Opinión
Abusos y agresiones a todo color

Por Oti Corona
Maestra y escritora
-Actualizado a
La cultura de la cancelación es, a grandes rasgos, una serie de acciones que suelen ir de abajo a arriba y que puede resumirse en que se exige a los artistas y al famoseo en general que no sean unas personas de mierda o, como mínimo, que respondan de sus actos. No es algo que deba preocuparnos; el amado público suele ponerse de perfil ante los desmanes de sus ídolos y, cuando no, perdona y olvida con sorprendente facilidad.
Lo de cancelar a un artista, es decir, dejar de ver sus películas, leer sus libros, escuchar sus discos, ir a sus eventos y demás es, desde mi punto de vista, muy personal. Y tiene su aquel. Si cancelamos a Woody Allen porque su hija Dylan le acusó de violación, castigamos al resto de profesionales que han participado en sus rodajes y que lo mismo son excelentes personas que no tienen culpa de nada. Lo que me sucede -y por eso digo que es muy personal- es que yo no puedo ver una película de Allen sin que resuene en mi cabeza la carta de Dylan Farrow en la que describe los abusos, y en especial su última frase: Y ahora, ¿qué película de Woody Allen es tu favorita? Y entonces no soy capaz de disfrutar de nada que haya pasado por las manos de ese director. Cancelar es, al fin y al cabo, una cuestión de estómago. Cada uno sabrá qué está dispuesto a digerir.
Y no hace falta cebarse con Allen, que encima el hombre está forrao y ni siquiera va a notarlo. Hay películas de las que sabemos a ciencia cierta que son fruto del maltrato físico, psicológico o sexual, y ahí siguen. La más sonada es El último tango en París, film en el que Marlon Brandon y Bernardo Bertolucci planificaron la secuencia en la que violarían a Maria Schneider, que entonces tenía 19 años, destrozándole la vida. El film se emite de vez en cuando en distintas plataformas y la violación se muestra incluso en aquellos artículos que denuncian la agresión, que además está colgada en youtube. O sea, que en nuestra sociedad, tan feminista y tan woke, cualquiera puede ver cómo violan a una cría con la excusa de que es cine. Como la película se grabó en 1972, alguno se excusará diciendo que eran otros tiempos y que en la actualidad eso sería impensable. Je.
Hoy en día sabemos que hay rodajes que están plagados de abusos y acoso sexual. Bjork, por citar una de las actrices que hablaron a raíz del #MeToo, detalló en su día que Lars Von Trier le daba largos abrazos al terminar cada toma de Bailar en la oscuridad y que se permitía unos acercamientos y comentarios obscenos que llegaron a aterrorizarla. Pero también hay agresiones que se produjeron delante de las cámaras. Sharon Stone narra en su libro La belleza de vivir dos veces que el director de Instinto básico la engañó y que ella ignoraba que sus genitales quedarían expuestos en la famosa escena del cruce de piernas. Y luego están Adèle Exarchopoulos y Lea Seydoux, protagonistas de La vida de Adele, que denunciaron públicamente las condiciones que sufrieron durante el rodaje: privación de horas de sueño, poca comida, grabaciones interminables de escenas sexuales con prótesis de silicona que les causaban heridas en los genitales. O Salma Hayek, que soportó un acoso infernal por parte de Harvey Weinstein al embarcarse en el proyecto de Frida. Cuando el productor vio que sería imposible abusar de la actriz, exigió que se añadiera un extra a la película, una secuencia de sexo entre dos mujeres con un desnudo frontal de Hayek. La actriz se enfrentó a la escena entre vómitos, lágrimas y a base de tomar calmantes porque sabía que esa secuencia era la forma maquiavélica y retorcida que había encontrado Weinstein de salirse con la suya.
Durante décadas se ha tildado a las actrices de Hollywood de ser unas insoportables caprichosas. Y claro que algunas lo serán, pero estoy convencida de que esa fama generalizada es absolutamente inmerecida. A Bjork la acusaron, después de que dijera basta al acoso de Lars Von Tryer, de haberse comido una camisa porque no se la quería poner. Era mentira. Inventaron esa mentira porque el arma más poderosa contra las mujeres que delatan a sus agresores es tildarlas de insoportables y caprichosas. Por eso Abdellatif Kechiche, director de La vida de Adele respondió, cuando le interpelaron por las quejas de las protagonistas, que el trabajo es lo que tiene, que los obreros de la construcción también sufren y que la vida no es un camino de rosas.
Y bueno. Que ahí están esas películas, con sus abusos y agresiones a todo color para que los veamos cómodamente desde nuestros hogares con el estómago revuelto. O para que no volvamos a verlas porque nuestra digestión no nos lo permite.
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