Opinión
La baraja de la historia

Por Pablo Batalla
Periodista
El runrún alemán en los últimos meses es que se acabó el ama de casa suaba; que la mataron. Durante mucho tiempo fue una alegoría autoidentificativa del país. De las señoras de Suabia dicta el estereotipo —un tantito, así patriarcal— que son, no tacañas, pero sí muy ahorradoras, juiciosas gobernantas de los dineros de su casa, que nunca gastan más de lo que tienen. Angela Merkel solía invocarlas como ejemplo a seguir en sus discursos. En la imagen familiar y catequética de la matrona suaba se condensaban todas las obsesiones alemanas después de 1945, todo lo que la nueva Alemania se proponía no ser, después de que serlo condujera al desastre de 1933. El camino al nazismo se empedró de temerariedad romántica e inflación, de insensatez política y económica. Y entre los escombros de la segunda Gran Guerra, la RFA nació proponiéndose ser el negativo exacto de aquello; un extremismo de centro, un camisapardismo de la prudencia y la sensatez que, entre otras cosas, implicaba evitar la deuda como la peste, igual que las señoras de esa región histórica del sur alemán, a la que pertenecen Stuttgart, Ulm y Augsburgo, y que hoy se reparte entre Baden-Wurtemberg y Baviera. Hay que decir que mal no les fue. Pero ahora suenan campanas de funeral por la Schwäbische Hausfrau mientras la nueva coalición de Gobierno relaja normas que lo impedían e impulsa un inédito endeudamiento masivo. Para comprar, entre otras cosas, armas, muchas armas: otro anatema abandonado.
Otros países se endeudan o arman y no pasa nada, pero una Alemania dispuesta a hacerlo es un giro copernicano, una transformación cultural profunda. Estamos asistiendo a varias otras que también nos hablan de la terminación de la era y el orden forjados tras el suicidio de Hitler y el linchamiento de Mussolini. Un Estados Unidos desentendido de Europa, cuando no su enemigo, es la más gruesa de todas. Suecia deja de ser neutral y eso es el mundo al revés; en el Reino Unido pierde la flema como Alemania la contención, abandona la celebración postimperial de su multiculturalidad, abraza un nacionalismo mezquino y racista de sórdidos hooligans, y lo hace con el concurso entusiasta del laborismo. Polonia es una potencia militar, Israel normaliza relaciones con los países árabes, España tiene un presidente que habla idiomas y se desenvuelve muy cómodo en cumbres internacionales y unos reyes que visitan Mauthausen y se dejan fotografiar rodeados de banderas republicanas. También eso son señales de un orden que se acaba y una era que se muere y una nueva que adviene, saltadas por los aires las certezas de la anterior.
No hay orden eterno; la historia siempre acaba rebarajando sus cartas, repartiendo nuevas manos, cambiando de juego, iniciando otro nuevo en que los mismos naipes cambian de valor. En Los últimos días del Imperio otomano, un libro recientemente publicado por Galaxia Gutenberg, cuenta el historiador Ryan Gingeras cómo los seiscientos años de historia de los que aquel imperio se enorgullecía, esgrimiéndolos como un valor incontestablemente positivo, pasaron de golpe a ser el principal argumento de su negatividad, de la necesidad de acabar con él: la jactancia por lo antiguo había dado paso a la vergüenza por lo vetusto en tiempo de deslumbres modernistas. Mustafá Kemal Atatürk dio la puntilla a un Imperio que no lloró casi nadie y alumbró una nueva Turquía, moderna, occidentalizada; el turco pasó a escribirse con caracteres occidentales, se prohibieron el fez y el velo, se desacralizaron las mezquitas, etcétera. Un corresponsal del New York Times escribía en 1923: "Siempre se ha representado a Turquía como un 'hombre enfermo', pero creo que sería una mejor representación pictórica la de una joven que acaba de quitarse el velo y mira por primera vez al mundo cara a cara y con esperanza". Cien años después, las estatuas, bustos y retratos de Atatürk siguen presentes por doquier en Turquía, pero el kemalismo se resquebraja, Santa Sofía se reconvierte en mezquita, el presidente Erdogán pregona su admiración por los antiguos sultanes y en la televisión hacen furor los dramas de época ambientados en la época imperial. Allá también se extingue un orden, allá también emerge un orden nuevo, un nuevo espíritu. Nada humano es eterno.
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