en 1902, con el de su consorte y enemigo Francisco de Asís.
Espero que alguien haya llegado hasta aquí echando de menos a alguien en toda esta fastuosa recepción del cadáver real. Exactamente. Nadie de la familia real acudió al entierro. Hace siglo y medio que ni los propios borbones soportan su propia desvergüenza, y por ello Alfonso XII comisionó a todo el mundo para que organizaran y enterraran a su abuela, pero él… ni aparecer.
Huyen de su propio desprestigio, pero su desprestigio corre más que ellos y siempre les alcanza.
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