Opinión
Aznar uno y trino

Por David Torres
Escritor
El zapeo a veces provoca coincidencias asombrosas. He visto anuncios de dentífrico que, al cambiar de canal, empalmaban con los colmillos del conde Drácula dispuestos al mordisco y, en el siguiente canal, con un filete palpitante en su jugo. Da bastante palo, la verdad, y en esos casos lo mejor es apagar la tele. Es como estar aburrido en medio de la calle, mirar la fachada de un edificio y ver cómo se asoman, uno detrás de otro, tres vecinos desde diferentes balcones que van encadenando sin saberlo una especie de ballet sincronizado: uno apoya los codos, otro cruza los brazos, el tercero enciende un cigarrillo.
El otro día Aznar mencionaba en una entrevista a Abascal y a Felipe González, comentando que estaba mucho más cerca del segundo que del primero, una observación que cabreó bastante al primero. Al segundo no sabemos. Aznar siempre ha sido muy aficionado a los tríos, a los triunviratos y a las santísimas trinidades: lo mismo elegía a su heredero en su libreta azul mediante un tridente de sucesores (Mariano era el mejor, imagínense los descartes) que se acoplaba en una hidra de tres cabezas junto a Bush y Blair. Ahora ha llegado a un punto de introversión mística en el que vive sin vivir en sí y ni siquiera necesita desplazarse a Las Azores para realizar estas excitantes metamorfosis en terceto. Ya no habla: zapea.
En la fachada de la derecha, Aznar se asoma al balcón y parece que llevara un casco de los Tercios al tiempo que se fuma un puro. Tres en uno, el aceite multiusos que lubrica (PSOE), limpia (PP) y protege contra el óxido (Vox). Lo más curioso es que mientras Aznar hablaba en no sé qué cadena de televisión, cambié de canal y por azar apareció La cosa, el clásico de terror de John Carpenter que aterrizó en los cines allá por 1982. Yo tenía 16 tacos cuando fui a verla junto a un amigo y todavía recuerdo el miedo acojonante con el que entré en los servicios, pensando que al tipo que orinaba ahí al lado iban a brotarle tentáculos del sobaco. No podía ni imaginarme que Felipe González, a punto de ganar las elecciones, en cuestión de unos años iba a transformarse en Aznar y que a Aznar, con el tiempo, iba a salirle Abascal del sobaco.
La película de Carpenter no funcionó muy bien en taquilla y tampoco obtuvo palmadas de la crítica. Sin embargo, es perfecta del primer fotograma al último, tan aterradora y potente como Alien, con un magnífico elenco masculino encabezado por Kurt Russell, una banda sonora de Morricone que hiela la sangre y uno de los finales más ambiguos e inquietantes de la historia del cine. Como en todas las grandes ficciones, la historia es tan avasalladora que incluso los fallos evidentes de guion o ambientación pasan desapercibidos; por ejemplo, la alternancia entre escenas diurnas y nocturnas, algo imposible en la Antártida, donde los días y las noches duran seis meses.
Mención aparte merecen los efectos especiales de Rob Bottin, una obra maestra de artesanía que aún no ha sido superada y que deja las actuales animaciones por IA y ordenador a la altura de un cuaderno de colorear. Cuando tropecé con La cosa que vino de Valladolid el otro día, la película estaba justo en la secuencia climática del masaje cardíaco: el médico empuja las palas contra el pecho y el pecho se abre como una enorme mandíbula que se cierra y le amputa los brazos. Lo que surge entonces de esa masa sanguinolenta es un monstruo inconcebible formado por las diversas criaturas que ha ido devorando, una reminiscencia del rostro de Aznar, que a estas alturas parece hecho con trozos de Felipe y de Abascal, con un bigote ausente, un surco subnasal cuajado de músculos y una nariz haciendo abdominales. Qué miedo, tú. Hasta la voz tenía ecos de la horrenda percusión de Morricone. Daba bastante palo, la verdad, así que apagué la tele.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.